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La entrevista no condujo a nada positivo, ya que aquellos hombres no iban como amigos, ni de buena fe. Sólo pensaban en salirse con la suya, sin importarles los medios. Querían territorios, querían dirigir la política del Tíbet y… ¡querían oro!. Esto último era lo que más les atraía desde hacía muchos años. En el Tíbet hay cientos de toneladas de oro, pero lo consideramos como un metal sagrado. Según nuestras creencias, la tierra queda maldita si se saca de ella el oro; de modo que se le deja en los yacimientos.

Sólo se pueden coger algunas pepitas que arrastran los ríos. He visto oro en la región de Chang Tang, a la orilla de rápidas corrientes, lo mismo que se ve arena a la orilla de cualquier río. Esas pepitas -o «arena»- las fundíamos para hacer adornos de los templos. Para nosotros, el oro es metal sagrado para usos también sagrados. Incluso las lamparillas las hacemos de oro. Desgraciadamente, el metal es tan blando que esos objetos se retuercen con mucha facilidad.

El Tíbet tiene una extensión ocho veces mayor que la de las Islas Británicas.

Grandes zonas están aún sin explorar, pero en mis viajes con el lama Mingyar Dondup he visto que tenemos oro, plata y uranio. Nunca hemos permitido que los occidentales exploren nuestro terreno a causa de la vieja leyenda: «A donde va el hombre de Occidente allí hay guerra.» El lector debe recordar cuando lea «trompetas de oro», «platos de oro», «cuerpos cubiertos de oro», que el oro es un metal muy abundante en el Tíbet y que no se considera como un metal precioso, sino sagrado. El Tíbet podría ser uno de los grandes almacenes del mundo si la Humanidad trabajase al unísono para lograr la paz en vez de esforzarse tan inútilmente por conquistar el poder.

Una mañana entró a verme el lama Mingyar Dondup cuando yo copiaba un viejo manuscrito.

– Lobsang, tendrás que dejar eso por ahora. El Precioso ha enviado a buscarnos. Tenemos que ir al Norbu Linga, y los dos juntos, ocultos, hemos de analizar los colores de un extranjero que ha llegado del mundo occidental.

Tenemos que darnos mucha prisa porque el Más Profundo quiere vernos y hablar con nosotros antes. Esta vez no habrá pañuelos ni ceremonias.

Es muy urgente.

Le miré un instante y enseguida me puse en movimiento.

– Sólo el tiemp o de ponerme una túnica limpia, Honorable Maestro.

No tardé en arreglarme. Caminamos a toda prisa y llegamos a las puertas de Norbu Linga o Parque de la Joya. Los guardias se disponían a alejarnos cuando reconocieron al lama Mingyar Dondup. Cambiaron de actitud inmediatamente. Nos llevaron al Jardín Interior, donde se hallaba el Dalai Lama. Me desconcertaba no tener ningún pañuelo que ofrecerle y no sabía cómo acercarme a él. Pero el Más Profundo nos miró sonriente y dijo:

– Siéntate, Mingyar, y tú también, Lobsang. Veo que os habéis dado mucha prisa.

Nos sentamos y esperamos a que El nos dijese lo que deseaba de nosotros.

Estuvo meditando un buen rato, como si ordenase sus pensamientos en determinado orden de batalla. Por fin dijo:

– Hace algún tiempo, el Ejército de los Bárbaros Rojos (los ingleses) invadió nuestra sagrada tierra. Me marché a la India y desde allí emprendí otros largos viajes. En el Año del Perro de Hierro (1910) los chinos nos invadieron como resultado directo de la invasión británica. De nuevo me refugié en la India y allí conocí al hombre que veremos hoy aquí. Cuento todo esto por ti, Lobsang, ya que Mingyar estaba conmigo. Los ingleses hicieron promesas que no cumplieron. Ahora quiero saber si este hombre habla con una lengua o con dos, si es sincero o hay doblez en él. Tú, Lobsang, no entiendes su idioma y así estarás libre de toda influencia. Desde esa ventana cubierta con una celosía podrás observarlo tranquilamente. Tu presencia no será descubierta. Anotarás tus impresiones sobre los colores astrales del extranjero, como te ha enseñado tu Guía, que tanto te elogia siempre. Indícale dónde ha de ocultarse, Mingyar, ya que Lobsang está más acostumbrado a ti que a mí… Es más, ¡estoy convencido de que consideras a Mingyar Dondup superior al propio Dalai Lama!

Oculto detrás de la celosía, estaba ya cansado de esperar -aunque no fisicamente- y me entretenía mirando al jardín, a los pájaros, a las ramas de los árboles movidas por la brisa… E incluso tomaba de vez en cuando, temiendo que alguien me sorprendiera, algún bocado de la tsampa que llevaba en la túnica. Las nubes navegaban majestuosamente por el cielo y pensaba en lo mucho que me gustaría sentir el balanceo de una de aquellas enormes cometas de Tra Yerpa y oír el silbido del viento rozando la seda y sacudiendo la cuerda. De pronto, me sobresaltó un gran ruido, y por un momento llegué a creer que efectivamente me encontraba en una cometa y que me había quedado dormido y que me había estrellado contra el suelo.

Pero se trataba sencillamente de la puerta del Recinto privado que acababan de abrir. Unos lamas de dorado hábito precedían a un ser de extraordinario aspecto. Hube de contenerme para no soltar una carcajada. Era un hombre alto y delgado, de rostro pálido, cabello blanco y ojos hundidos, con una boca fina y de expresión dura. Pero lo que me impresionaba de él -con una cómica impresión, desde luego- era su absurdo traje. Era un extraño atavío de tela azul y con unas filas de redondelitos brillantes. Por lo visto, algún sastre muy inexperto le había hecho la ropa, pues el cuello le quedaba tan ancho que tenía que cruzárselo por delante. Además a los lados llevaba como unos parches que supuse serían remiendos simbólicos semejantes a los que nosotros llevábamos para imitar la humilde vestimenta de Buda. Los bolsillos occidentales nada significaban para mí en aquella época, ni las solapas, ni las demás características de los trajes de Occidente.

En el Tíbet, todos los que no necesitan realizar trabajos manuales llevan unas largas mangas que les ocultan las manos. Aquel hombre tenía unas mangas ridículamente cortas que sólo le llegaban a la muñeca. «Sin embargo, no puede ser un labrador -me dije-, pues sus manos son demasiado suaves. Quizá no sepa cómo debe vestir un hombre de elevada condición.

Pero lo más chocante era que la túnica de aquel individuo terminaba donde sus piernas se unían al tronco. Aquello lo atribuía pobreza. El desgraciado no podría permitirse utilizar más tela. Y los pantalones, ceñidos disparatadamente a las piernas y demasiado largos, tenían los extremos inferiores doblados. «molesto y avergonzado se debe de sentir al presentarse así ante el Más Profundo! Supongo que alguien de su misma estatura le prestará algún traje decente.» Y entonces le miré los pies. Llevaba en ellos unas cosas negras brillantes, como si estuvieran cubiertas de hielo. No eran botas de fieltro como las usadas por nosotros. De todo lo que había visto hasta entonces en mi vida me había asombrado tanto como aquel calzado.

Casi automáticamente fui anotando los colores que veía y la interpretación que iba dándoles. A ratos el hombre hablaba en tibetano, bastante bien para ser un extranjero, pero en seguida volvía a expresarse en su idioma, una notable serie de sonidos que yo no había oído en mi vida. Cuando volví a ver al Dalai Lama, aquella misma tarde, me explicó que este galimatías se llamaba inglés.

El extranjero me asombró al meter la mano en uno de esos parches laterales de su corta túnica y sacar de él un trozo de tela blanca. Cuando aún no me había repuesto de la impresión de verle ejecutar este irrespetuoso movimiento delante del Dalai Lama, me sobresaltó con algo aún más extraordinario:

se llevó el trapo blanco a la nariz y a la boca e hizo un ruido como de trompetilla. Pensé: “Este debe de ser un saludo que los occidentales reservan para el Dalai Lama.” Terminado el curioso saludo, el extranjero volvió a guardarse el trapo cuidadosamente en el mismo parche lateral.

Luego metió la mano en otros parches semejantes que llevaba en diversos sitios y sacó unos papeles de una clase que nunca había visto yo: blanco, fino, y brillante, no como el nuestro, que era basto, grueso y rugoso. «¿cómo podrán escribir en eso? -me pregunté yo-. ¿Cómo podrán raspar con fuerza sin romperlo?» Entonces, el extranjero sacó del interior de su media túnica un palito de madera pintada con algo en el centro que parecía hollín.