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No tenían tapas. Miré dentro y al ver su contenido contuve la respiración y estuve a punto de desmayarme.

– Míralos, hijo mío -exclamó el Abad que nos dirigía-. Eran dioses de nuestro país en los tiempos anteriores a la «llegada de las montañas».

Recorrieron el Tíbet cuando los mares bañaban nuestras costas y cuando en el cielo había estrellas diferentes. Míralos, hijo mío, porque solamente los iniciados han podido verlos.

Volví a mirar, fascinado. Tres figuras de oro desnudas yacían ante nosotros:

dos hombres y una mujer. En el oro estaban reproducidos con absoluta fidelidad todos los detalles del cuerpo humano. Pero ¡qué tamaño! La mujer tendría unos tres metros de longitud allí tendida, y el mayor de los dos hombres no tendría menos de cuatro metros y medio. Eran de cabezas grandes y algo cónicas por arriba, de mandíbulas estrechas y con una boca pequeña y de labios finos, de nariz larga y fina, ojos rectos -no oblicuos, como los de los orientales- y muy hundidos. En nada parecían estar muertos. Eran como seres humanos que durmiesen. Nos movíamos con muchísimo cuidado y hablábamos en voz extremadamente baja, temiendo despertarlos.

Vi a un lado la tapa de uno de los ataúdes; en ella aparecía grabado un mapa del firmamento, pero las estrellas tenían un aspecto rarísimo. Mis estudios de astrología me habían familiarizado con el aspecto del cielo nocturno y lo que estaba viendo era completamente distinto.

El decano de los abades se volvió hacia mí y me explicó:

– Estás a punto de convertirte en Iniciado y con ello podrás ver el Pasado y el Futuro. Pero tendrás que hacer un gran esfuerzo final. A muchos les ha costado la vida y otros muchos han tenido que abandonar la tarea.

Pero nadie puede salir de aquí vivo si no triunfa. ¿Estás preparado? Y ¿deseas verdaderamente someterte a la gran prueba final?

Dije que estaba dispuesto y con gran deseo de hacerlo. Entonces me condujeron a una losa de piedra situada entre dos de los sepulcros. Obedeciendo sus indicaciones me senté en la actitud del loto con las piernas cruzadas, el torso erguido y las palmas de las manos hacia arriba.

Encendieron cuatro barras de incienso, una por cada sepulcro y la cuarta para mi losa. Los abades tomaron cada uno una lámpara y se marcharon en fila. Al cerrarse la pesada puerta negra me quedé solo con los tres dioses antiquísimos. Pasaba el tiempo mientras yo meditaba sentado en mi losa de piedra. La lámpara que me habían dejado chisporroteaba y acabó apagándose. Durante unos momentos siguió rojizo el pabilo y sentí un olor de tela quemada, y luego también este punto luminoso se apagó.

Me tumbé de espaldas en mi losa e hice los ejercicios especiales de respiración que me habían enseñado durante tantos años. Las tinieblas y el silencio eran oprimentes. Bien se puede decir que era el silencio de la tumba.

De pronto se puso mi cuerpo rígido, cataléptico. Los miembros se me fueron durmiendo y los invadió poco a poco un frío helado. Tenía la sensación de estarme muriendo. Sí, muriéndome en aquella tumba de hacía tantos siglos. A más de ciento treinta metros bajo la superficie. Sentí una violenta sacudida en el interior de mi cuerpo y la impresión inaudita de un extraño roce y crujidos como si estuvieran desdoblando y desenrollando cuero muy viejo. Paulatinamente fue llenándose la tumba de una luminosidad azul pálida como la de la luz de la Luna en un alto desfiladero. Sentí como un balanceo, un movimiento de elevación y descenso. Por unos instantes pude imaginarme que me hallaba volando una vez más en una cometa o tirando de ella desde abajo y que subía y bajaba por la fuerza del aire. Entonces comprendí que efectivamente estaba flotando por encima de mi cuerpo carnal. Y precisamente cuando pude darme cuenta de lo que me ocurría, empecé a moverme inconfundiblemente: ascendía como una nubecilla de humo. Por encima de mí veía una deslumbrante claridad, algo así como una taza de oro iluminada por dentro. De mi cintura colgaba un cordón de Plata azulada que latía y relucía lleno de vitalidad.

Miré hacia abajo y vi mi cuerpo tendido. Yacía como un cadáver más.

Aparte del tamaño y del oro, poca diferencia había entre mi cuerpo y los de los tres dioses que tenía junto a mí. Era una experiencia absorbente. Pensé en las mezquinas preocupaciones de la humanidad actual y me pregunté cómo podrían explicarse los materialistas la presencia de estas inmensas figuras.

Pero de pronto me di cuenta de que algo obstaculizaba mis pensamientos.

Tenía la sensación de no estar ya solo. Me llegaban trozos de conversación y fragmentos de pensamientos ajenos. Por mi visión mental empezaban a pasar como fulgurantes ramalazos ciertas imágenes. A gran distancia, alguien parecía estar tocando una enorme campana de profundos tonos.

Este sonido se fue acercando rápidamente hasta que por fin fue como si estallara dentro de mi cabeza y vi gotitas de luz de colores y ráfagas de matices desconocidos hasta entonces para mí. Mi cuerpo astral era arrastrado de un lado para otro como una hoja por un vendaval. Sentí unas punzadas de dolor como si me pincharan con hierro al rojo vivo. Me sentía solo, abandonado, una insignificante partícula de un implacable universo. Descendió hacia mí una densa capa de niebla y con ella me envolvió una calma que no era de este mundo.

Poco a poco se desvanecieron las tinieblas que me envolvían. No sé de dónde me llegaba el rugir del mar y el silbante ruido de los guijarros al ser arrastrados por las olas. Aspiraba el aire salino y percibía perfectamente el olor penetrante de las algas. Era una escena familiar: me tumbé boca arriba sobre la cálida arena y estuve contemplando las copas de las palmeras. Pero algo había en mí que seguía recordándome que nunca había visto el mar y que ni siquiera había oído nunca hablar de las palmeras… De un cercano bosquecillo me llegaban unas voces rientes, voces cada vez más fuertes, porque eran las de un feliz grupo de personas muy bronceadas por el sol que se me acercaban. ¡Gigantes! ¡Todos ellos eran gigantes! Miré hacia abajo y vi que también yo era un gigante. Las impresiones se acumulaban en mi campo de percepción astraclass="underline" hace innumerables siglos la Tierra giraba más cerca del Sol y en la dirección contraria a la de ahora. Los días eran más breves y más cálidos. Surgieron formidables civilizaciones y los hombres sabían más que ahora. De los espacios celestiales llegó un planeta errante, que chocó con la Tierra. Y la Tierra salió de su órbita y empezó a girar en la dirección contraria. Se levantaron los vientos que agitaron las aguas, las cuales inundaron la Tierra y hubo diluvios universales. Espantosos terremotos sacudieron el mundo. Unos paises se sumergieron y otros emergieron. Las tierras cálidas y agradables que constituían el Tíbet perdieron sus magníficas playas y se elevaron, como disparadas, a un promedio de tres mil metros sobre el nivel del mar. Y sobre este territorio crecieron inmensas montañas que escupían ardiente lava. En las zonas más altas siguió floreciendo la fauna y la flora de aquel mundo desaparecido, pero éste es un tema que sobrepasa los límites de un libro, y una parte de mi «iniciación astral» es demasiado secreta y sagrada para que me atreva a publicarla.

Poco tiempo después sentí que las visiones se iban oscureciendo y borrando.

Gradualmente fui perdiendo la consciencia astral y la física. Más tarde experimenté la desagradable sensación del frío, pero se trataba ya de un frío normal, de un frío de este mundo, el que puede sentirse cuando se lleva mucho tiempo tendido sobre una losa bajo la helada oscuridad de una bóveda. En mi cerebro oía estos pensamientos:

– Sí, ya ha vuelto a nosotros. ¡Vamos en seguida!

Pasaron unos minutos y vi que se iluminaba débilmente la tumba.

Eran las lámparas de los tres viejísimos abades.

– Te has portado muy bien, hijo mío -me dijo el que los dirigía-.

Te has pasado aquí tres días. Ahora ya lo sabes todo. Has muerto y has vivido.