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Allí hablábamos en un susurro y andábamos de puntillas, como para no despertar a estos muertos vivientes. Me atraía muy especialmente uno de los cuerpos. No sé qué extraño poder me tenía inmovilizado ante él, completamente fascinado. Parecía estarme mirando sonriéndose con una expresión omnisciente. Me sacó de aquel trance alguien que me tocó levemente en el brazo. Me sobresalté y casi me desmayé de terror.

– Ese eres tú, Lobsang, en tu Encarnación Anterior. Creíamos que te reconocerías.

Muy conmovidos, salimos ambos. Sellaron la puerta.

A partir de entonces tuve libre acceso al Salón de las Encarnaciones y pude estudiar con toda calma las muchas figuras allí reunidas. Iba solo y me sentaba a meditar ante ellas. Cada una tenía escrita su historia, que yo estudiaba con el mayor interés. Allí encontré toda la historia de mi Guía el lama Mingyar Dondup en sus encarnaciones anteriores y un resumen de sus facultades y méritos, así como los honores que se le habían conferido y cómo había abandonado este mundo en cada encarnación.

También estaba mi historia y, como es natural, la estudié con toda mi atención. Había noventa y ocho figuras de oro. Era una cámara abierta en la roca y su puerta estaba muy bien oculta. Tenía ante mí la historia del Tíbet.

O, por lo menos, eso me figuraba yo. En realidad, la historia primitiva no la reconocería hasta más adelante.

CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO. ÚLTIMA INICIACIÓN.

Después de haber asistido en varias lamaserías a una media docena de embalsamamientos, me envió a buscar el Abad de Chakpon.

– Amigo mío -me dijo-, por orden directa del Dalai Lama serás iniciado como abad. Como has solicitado, te seguirán llamando «lama», como Mingyar Dondup. Me limito a transmitirte el mensaje del Más Profundo.

Así, en mi calidad de Encarnación Reconocida, tenía de nuevo el status conque abandoné la Tierra unos seiscientos años antes. La Rueda de la Vida había dado una vuelta completa.

Poco después entró en mi habitación un lama anciano y me dijo que debía someterme a la Ceremonia de la Muerte Pequeña.

– Porque sabrás, hijo mío -añadió-, que hasta que hayas pasado por la Puerta de la Muerte y hayas regresado, no podrás saber de verdad que no hay muerte. Tus estudios en el viaje astral te han llevado muy lejos, pero esa nueva experiencia te hará conocer zonas mucho más distantes, más allá de toda conexión con esta vida y penetrarás en el pasado de nuestro país.

El adiestramiento preparatorio era muy difícil y largo. Durante tres meses administraron rigurosamente mi vida. Unos platos especiales hechos con hierbas de sabor horrible fueron añadidos a mi menú diario. Me insistían en que fijase sólo mis pensamientos en lo puro y santo. ¡Como si hubiera mucho donde elegir en una lamasería! Incluso la tsampa y el té me eran racionados. Una austeridad rígida, una disciplina aún más estricta y muchas horas de meditación; ésta fue mi vida durante aquellos meses.

Por fin, al cabo de ese tiempo, decidieron los astrólogos que había llegado la hora, pues todos los presagios eran favorables. Pasé veinticuatro horas ayunando hasta que me sentí tan vacío como el tambor de un templo.

Luego me condujeron por los pasadizos secretos que hay debajo del Potala.

Descendíamos sin cesar, alumbrados por las antorchas que llevaban los otros, pues yo no podía tener nada en mis manos. Eran los mismos corredores interminables por donde había pasado ya. Por fin llegamos al final y nos encontramos frente a un muro de roca. Entonces giró una entrada secreta y se nos abrió otro pasadizo aún más oscuro y estrecho que olía a aire viciado, incienso y especias. Varios metros más allá nos vimos detenidos por una enorme puerta cubierta de oro que se fue abriendo lentamente, mientras parecía protestar con unos crujidos, que producían repetidos ecos a una gran distancia. Apagaron las antorchas y encendieron las lámparas. Entramos entonces en un templo oculto en un gran espacio abierto en las rocas por la acción volcánica hacía muchísimo tiempo. Estos pasadizos habían conducido en tiempos lava derretida. Ahora unos diminutos seres humanos pasaban por allí creyendo que eran dioses. En fin, me dije que debía concentrarme en la tarea que me esperaba, ya que estaba en el Templo de la Sabiduría Secreta.

Me conducían tres abades. El resto del séquito lamástico había desaparecido en la oscuridad, como se disuelven los recuerdos de un sueño.

Los tres abades, de una edad mu y avanzada, estaban ya como disecados por los años y veían alegremente que se les acercaba la hora de ser llamados a los Campos Celestiales. Aquellos tres ancianos, que eran probablemente los metafísicos más grandes de todo el mundo, estaban dispuestos a iniciarme en los últimos misterios. Cada uno de ellos llevaba en la mano derecha una lámpara y en la izquierda una gruesa barra de incienso encendida.

Hacía un frío muy intenso, un extraño frío que no parecía de este mu ndo.

El silencio era profundo y los débiles sonidos que se percibían sólo servían para acentuar aún más ese ominoso silencio. Nuestras botas de fieltro no dejaban huellas; parecíamos fantasmas deslizándonos. Las túnicas de brocado de color de azafrán de los abades producían un leve roce. Horrorizado, sentía cosquillas y sacudidas. Me relucían las manos como si me hubieran añadido una nueva aura. Vi que los abades también relucían. Y que la extremada sequedad de aquella atmósfera y la fricción de nuestras telas habían engendrado una carga estática de electricidad. Un abad me entregó una varilla de oro y murmuró:

– Ten esta varilla en la mano izquierda y pásala por la pared conforme vayas andando. Así no sentirás molestia alguna.

Seguí sus instrucciones, pero recibí una descarga de electricidad que casi me hizo dar un salto. Poco después ya no sentí ninguna molestia.

Una tras otra se fueron encendiendo las lamparillas. Era como si se encendiesen solas, pues no vi que nadie lo hiciera. Al aumentar la temblona luz amarillenta, vi unas gigantescas figuras cubiertas de oro, algunas de ellas medio enterradas en montones de piedras preciosas. Un Buda emergía de las tinieblas tan enorme que la luz no le llegaba más arriba de la cintura.

También fueron apareciendo otras formas confusamente: imágenes de diablos, representaciones de los deseos y de las pruebas que ha de sufrir el hombre antes de lograr convertirse en sí mismo.

Nos acercamos a un muro sobre el cual aparecía pintada una Rueda de la Vida de cerca de cinco metros de diámetro. La vacilante luz la hacía parecer como si girase y también daban vueltas mis sentidos al ver aquello.

Seguimos avanzando hasta que creí inevitable que tropezásemos con la pared de roca. El Abad que me conducía desapareció y lo que me parecía una oscura pared era en realidad una puerta oculta. Por allí se entraba a un camino que descendía continuamente: un empinado y estrecho camino, muy tortuoso, cuya oscuridad se intensificaba aún más por contraste con la débil luz de las lámparas que llevaban los abades. Seguíamos caminando a tropezones y resbalábamos con frecuencia. El aire era casi irrespirable y yo tenía la impresión de que todo el peso de la tierra presionaba sobre nosotros. Era como si estuviésemos penetrando en el corazón del mundo. Después de doblar un último recodo del tortuoso pasadizo, se abrió ante nuestros ojos una caverna de roca veteada de oro. Una capa de roca, una capa de oro, una capa de roca, y así sucesivamente. A enorme altura brillaba el oro como estrellas en una noche tenebrosa y la tenue luz de nuestras lámparas producía allá arriba vivos reflejos.

En el centro de la caverna había una casa negra y brillante, como hecha de ébano pulimentado. Por sus paredes se veían extraños símbolos y diagramas como los que yo había visto en los muros del túnel del lago. Nos dirigimos hacia la casa y penetramos por una puerta muy alta y ancha. Den tro había tres ataúdes de piedra negra con curiosas inscripciones y grabados.