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– Dígale, por favor, que Nell Bray desea hablar con él.

Me dirigió una mirada recelosa, pero regresó unos minutos más tarde y me llevó arriba.

– Me preguntaba cuándo vendría, señorita Bray -me dijo Jules.

Vestía una bata de seda negra de solapas moradas y bebía chocolate en una taza de porcelana blanca. La habitación era tan amplia que debía abarcar toda la planta de la casa; no se parecía a nada que hubiese visto. Aparte de un enorme sofá cuadrado tapizado de blanco y un par de bancos de iglesia de madera tallada y dorada, no contenía nada de lo que la gente normal considera necesario: mesitas, adornos o cómodas sillas. Una pintura mural -un amanecer donde figuraban varias criaturas con cornamenta estirándose hacia el sol- cubría toda la pared frente a las ventanas. Un pilar de marfil con calaveras esculpidas en toda su longitud sostenía una capa de ópera y un sombrero de copa. En medio de la sala había un maniquí envuelto en un traje de ballet oriental, coronado por una cabeza de porcelana de tamaño natural. El suelo era de madera encerada y sobre él unas alfombras de Bujará formaban islotes. Jules me pidió que me sentara y escogí uno de los bancos de iglesia.

– ¿Sabe que a Topaz la entierran a las seis de la tarde en el cementerio de las afueras? Marie y el padre Benedict no pudieron conseguir nada mejor.

Dijo que iría.

– Hay algo más, señor Estevan.

– Espero poder servirle, señorita Bray.

Sentado en el borde del sofá blanco, no daba la impresión de avergonzarse por su escasa ropa o la desnudez de pantorrillas y pies debajo de la bata. Nunca había visto unos pies de hombre tan bien formados.

– Quiero una lista de los amantes de Topaz.

Silbó, sorprendido, y casi derramó el chocolate. Creo que para él constituía una derrota demostrar sorpresa, porque tras la primera reacción recuperó su habitual actitud de cinismo divertido, pero más marcada.

– ¿Está escribiendo su biografía, señorita Bray? ¿O debería decir hagiografía? ¿Contará entre las santas patronas de su movimiento?

– Eso lo dejaré a los poetas como usted, señor Estevan. Mis razones son prácticas.

Me clavó una mirada sonriente pero astuta. Sabía que deseaba preguntarme la razón, pero no iba a descender a la mera curiosidad.

– No estoy seguro de ser una autoridad al respecto. ¿No sabrá más la criada?

– Lo intenté, pero al parecer ofendí su sentido de la discreción profesional.

Jules se echó a reír.

– Pobre Tansy. Es tan desesperadamente respetable. -Esperé-. Y tuvo que recurrir a mí. Se da cuenta de que hace apenas catorce meses que conozco a Topaz, ¿no?, y casi todo ese tiempo aquí, en Biarritz. Nos vimos brevemente en París el otoño pasado y de nuevo aquí, cuando regresó en febrero.

– Pero hablaba con ella cada día, debió contarle algo de…

– ¿Sobre sus clientes? Sí, claro. Se mostraba muy abierta.

– Bien, empecemos con los de esta temporada en Biarritz.

Dejó su taza en el suelo y se enderezó.

– Creo que se ha dado cuenta de que el inglés, lord Beverley, era el favorito del momento, pero sólo en la última semana o algo más. Durante la mayor parte de febrero hubo un barón alemán, mas su salud se deterioró hará un par de semanas, así que se marchó al balneario de Baden Baden. Había un artista circense del que el barón no sabía nada, aunque no contaba porque no pagaba. Entre nosotros y el resto de Biarritz, el barón la quería principalmente para presumir de ella, por lo que Topaz se divertía con otro.

– ¿Qué habría ocurrido de haberse enterado el barón?

– No lo sé, porque nunca se enteró. La última noticia de Baden Baden es que el pobre tipo apenas puede llegar tambaleándose a las aguas.

– ¿Quién más?

– Entre el barón y lord Beverley hubo un italiano, más feo que el pecado pero dueño de la mitad del Piamonte. La llevó a París unos días, sobre todo para molestar a su esposa, que tenía una apasionada aventura con un violinista ruso.

– ¿Eso es todo?

– ¿Quiere decir que Topaz no estaba sobrada de clientes? Me inclino ante sus conocimientos al respecto, aunque, para ser sincero, pensé lo mismo. En vista de lo que sabemos ahora, entiendo por qué.

– ¿Se refiere a su retiro o su suicidio?

Jules se encogió de hombros. De camino a su casa me había preguntado si debía hablarle de la ropa interior y del pescado, y reconocer que ya no creía que Topaz se hubiese suicidado. Seguí dudando.

– Si alguno de los clientes de Topaz sabía que iba a retirarse, ¿se habría preocupado por una posible indiscreción de su parte?

Soltó una carcajada.

– Se nota la influencia de Tansy. ¿Qué quiere decir con eso de indiscreción?

– Bueno, que pudiera perjudicar a alguien comentando quiénes habían sido sus amantes…

– Querida señorita Bray, de haber publicado anuncios en los periódicos, Topaz no habría revelado nada que todo el mundo no supiera. Lo que no entiende es que, al llegar a ser amante de una mujer tan conocida como Topaz, un hombre se convertía en figura pública. ¿Acaso no se trata de eso?

– ¿De qué?

– De demostrar que puede permitirse el lujo, que tiene suficiente confianza en sí mismo. No es como si un padre de familia, buen burgués que va a misa en París o Londres, regalase un puñado de monedas de plata a una zorra por diez minutos de los que espera que nadie se entere. ¿De qué serviría pagar una pequeña fortuna a mujeres como Topaz o Marie, si nadie lo supiera?

– Entiendo.

Permanecí quieta, observando los colores que el sol hacía resaltar en las alfombras y tratando de digerir esa nueva información.

– Pero ¿no tuvo que dejar de verla lord Beverley cuando llegó su padre?

– Su padre… sí… aunque estoy seguro de que el viejo ya se habrá enterado. Y le aseguro que el joven Beverley será el héroe de sus clubes cuando regrese a casa. La pérdida de una fortuna lo vale.

– ¿Ha perdido una fortuna?

– Eso dicen.

– ¿Y el año pasado? ¿Quiénes fueron sus amantes?

Jules se llevó una mano a la sien y fingió cansancio.

– ¡Ay, querida señorita Bray!, es usted una verdadera tirana. Me está hablando de hace mucho tiempo, más que la caída de Roma. Si insiste trataré de confeccionarle una lista, pero necesito tiempo.

Acepté de momento y con rodeos me preparé para hacerle otra pregunta, una que me inquietaba desde mi conversación con Bobbie Fieldfare.

– Usted estuvo presente el miércoles pasado, cuando Topaz hizo su testamento. De hecho, fue usted testigo. No quiero dar a entender que traicionara su confianza, pero me pregunto si es posible que después se lo mencionara a alguien.

Traté de decirlo con tacto, pues pensaba que se ofendería, pero lo único que conseguí fue otra sonrisa ladeada, como si lo divirtiera a su pesar.

– ¿Mencionárselo a alguien? Sólo a medio Biarritz antes de la cena.

Sin duda mi expresión fue de desaprobación.

– Está a punto de decirme, señorita Bray, que un testamento es confidencial. De haber creído que pretendía que fuese su testamento de verdad, supongo que no se lo habría contado a nadie.

– ¿No creyó que iba en serio?

– Claro que no. No era más que una buena anécdota y Topaz se habría desilusionado si no lo hubiese comentado con cuanta gente me fuera posible.

De nuevo mi expresión debió mostrar lo que sentía.

– Verá, algunos de nosotros escribimos poemas o pintamos cuadros. A Topaz le encantaba hacer cosas inesperadas o divertidas y que se hablara de ellas. Si esa tarde, a la hora de la cena, todo el mundo no hubiese hablado del hecho de que Topaz Brown había legado su dinero a las sufragistas, yo no habría cumplido con mi deber.

– Ya veo.

Guardamos silencio un rato. Creo que le interesó darse cuenta de que la idea me dolía. Al cabo, le agradecí el tiempo que me había dedicado y dije que lo vería en el entierro. Él me informó que había prometido acompañar a Tansy. Me pregunté si era porque le parecería divertido ser visto en compañía de una criada, o si se trataba de bondad.