– Bueno, una suposición razonable. Supongamos que alguien encontró a la señorita Brown tres horas después de que ingiriera el láudano.
– No querría atestiguar esto en un tribunal, y dependería de la dosis, pero me atrevería a decir que si la hubiesen encontrado tres horas después de perder el conocimiento, podrían haberla salvado.
– ¿Y después?
– Después, ni siquiera me atrevo a opinar.
Cogió una tarjeta de invitación de la repisa de la chimenea, le dio vueltas y dejó que el sol brillara sobre los bordes dorados. Traté de revisar mi idea de la muerte de Topaz. Había supuesto que el envenenamiento constituía un proceso rápido, que el asesino, si es que lo había, podía matarla y marcharse. Pero no era así. Él o ella no tendría seguridad de que nadie encontraría a Topaz en esas tres horas, y si alguien la revivía, sin duda lo primero que haría sería acusar a quien le había dado el vino. Él o ella tendría que permanecer sentado al menos tres horas junto a la mujer dormida, quizá más tiempo, hasta que el sueño fuese irreversible. Alcé la mirada y me encontré con la del médico fija en mí.
– ¿Cuánto se necesitaría para matarla?
– Eso dependería de muchas cosas. Si la persona estaba acostumbrada a ingerir láudano, mucho tiempo. El láudano contiene apenas un uno por ciento de morfina. Hasta he oído hablar de niñeras que dan una gota a los niños en un terrón de azúcar para dormirlos, aunque yo no recomiendo esa práctica. Un adicto podría beber hasta un vaso y sobrevivir. A otra persona, un niño o un adulto enfermo, podrían matarla con una cucharadita.
– Entonces, ¿dos o tres cucharaditas en una copa de vino…?
– Podrían matar a alguien que no estuviera acostumbrado al láudano.
– Sin embargo, al salir de aquí, puedo comprar cuantos frascos quiera en cualquier botica.
– Efectivamente. Pero supongo que ha tomado Polvos de Dover de vez en cuando.
– Ocasionalmente, para dolores de estómago, cuando viajo.
– Esos polvos también contienen opio, señorita Bray. ¿Deberían encerrarse en un botiquín de venenos?
Le di las gracias y le pedí que me enviara sus honorarios.
– Creo que conoce usted a mi tía, lady Fieldfare -dijo.
– Sí. Hace poco pasamos mucho tiempo juntas.
Esto pareció alegrarlo y también avergonzarlo un poco.
– Bueno, debería decir que es mi tía política: el hermano de mi madre se casó con su hermana menor.
Me había ayudado y no resentí el que decidiera cobrarse en parte con un poco de esnobismo inofensivo.
– ¿Sabía que la hija de lady Fieldfare, Roberta, está aquí? Es una jovencita encantadora. Espero que esté durmiendo mejor.
– ¿Bobbie vino a verle con problemas de insomnio?
– Confío que no crea que traiciono la confianza de mis pacientes, señorita Bray. No era nada grave, se lo aseguro. Como le dije a la señorita Fieldfare, los viajes a menudo causan trastornos en el sueño de las damas.
Yo me había levantado para marcharme y ya estaba dirigiéndome a la puerta, pero al oírlo me quedé de piedra. Quizá los viajes trastornaran el sueño de las mujeres, pero apostaría a que eso no era algo que aquejara a Bobbie. El médico me miraba fijamente y comenté con aparente indiferencia:
– Estoy segura de que le recetó algo útil.
Mas la discreción profesional se había reafirmado. Me sonrió y dijo que esperaba que lo visitara de nuevo, si podía serme de utilidad. La recepcionista se hallaba de pie junto a su escritorio, jugueteando con una maceta de mimosas.
– La esposa del señor de David Chester llegará en cinco minutos con su hija -le dijo el médico-. Que entren enseguida.
No dudo que lo dijo por el puro placer de usar el nombre de un miembro del Parlamento, aunque la mención resultó incómoda. No deseaba conocerla y apreté el paso, con la esperanza de apartarme de su camino.
Pero la señora llegó. Acababa yo de cerrar la puerta de la reja cuando un coche de alquiler se detuvo y la mujer regordeta que había visto al lado de David Chester se apeó con torpeza y expresión de preocupación. Todo en ella era redondo: sus pantorrillas expuestas al bajar, sus ojos, sus mejillas sonrojadas, redondeces más pesadas que cómodas, como si su propio cuerpo constituyese uno de sus múltiples problemas.
En principio no me vio y se volvió hacia el coche emitiendo ruiditos quejumbrosos. El cochero no hizo ademán de ayudarla y permaneció sentado, jugueteando con las riendas, por lo que justo cuando la niña bajaba el caballo se removió y la pequeña rodó y cayó sobre una rodilla en el arroyo, sin que su madre lograra evitarlo. Sólo una persona mucho más dura que yo habría sido capaz de resistir el llanto de la niña y la angustia de su madre. La levanté -no era precisamente un peso pluma- y la dejé en el sendero.
– A ver, vamos a ver qué te ha pasado.
La niña continuó chillando. Una mancha roja apareció en su rodilla a través de su media blanca.
– ¡Ay Dios! ¡Ay Dios! -exclamó la señora Chester-. Sabía que algo iba a ocurrir.
– No se preocupe -la tranquilicé-, no es más que una rozadura.
En un intento por detener los chillidos, hice algo con la niña que siempre me da resultado con mis sobrinos.
– Vamos, sécate las lágrimas y sé un valiente soldadito.
La niña dejó de llorar el tiempo suficiente para dirigirme una mirada desconcertante, pues me recordó a su padre en el tribunal.
– Las niñas no pueden ser soldados -repuso, y volvió a chillar.
Sugerí a la señora Chester que metiera a la niña en la casa y que el médico la examinara.
– No me gusta el doctor, ¡no quiero ver al doctor!
Su madre me miró con expresión desesperada.
– No querrá entrar, no cuando está de este humor, y Louisa tiene que visitarse.
– Mami, ¿qué pasa, mami? -la voz de otra niña, mayor pero quejumbrosa, salió del interior del coche y un rostro redondo y pálido se asomó.
– Espera un minuto, Louisa. Tu hermana… ¡vamos, Naomi, deja de llorar! ¡Ay Dios!
La absoluta impotencia de la mujer me dio una idea. Pese a su gordura era como una pluma que se mueve por donde sopla el viento. En esa niñita llorona el destino me había mostrado el modo de echar a perder los planes de Bobbie, y no pensaba desaprovechar la ocasión.
– ¿Quiere que cuide a la pequeña Naomi en el jardín, mientras usted entra?
– ¡Ay Dios! ¿Lo haría? Lamento ser una molestia, pero…
Con firmeza llevé a Naomi a una glorieta frente a la casa, la senté en el banco y le vendé la rodilla con mi pañuelo.
– ¿Lo ves? Estamos bien aquí, ¿verdad, Naomi?
Mirando repetidamente hacia atrás y con saludos nerviosos, la señora Chester se dirigió a la puerta de la casa, seguida de la pálida hija mayor. Una vez cerrada la puerta, Naomi continuó lloriqueando un rato, hasta darse cuenta de que en mí no tenía un público comprensivo.
– Me duele.
– Cuenta hasta cincuenta y veremos si todavía te duele.
Llegó hasta el quince.
– ¿Eres una aya?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Te comportas como si lo fueras.
No la contradije; como identidad era tan buena como cualquier otra.
– ¿Te gusta estar aquí, en la playa?
– No. Odio el mar. Estamos aquí por los pulmones de Louisa.
Al parecer, los pulmones de su hermana le desagradaban profundamente.
– ¿Qué les pasa?
– Tose mucho, sobre todo por la noche.
– Lo siento.
– Sí, porque me despierta. Bueno, me despertaba, sólo que ahora duermo en la habitación de mami y la aya duerme con Louisa. Bueno, hasta que mami la despidió.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
– Mami dice que le faltó el respeto a papi. Mami dice que los extranjeros son irrespetuosos y sucios casi siempre, sobre todo las mujeres.
– ¿A tu mami no le gustan los países extranjeros?
– No, mami quiere regresar a casa, a Londres. De todos modos, papi tendrá que irse pronto. Mami dice que es un hombre muy importante y que el rey no puede prescindir de él.