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Fuimos juntos a ver al Abad y le dijimos que debíamos ir al Potala llamados por el Más Profundo.

– Al Pico, ¡eh! Ayer estaba él en el Norbu Linga. Pero, en fin, ya dirá la carta a dónde tenéis que ir. Debe de tratarse de algún asunto oficial.

En el patio esperaban unos monjes -mozos de cuadra- con nuestros caballos. Cabalgamos pendiente abajo y poco después subimos por la cuesta del Potala. Para aquella distancia no me recía la pena ir a caballo a no ser por la ventaja de que así podíamos subir más cómodos por las enormes escalinatas hasta lo más alto del edificio. Nos esperaban a la entrada de la terraza, y en cuanto descabalgamos se llevaron nuestros caballos y nos condujeron con rapidez a las habitaciones particulares del Dalai Lama. Entré solo e hice los actos de ritual.

…Siéntate, Lobsang -me dijo él…-. Estoy muy contento contigo. Y también estoy muy contento con Mingyar por la parte que ha tenido en tu triunfo. He leído todos tus ejercicios escritos.

Temblé al oír esto. Uno de mis muchos defectos, según me han dicho, es que tengo un inoportuno sentido del humor y de vez en cuando tuve la malhadada idea de ponerlo en práctica al contestar las preguntas de los exámenes, porque hay preguntas que verdaderamente se prestan a tomarlas a broma. El Dalai Lama leyó mis pensamientos y se rió de buena gana, diciéndome:

– En efecto, tu sentido del humor no es siempre oportuno, pero… -E hizo una larga pausa durante la cual temí lo peor, para terminar añadiendo-:

…me ha divertido mucho todo lo que dices.

Pasé dos horas con él. Al terminar la primera hora de la entrevista, el Dalai Lama hizo llamar a mi Guía y le dio instrucciones sobre mi futura preparación. Tendría que prepararme para la Ceremonia de la Muerte Pequeña.

Debía visitar -con el lama Mingyar Dondup- otras lamaserías y estudiaría con los Descuartizadores de los Muertos. Como eran de baja casta, lo mismo que su trabajo, el Dalai Lama me dio una autorización escrita para que conservase mi elevada condición social, a pesar de mi trato con ellos. En ese documento ordenaba a los Descuartizadores del Cuerpo que me prestasen «toda la ayuda necesaria para que los secretos de los cuerpos le sean revelados al honorable lama médico y que pueda descubrir la razón fisica por la que el cuerpo queda desechado. También podrá disponer de cualquier cuerpo o parte de él que necesite para sus estudios. ¡Ya ven ustedes de qué se trataba!

Antes de seguir contando lo referente a la eliminación de los cadáveres quizá sea conveniente escribir algo más sobre los puntos de vista tibetanos sobre la muerte. Nuestra actitud en esto es completamente distinta de la de los pueblos occidentales. Para nosotros un cuerpo no es más que una cáscara o caparazón, mero material envolvente del espíritu inmortal. Para nosotros un cadáver vale menos que un traje viejo y gastado. En el caso de que una persona muera normalmente, es decir, no a consecuencia de un acto violento inesperado -accidente o no-, consideramos que se produce el siguiente proceso: el cuerpo está ya defectuoso, estropeado, enfermo y se ha hecho tan incómodo para el espíritu que ya éste no puede aprender más.

Así, ha llegado la hora de desechar esa cubierta, ese cuerpo. Paulatinamente se va retirando el espíritu y se exterioriza fuera de la carne. La forma del espíritu es exactamente del mismo perfil que su versión material y puede ser vista con toda claridad por una persona clarividente. En el momento de la muerte el Cordón que une el cuerpo físico con el espiritual se debilita y acaba partiéndose. Entonces el espíritu se suelta y se va a la deriva. Esto es lo que llamamos muerte. Pero a la vez se produce un nacimiento a una nueva vida, pues el Cordón es semejante al cordón umbilical que debe ser cortado para lanzar a una criatura recién nacida a una existencia propia. En el momento de la muerte se extingue en la cabeza el brillo o relumbre de la fuerza vital. Este relumbre puede ser visto también por un clarividente. Decimos que el cuerpo tarda en morir tres días. Se requiere ese tiempo para que cese toda actividad física y el espíritu, alma, ego, o yo, se libere por completo de su envoltura carnal. Creemos que existe un doble etéreo formado durante la vida del cuerpo. Este doble puede convertirse en un fantasma.

Probablemente todos ustedes habrán mirado fijamente a una luz intensa y al volver la cabeza han seguido viendo la misma luz durante un rato.

Estimamos que la vida es eléctrica, un campo de fuerzas, y el doble etéreo que permanece después de la muerte es semejante a la luz que vemos después de mirar a un foco real; o sea, en términos eléctricos es como un fuerte campo magnético residual.

Si el cuerpo tiene poderosas razones para adherirse a la vida, entonces se intensifica el doble etéreo hasta formar lo que se conoce corrientemente por un fantasma y vagará por los sitios que le son familiares. Por ejemplo, un avaro puede tener tal apego a sus sacos de dinero que todo su ser esté concentrado en ello. Lo más probable es que muera pensando con terror en lo que irá a ser de su dinero y, de este modo, en el momento de su muerte se fortalece su «personalidad etérea». El feliz heredero de los sacos de dinero se sentirá muy inquieto durante las noches. Dirá que «el viejo Fulano de Tal está rondando su dinero». Y tiene razón: es muy probable que el fantasma de Fulano de Tal esté furioso por que sus manos (espirituales) no puedan apoderarse de ese dinero.

Hay tres cuerpos básicos: el cuerpo carnal, en el cual aprende el espíritu las arduas lecciones de la vida; el cuerpo etéreo o magnético, que nos vamos haciendo cada uno de nosotros con nuestras ambiciones y nuestras pasiones de toda clase; y, por último, un tercer cuerpo, el puramente espiritual, el «alma inmortal». Tal es nuestra creencia lamaísta y no, necesariamente, la creencia budista ortodoxa. Una persona que muere tiene que pasar por tres etapas: hay que eliminar su cuerpo físico, tiene que disolver se su doble etéreo y su espíritu ha de ser ayudado para que encuentre el camino que le conducirá al mundo del espíritu. En el Tíbet auxiliamos al hombre con miras a su muerte antes de que ésta ocurra. El adepto no necesita estos auxilios, pero el hombre o mujer ordinarios -o sea los trappa- han de ser guiados en todas esas etapas. Puede resultar interesante la descripción de todo esto.

Un día, el Honorable Maestro de la Muerte me mandó llamar y me dijo:

– Ha llegado la hora de que estudies los métodos prácticos para liberar el alma, Lobsang. Me acompañarás.

Anduvimos por largos pasillos, descendimos por resbaladizos escalones y por fin llegamos a donde se alojaban los trappas. Allí, en un «hospital», un anciano monje estaba a punto de emprender el camino que todos debemos tomar antes o después. Había tenido un ataque y estaba muy débil.

Le faltaban las fuerzas casi por completo y en seguida vi que se le desvanecían sus colores áuricos. Había que mantenerlo consciente a toda costa hasta que le faltase por completo la vida. El lama que me acompañaba tomó entre las suyas las manos del monje y le habló cariñosamente -Te acercas, anciano, al momento en que te librarás de las penalidades de la carne. Sigue mis consejos para que puedas escoger el mejor camino, el camino más fácil. Tus pies se enfrían. Tu vi da se va escapando y se acerca el momento en que nada quede de ella en tu cuerpo. Piensa con calma, anciano, y te convencerás de que nada hay que temer. Tu vida va saliendo de tus piernas y tu vista se apaga. Y el frío trepa por tu cuerpo, siguiendo la estela que deja tu vida al marcharse. Serénate en estos últimos instantes, anciano, pues nada has de temer porque se te vaya la vida hacia la Mayor Realidad. Las sombras de la noche eterna te empañan la vista y la respiración te falla por momentos. Se acerca el instante en que tu espíritu se verá definitivamente libre para disfrutar de los placeres del otro mundo. Serénate, anciano; ha llegado el momento de tu liberación.