En el Tíbet los cadáveres no pueden ser enterrados. Costaría muchís imo trabajo a causa de lo muy rocoso que es nuestro suelo y de la fina capa de tierra que lo cubre. Tampoco es factible la cremación, por motivos económicos. Escasea la leña, y para quemar un cuerpo humano tendríamos que encargarnos del transporte a lomos de yaks y a través de altísimas montañas.
Costaría un dineral. Tampoco podemos utilizar el procedimiento de arrojar los cadáveres al agua, ya que la corrupción de éstos infectaría el agua de los ríos que han de beber los vivos. De manera que sólo nos queda un medio: hacerlos desaparecer por el aire gracias a la colaboración de los buitres, que se comen, no solamente la carne, sino también los huesos convenientemente pulverizados Nuestro sistema se diferencia del occidental sólo en dos cosas los occidentales entierran a sus muertos y dejan que se los coman los gusanos en vez de los buitres; y en segundo lugar, en Occidente se entierra, a la vez que el cuerpo humano, la posibilidad de conocer la causa de la muerte. Nadie puede estar seguro de que los certificados de defunción que extienden los médicos expresen la verdadera causa de la muerte. En cambio, nuestros Descuartizadores tienen siempre buen cuidado de cerciorarse de qué ha muerto una persona.
Todos los ciudadanos del Tíbet «desaparecen» del modo que he explicado, excepto los lamas de más elevada categoría que son Encarnaciones Anteriores. A éstos se les embalsama y se les coloca en un ataúd con tapa de cristal para exhibirlos luego en un templo, o bien se les embalsama y se les recubre de oro. Esté último procedimiento es de un gran interés. Yo intervine muchas veces en esas operaciones. Ciertos norteamericanos que han leído mis notas sobre este asunto no pueden creer que empleásemos de verdad oro; dicen que «ni siquiera los norteamericanos, con toda su técnica, podrían hacerlo». Desde luego, reconozco que no era nuestra especialidad la producción en masa, sino que trabajábamos como artesanos. No podíamos fabricar ni un solo reloj que valiese un dólar. En cambio, éramos capaces de recubrir de oro un cadáver.
Una tarde me llamaron de parte del Abad, que me habló así:
– Una Encarnación Anterior está a punto de abandonar su cuerpo. Está en la Valla de la Rosa. Quiero que vayas para que puedas presenciar su Conservación en lo Sagrado.
Así que de nuevo tuve que sufrir las incomodidades de un viaje a caballo hasta Sera. En esta lamasería me llevaron enseguida a la habitación del anciano abad. Sus colores áuricos estaban a punto de extinguirse y sólo tardó una hora en convertirse en espíritu puro. Por ser abad y un sabio notable, no era necesario enseñarle el camino que había que emprender por el Bardo. Tampoco era preciso que esperásemos los tres días de siempre. Dejamos al cadáver sentado en la actitud del loto durante aquella noche mientras los lamas lo velaban.
En cuanto amaneció, desfilamos en procesión por el centro de la lamasería hasta el templo. Desde allí, por una pequeña puerta, entramos en unos pasadizos secretos que conducían a unos sótanos. Delante de mí dos lamas llevaban el cadáver en una litera. Aún conservaba la posición del loto. Los monjes que nos seguían entonaban unas salmodias y cuando se callaban agitaban unas campanillas de plata. Ibamos vestidos con nues tros hábitos rojos y, encima, unas estolas amarillas. Nuestras sombras danzaban, ampliadas y deformadas por la luz de las lamparillas y las antorchas a lo largo de los muros. Por fin, llegamos ante una puerta de piedra, sellada, que estaba a unos ciento setenta metros de profundidad. Habíamos descendido continuamente por una sucesión de secretos corredores. Entramos en aquella sala, cuya temperatura era casi glacial. Los monjes depositaron el cadáver cuidadosamente en el suelo. Lo dejaron en la misma actitud del loto que tenía y se marcharon todos menos tres lamas, que se quedaron con el cadáver y conmigo. Centenares de lamparillas iluminaban brillantemente aquel lugar.
Era una luminosidad amarillenta. Desnudamos al cadáver y lo lavamos con todo cuidado. Por los orificios normales del cuerpo fuimos sacando los órganos del cuerpo y guardándolos en jarrones, que luego cerramos y sellamos.
Lavamos y secamos todo el interior y luego vertimos en él una laca de fabricación especial. Con ello se formaba en el interior del cuerpo una dura costra que mantenía su aspecto exterior como en vida. Después rellenamos el vacío corporal con ciertas materias, poniendo mucha atención en que no se alterase la forma. Vertimos aún más laca hasta saturar el relleno, que así se solidificó. Pintamos con laca la superficie exterior del cuerpo y la dejamos secar. Sobre esta endurecida superficie aplicamos una Solución mediante la cual pudiesen quitarse más adelante, sin arrancar la piel, las finas hojas de seda transparente que pegábamos sobre ella. Una vez hecho el vendaje de seda, lo recubrimos con otra capa de laca (de una clase diferente) y el cadáver quedó listo para la fase siguiente de la preparación. Primero lo dejamos secar durante un día y una noche. Cuando volvimos a la habitación, estaba ya bien seco y duro, en la actitud del loto. Lo llevamos procesionalmente a otra habitación situada más abajo, que era un horno construido de tal manera que las llamas y el calor circulaban por fuera de sus muros y mantenían la estancia a una temperatura elevada e igual.
El suelo estaba cubierto con una gruesa capa de polvo especial y en el centro de ella colocamos al cadáver. Abajo, los monjes se disponían ya a encender el fuego. Luego fuimos llenando la habitación, desde el techo al suelo, con una sal especial de cierto distrito del Tíbet y con una mezcla de hierbas y minerales. Quedamos en el pasillo y cerramos y sellamos la puerta de la habitación con el sello de la lamasería. Dimos la orden de encender el horno. Durante una semana estuvo encendido, alimentado con ramas, manteca y boñiga de yak. Corrientes de aire caliente recorrían la Cámara de Embalsamar. Al final del séptimo día no se añadió ya más combustible. Las llamas se fueron extinguiendo. Los gruesos muros de piedra crujían y gemían al irse enfriando. Por fin, estuvo el corredor lo bastante enfriado para que pudiésemos entrar. Pero había que esperar otros tres días hasta que la habitación se hubiera enfriado. Así, once días después de haberla sellado, rompimos el sello y empezamos a quitar la masa de sal, hierbas y minerales que habíamos metido allí. Esta labor nos llevó un par de días. Por fin, quedó vacía, excepto el cuerpo, que permanecía sentado en la posición del loto.
Lo levantamos con el mayor cuidado y lo llevamos a la habitación de arriba donde había sido embalsamado y donde podríamos examinarlo mejor a la luz de las lamparillas.
Fuimos arrancándole suavemente el vendaje de seda hasta que quedó la piel al descubierto. Había sido un trabajo perfecto. Aparte de que la piel era mu cho más oscura, parecía el cuerpo de un hombre dormido que en cualquier momento podía despertarse. Conservaba la misma forma que un hombre vivo y no tenía arrugas. De nuevo aplicamos una capa de laca al cuerpo desnudo y luego les tocó su turno a los orfebres. Eran artífices de perfecta habilidad, capaces de cubrir la carne muerta con oro. Realizaban su labor lentamente, aplicando una capa tras otra de un oro fino y blando.
Fuera del Tíbet el oro vale una fortuna, pero nosotros lo consideramos sólo como un metal sagrado. Por ser incorruptible, el oro simboliza el estado espiritual definitivo del hombre.
Los monjes orfebres trabajaban con un cuidado exquisito, atentos a los más pequeños detalles. Cuando terminaron habían conseguido una estatua de oro exactamente igual a un ser humano y en la que aparecían hasta los más ínfimos detalles de la piel, de las coyunturas, etc… Trasladamos el cuerpo, que ahora pesaba mucho con el oro, al Salón de las Encarnaciones y lo colocamos en un trono de oro, como las demás figuras que allí se encuentran desde hace muchos siglos sentadas en fila como jueces solemnes que contemplan con ojos semicerrados las debilidades de la actual generación.