No mucho tiempo después -unos cinco o seis meses- hubo un repentino y terrible huracán con nubes de polvo y piedrecillas. Me encontraba en aquel momento en la terraza de un almacén recibiendo instrucciones sobre la manera de cubrir un tejado con láminas de oro para que no entrase por él ni una gota de agua. El vendaval me llevó en volandas y me lanzó a otro tejado situado a unos siete metros más abajo. Otra ráfaga me arrastró por la falda de la montaña hasta la carretera de Lingkhor a más de cien metros.
Era un suelo pantanoso y caí de cara al fango. Sentí que se rompía algo y me figuré que sería una rama. Atontado intenté levantarme del fangal, pero sentí un dolor agudísimo cuando quise mover el brazo izquierdo. Logré ponerme de rodillas y luego en pie y avancé a duras penas por la carretera.
Estaba a punto de desmayarme de dolor y no podía pensar con claridad.
Lo único que deseaba era subir a lo alto de la montaña lo antes posible.
Iba dando tumbos casi a ciegas hasta que a medio camino me salieron al encuentro unos monjes que habían bajado para ver qué nos había sucedido a mí y a otro chico, al que también se había llevado el viento. Pero éste cayó sobre las rocas y se mató. Me llevaron en brazos hasta la habitación de mi Guía. Este me examinó rápidamente y me dijo:
– Lobsang, te has roto un brazo y un hueso del cuello. Tenemos que arreglártelos. Te dolerá mucho, pero será porque yo no lo pueda evitar.
Mientras hablaba, y casi antes de que yo pudiera darme cuenta, me entablilló.
Estuve todo el día inmóvil y al siguiente me dijo el lama Mingyar Dondup:
– No podemos dejar que te retrases en los estudios, Lobsang de modo que trabajaremos aquí mismo. Como a todos nosotros, te fastidia un poco aprender cosas nuevas; así que voy a quitarte esa resistencia para el estudio por medio del hipnotismo.
Cerró los postigos, y la habitación quedó a oscuras excepto por la pequeña luz de las lamparillas del altar. Sacó de no sé dónde una cajita, que puso en un estante que había frente a mí. Me pareció ver unas luces muy brillantes, luces de colores, unas rayas de color y luego todo terminó en una silenciosa explosión de luminosidad.
Cuando me desperté debían de haber pasado ya varias horas. El lama abrió la ventana y vi que las moradas sombras de la noche empezaban a cubrir el valle. En el Potala destellaban unas lucecitas y otras se encendían en torno a los edificios, mientras la guardia de noche hacía la ronda. Desde la ventana se abarcaba toda la ciudad, donde empezaba la vida nocturna.
Mi Guía habló por fin:
– Bueno, por fin has vuelto a nosotros. Creíamos que te encontrabas tan bien en el mundo astral que te resistías a volver. Y supongo que, como de costumbre, tendrás mucha hambre.
Al oírselo decir comprendí que, en efecto, estaba hambriento. Me trajeron en seguida de comer y el lama me habló mientras yo comía:
– Según las leyes naturales, tendrías que haber abandonado ese cuerpo, pero tus estrellas han decidido que tienes que vivir para acabar muriendo en la tierra de los Indios Rojos (los Estados Unidos) dentro de muchos años. Ahora nuestros compañeros están celebrando un servicio religioso por el que nos ha abandonado. El viento lo estrelló contra las rocas.
Pensé que los que se marchaban de esta tierra eran los más afortunados.
Mi experiencia en los viajes astrales me había enseñado que se pasaba allí mucho mejor que en este mundo. Pero recordé que no estamos aquí porque nos guste, sino para aprender cosas, lo mismo que no se va a la escuela porque sea divertido, sino para ilustrarse; y qué es la vida en la tierra sino una escuela? Y, por cierto, una escuela muy dura. Me dije: «Aquí estoy con dos huesos rotos y tengo que seguir aprendiendo. ¡Qué se le va a hacer!» Durante dos semanas intensificaron mi enseñanza. Según me dijeron, era para impedirme pensar en los huesos rotos. Al final de la quincena se me habían soldado, pero me sentía rígido y el hombro izquierdo y el brazo me dolían mucho.
Cuando entré en la habitación del lama Mingyar Dondup aquella mañana, le encontré leyendo una carta. Levantó la vista y me dijo:
– Lobsang, tenemos un paquete de hierbas que llevar a tu Honorable Madre. Puedes ir tú mismo mañana por la mañana y quedarte todo el día.
– Estoy seguro de que mi padre no desea verme -repliqué-. Cuando se cruzó conmigo en las escaleras del Potala hizo como si no me viera.
– Es natural. Sabía que acababas de estar con el Dalai Lama, sabía que habías recibido un honor extraordinario y no podía hablarte si yo no estaba contigo, ya que eres mi pupilo por orden del propio Dalai Lama. -Se me quedó mirando muy risueño-: De todos modos, no te preocupes, pues tu padre no estará mañana en casa. Ha ido a Gyangse y tardará unos días aún en regresar.
A primera hora del día siguiente me dijo mi Guía:
– Estás algo pálido, pero vas limpio y bien arreglado y eso le gustará a tu madre. Aquí tienes un pañuelo. No olvides que ya eres un lama y has de obedecer las reglas. Viniste aquí a pie. Hoy irás en uno de nuestros mejores caballos blancos. Monta el mío, que necesita ejercicio.
Me entregó una bolsa de cuero llena de hierbas medicinales. La había envuelto en un pañuelo de seda como muestra de respeto. Me pregunté cómo podría llevarlo limpio y acabé quitando el pañuelo y guardándolo den tro de mi hábito con la intención de volver a liar la bolsa en él cuando estuviera cerca de casa.
Montado en el caballo blanco descendí por la pendiente del monte.
Hacia la mitad de la cuesta se detuvo el caballo y volvió la cabeza para mirarme.
Por lo visto no le gusté, porque dio un gran relincho y arrancó en un furioso galope como si quisiera liberarse de mí lo antes posible. Comprendí su actitud, ya que tampoco él me era simpático.
En el Tíbet los lamas más ortodoxos montan en mulas, por aquello de que son asexuales. Los lamas menos exigentes cabalgan en caballos o en ponies. En cuanto a mí, siempre procuraba ir andando si era posible. Al pie del monte torcimos a la derecha. Suspiré con alivio: el caballo estaba de acuerdo conmigo en que debíamos ir por ese camino, quizá porque siempre se atraviesa la carretera de Lingkhor en la dirección de las manecillas del reloj, por motivos religiosos. De modo que torcimos a la derecha y cruzamos el camino de la ciudad de Drebung, para continuar por el circuito de Lingkhor. Dejamo s atrás el Potala -que me pareció menos atractivo que nuestro Chakpori- y atravesamos la carretera que va a la India, dejando el Kaling-chu a la izquierda y el Templo de la Serpiente a nuestra derecha. A la entrada de mi casa me vieron llegar los criados y se apresuraron a abrir las puertas. Entré directamente en el patio, dándome importancia, con mi caballo y con la esperanza de no caerme de él. Afortunadamente pude apearme con dignidad porque mientras descendí lo sujetó un criado.
Con toda solemnidad el mayordomo y yo intercambiamos nuestros pañuelos rituales.
– ¡ Bendita sea esta casa y todo lo que hay en ella, Honorable lama médico, señor nuestro! -dijo el mayordomo.
– Que la bendición de Buda, el más puro, el que todo lo ve, sea con vosotros y os conserve la salud.
– Honorable señor, la señora de la casa me ordena que os conduzca hasta ella.
Y entramos (como si no pudiera haber ido solo) mientras yo me buscaba por dentro del hábito el pañuelo destinado a envolver la bolsa de cuero.
En el piso de arriba entré en la mejor habitación de mi madre. «Nunca pude penetrar aquí cuando no era más que un hijo», pensé. Y estuve a punto de salir corriendo cuando vi que la habitación estaba llena de mujeres.
Pero antes de que pudiera huir se dirigió mi madre hacia mí; hizo una reverencia y me dijo:
– Honorable señor e hijo, mis amigas han venido para oírte contar el honor que te ha concedido el Precioso Protector.
– Honorable madre: las reglas de mi Orden me prohíben contar lo que el Precioso me ha dicho. El lama Mingyar Dondup me ha encargado traerte esta bolsa con hierbas y ofrecerte el pañuelo del saludo.