Pasado un tiempo considerable, Tansy perdió el aliento, aunque no la agresividad, y se quedó mirándome airadamente. Dije lo primero que se me ocurrió:
– ¿No le parece que usted y yo deberíamos ir de compras?
6
Cuando Tansy entendió lo que pensaba hacer, y no le costó mucho, su enfado se convirtió en sombría satisfacción.
– ¿Vamos a hacer el recorrido que hizo ella?
– Si podemos.
Quedamos en que iría a buscarla al hotel poco antes de las seis, más o menos la hora en que Topaz saliera de compras la semana anterior. Cuando llegué, ella estaba preparada, con el abrigo y el sombrero puestos.
– Eso quiere decir que me cree, y que no cree que la señorita Topaz se haya suicidado.
– No es tanto eso sino que me siento confundida. Me gusta tener las cosas claras.
Se trataba de una pieza del rompecabezas.
Vacilamos frente al hotel.
– ¿Esa tarde Topaz bajó en el ascensor privado o por el público?
– Usó el nuestro.
Eso significaba que había salido por la puerta lateral. Tansy me condujo hacia un lado del hotel, a la entrada privada, una discreta puerta con un porche pequeño y timbre propio. Traté de imaginar a Topaz allí.
– ¿Qué dirección tomaría para ir a las tiendas?
– Si eran las de lujo, de vuelta a la terraza, doblando a la derecha.
– Pero no fue a las tiendas de lujo, ¿verdad? Llevaba su vestido más sencillo.
– Las otras están por aquí atrás.
Nos alejamos del hotel por una callejuela perpendicular al mar. Vimos a niños jugar en el arroyo y tenderetes al aire libre, llenos de verduras y frutas de alegre colorido. A una mesa al aire libre de un café que hacía esquina unos hombres jugaban a los naipes. Dimos la vuelta y llegamos a una plaza con más tiendas pequeñas. Habíamos caminado doce minutos. Recordé que Topaz estuvo fuera menos de una hora, lo que le dejaba media hora para las compras, teniendo en cuenta que ir y venir llevaba veinticuatro minutos.
– ¿Qué le parece ésta, Tansy? -Ya no la llamaba señorita Mills.
Al lado de la charcutería había un aparador lleno de sombreros y cofias de aspecto tan desalentador que una mujer sólo los compraría por necesidad extrema.
– Allí compro las cosas que necesito para coser -dijo Tansy.
– ¿Venden ropa interior?
– Sí.
– Tansy, ¿ya había pensado usted hacer esto?
– No hablo este idioma extranjero. Cuando voy de compras, pido con señas lo que quiero.
Repasé rápidamente mi propio vocabulario con la esperanza de que fuera adecuado.
– Tansy, explíquemelo de nuevo, ¿cómo eran las pantaletas?
Me las describió. Aspiré hondo, entré en la estrecha tienda, con Tansy pisándome los talones, y dije lo que necesitaba a la mujer de rostro pétreo que había detrás del mostrador.
La aparición de una inglesa de mediana edad -es decir, yo- que pedía pantaletas blancas con lazos de color rosa y una combinación de muselina del mismo color provocó un siseo de la dependienta, aspirado entre dientes tan apretados que parecía que estábamos infectando el aire. Lo lamentaba, declaró con un tono que denotaba más alivio que pesar, pero no vendía nada por el estilo. Cuando insistí y le pregunté qué clase de ropa interior podía enseñarme, sacó unas cajas de debajo del mostrador y bruscamente colocó sobre éste la clase de ropa interior que le hubiera sido útil a Florence Nightingale en Crimea: corsés que semejaban camisas de fuerza y pololos que me habrían envuelto de las costillas a las rodillas.
– Ésos no -dijo Tansy a mi espalda, despectiva.
Intimidada por la expresión de la dependienta, compré una sencilla camisola y varios metros de elástico lo bastante fuerte para amarrar un barco. Tansy cogió el paquete y nos batimos en retirada.
– ¿Para qué ha comprado eso?
Con tono de disculpa dije algo sobre no hacer perder el tiempo a la gente y miré mi reloj. La transacción nos había llevado diez minutos.
– Allí está la otra.
Tansy apretó el paso, cruzó la plaza y enfiló otra callejuela. Tuve que esforzarme para mantener su paso.
– Ésta es.
La tienda también tenía sombreros en el aparador, pero de diseño más frívolo, de los que van adornados con rosas y violetas artificiales y una ocasional pluma. Eché una mirada al interior y vi que la mujer detrás del mostrador parecía tranquilizadoramente joven y amable. Entramos y abrí las negociaciones. La dependienta casi ni pestañeó. El mostrador se llenó de vaporosas prendas blancas y de colores pastel en tanto ella vaciaba una caja tras otra, volcando su contenido ante nuestros ojos. Vislumbré algo de color rosa y lo intercepté.
– ¿Tansy?
Ésta perdió el aliento.
– Idéntico.
A la dependienta le dije que me quedaba la combinación y miré entre montones de pantaletas. Cada vez que encontraba unas que podrían ser iguales, se las enseñaba a Tansy, y me fijé que la dependienta empezaba a preguntarse por qué consultaba a mi criada sobre algo tan íntimo.
– ¿Y éstas?
– No; tenían bordado inglés en la pernera, no encaje.
– ¿Éstas?
– Mejor, pero los lazos eran de otro color; rosa.
Pregunté si tenían algo igual, pero con lazos rosas, a juego con la combinación. La dependienta contestó que las tuvieron, pero que había vendido las últimas la semana anterior.
Intentando mostrarme indiferente, inquirí si se las había vendido a una inglesa. Pareció perpleja, aunque no suspicaz. Sí, las había vendido a una dama extranjera que hablaba poco francés. Se habían reído mucho, ella y la dama, que trataba de darle a entender por señas lo que deseaba, pero tenía prisa y no se entretuvo en decidirse. ¿Una hermosa extranjera?, pregunté. El objetivo de las preguntas debió de resultarle claro a Tansy, aunque no sus detalles. La sentí tirarme del codo e irritada la aparté. ¿Qué llevaba puesto la extranjera? ¿Acaso un sencillo vestido marrón y un chal de tono crema? Sí. Tansy volvió a tirarme del codo.
– Enséñele esto -dijo.
Se trataba de una fotografía de Topaz Brown, del tamaño de una tarjeta postal, vestida de gala, con los hombros desnudos, una gargantilla de diamantes, brazaletes de diamantes y más joyas para retener una pluma en el cabello. La dependienta la cogió y me miró estupefacta.
– Oui, c'était madame. Mais c'est Topaz Brown!
Hasta entonces no me había dado cuenta de cuan célebre era Topaz. Para aquella chica, que soñaba entre sombreros adornados con flores y ropa interior barata, parecía tan conocida como un miembro de la familia real y, a juzgar por su expresión, igualmente envidiable. Su primera reacción fue de orgullo de que alguien como Topaz hubiese comprado en su tienda, seguida de perplejidad.
– Mais on m'a dit qu'elle était morte.
Pasó una mirada inquisitiva de mí a Tansy y de ésta a mí. Por desgracia, contesté, era cierto, Topaz había muerto. Tenía la sensación de haberme apresurado demasiado, de moverme demasiado deprisa. Para evitar más preguntas, le dije que me llevaría las pantaletas de lazos azules también y fingí buscar la suma adecuada. Habría olvidado el paquete en el mostrador, de no ser por Tansy, que lo cogió.
Una vez de vuelta en la plaza, Tansy comentó:
– Así que las compró ella misma.
– Obviamente.
Esperaba que eso cortaría de cuajo cualquier idea absurda sobre Marie.
– Bueno, eso lo prueba, ¿no?
– ¿Qué?
– Que no se suicidó.
– Lo siento, Tansy, pero no prueba nada. Lo único que demuestra es que, ocurriera lo que ocurriese, Topaz lo planeó todo.
Sabía, además, que acababa de gastar unas libras de la organización perjudicando así nuestra causa. Al enterarse de que una mujer rica como Topaz había pasado sus últimas horas comprando ropa interior barata, un tribunal podría considerar probada una mente perturbada.