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Pero insisto en que debe considerarse afortunado que sean tan pocos.

La levitación se puede lograr, pero es un sistema de viajar poco recomendable, ya que requiere un gran esfuerzo. El verdadero adepto utiliza el viaje astral, que es muy sencillo con tal que se tenga un buen profesor. Yo lo tenía y pude (y aún puedo) viajar astralmente. En cambio, no he conseguido nunca hacerme invisible, a pesar de lo mucho que me he esforzado para ello. Habría sido magnífico poderme esfumar cuando hubiera querido hacer algo desagradable, pero esto me estaba negado.

Tampoco -como ya he dicho- he poseído nunca talento musical. Mi canto sacaba de quicio a mi maestro de música, pero esto no era nada comparado con la conmoción que causé cuando intenté tocar los címbalos creyendo que cualquiera podía usarlos y, por desgracia, cogí en medio de ellos la cabeza de un pobre monje. Me advirtieron secamente que me dedicase sólo a la clarividencia y a la medicina.

Practicábamos mucho lo que el mundo occidental conoce por yoga.

Desde luego es una gran ciencia que puede perfeccionar a un ser humano hasta un extremo casi inverosímil. Mi opinión es que los occidentales no pueden cultivar el yoga sin introducir en él considerables modificaciones.

Hemos conocido esa ciencia desde hace muchos siglos y nos enseñaron las posturas más adecuadas desde la infancia. Nuestros miembros, el esqueleto y los músculos están adiestrados para el yoga. En cambio, los occidentales, sobre todo si son personas de edad madura, pueden lastimarse seriamente si intentan adoptar esas posturas. Eso no es más que mi opinión como tibetano, pero debo insistir en que no es aconsejable la práctica de esos ejercicios si no se modifican bastante. Además, se necesita un profesor nativo de extraordinarias facultades y que conozca perfectamente la anatomía masculina y la femenina para evitar daños corporales. Y no sólo pueden perjudicar gravemente las forzadas posturas que adoptamos, sino también los ejercicios respiratorios.

El secreto principal de los fenómenos tibetanos que tanto asombran al mundo radica en una cierta manera de respirar. Ahora bien, si no se aprende a hacerlo bajo las enseñanzas de un sabio y experimentado profesor, esos ejercicios respiratorios pueden resultar muy perjudiciales e incluso mortales. Muchos viajeros han escrito sobre los lamas corredores que pueden influir en el peso de su cuerpo (y no me refiero a la levitación) y correr a gran velocidad durante horas y horas casi sin tocar la tierra. Se necesita mucha práctica y el corredor tiene que hallarse en estado de semitrance. La mejor hora es ya anochecido, cuando hay estrellas que mirar, y el terreno debe ser monótono, sin nada que rompa ese estado sonambúlico. En efecto, el hombre que corre así puede ser comparado a un sonámbulo. Sólo tiene en la mente su destino manteniéndolo constantemente ante el Tercer Ojo y va recitando sin cesar el mantra adecuado. Correrá durante horas y horas y llegará a su punto de destino sin cansancio alguno. Este sistema posee una sola ventaja sobre el del viaje astral. En este último se mueve uno en el campo del espíritu y no puede llevarse consigo objetos materiales. El arjopa, como llamamos al corredor, puede, en cambio, llevar su carga normal, pero tiene desventajas respecto al que viaja en el plano astral.

La respiración adecuada permite a los adeptos tibetanos sentarse desnudos sobre hielo a cinco mil metros o más de altitud y mantenerse con un calor tal que el hielo se derrite y el adepto suda copiosamente.

Una breve digresión: el otro día dije que había hecho esto yo mismo cerca de seis mil metros sobre el nivel del mar. La persona que me escuchaba me preguntó con toda seriedad: ¿con marea baja o con marea alta?

¡Ha intentado usted alguna vez levantar un objeto pesado teniendo los pulmones vacíos de aire? Inténtelo y verá que le resulta casi imposible. Entonces respire lo más profundamente que pueda, contenga el aliento y podrá levantar el pesado objeto con facilidad. Y si se encuentra usted irritado o asustado, respire también profundamente aspirando la mayor cantidad de aire que pueda y contenga la respiración durante diez segundos. Luego espire ese aire lentamente. Repita esto por lo menos tres veces y verá que le va disminuyendo la velocidad de los latidos y que llega a calmarse por completo. Todo esto puede probarlo cualquiera sin perjuicio alguno para su salud. Mi conocimiento del dominio de la respiración me ayudó a resistir las torturas japonesas y las demás torturas que hube de padecer como prisionero de los comunistas, y les aseguro que los japoneses, aun en sus peores momentos, son unos gentlemen comparados con los comunistas. Por mi desgracia he conocido a unos y a otros en sus peores facetas.

Había llegado la hora de examinarme para el grado de lama, aunque, como ya saben ustedes, me habían concedido ese título años antes. Se trataba, pues, de una confirmación. Pero antes tenía que ser bendecido por el Dalai Lama. Todos los años bendice a todos los monjes del Tíbet individualmente.

El Más Profundo toca a la mayoría con una borla atada al extremo de un bastón. A aquellos a quienes favorece de un modo especial, o que son de mayor categoría, los toca en la cabeza con una de sus manos. A los predilectos los bendice colocándoles las dos manos sobre la cabeza. A mí por primera vez me impuso las manos sobre el cráneo y me dijo en voz baja:

– Lo estás haciendo muy bien, muchacho; pórtate aún mejor en tus exámenes. Justifica la fe puesta en ti.

Tres días antes de mi decimosext o cumpleaños me presenté a los resultados de los exámenes. Con gran alegría -y la expresé ruidosamente- supe que era de nuevo el primero de la lista. Me alegraba por dos motivos:

porque el lama Mingyar Dondup quedaba como el mejor profesor y porque sabía que el Dalai Lama estaría muy satisfecho con mi maestro y conmigo.

Unos días después, cuando el lama Mingyar Dondup me estaba ilustrando en su habitación, se abrió la puerta bruscamente y un mensajero jadeante, con la lengua fuera y los ojos desencajados, se precipitó hacia nosotros.

Traía en la mano el tradicional bastón de los mensajes.

– Del Más Profundo -dijo casi sin aliento- al Honorable lama médico Martes Lobsang Rampa. -Y sacando de su túnica la carta envuelta en el pañuelo de seda ritual, añadió-: Con la mayor velocidad, Honorable señor, he corrido hacia aquí.

Entregado su mensaje, nos volvió la espalda y partió como una flecha, aún más rápido que viniera. ¡Pero esta vez iba en busca de chang!

No me atrevía a abrir el mensaje. Desde luego, estaba dirigido a mí; pero ¿qué contenía? ¿Más estudios? ¿Más trabajo? Era muy grande y de un aspecto terriblemente oficial. Mientras no lo abriese no podría saber qué contenía y por tanto no se me podía culpar de que no hiciese lo que allí se me ordenaba. Esto pensé en un principio, pero cuando oí que mi Guía, sentado detrás de mí, se estaba riendo, le entregué la carta con el pañuelo. La abrió (es decir, le quitó el envoltorio) y sacó dos hojas dobladas que extendió con parsimonia y leyó con deliberada lentitud para poner aún más a prueba mi paciencia. Por último, cuando vio que yo estaba a punto de estallar en mi impaciencia por saber de una vez lo peor, me dijo:

– Muy bien; puedes respirar de nuevo. Tenemos que ir al Potala para ver al Dalai Lama inmediatamente. Y te advierto, Lobsang, que aquí se insiste en que debemos darnos la mayor prisa y se especifica que debo acompañarte.

Tocó el gong, y al ayudante que entró le dio instrucciones para que ensillaran en seguida nuestros dos caballos blancos. Nos cambiamos de hábito en unos instantes y elegimos nuestros dos mejores pañuelos de seda.