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No puede prescindir de él, pensé, para enviar a mis amigas a la prisión de Holloway. No obstante, la odiosa chiquilla me estaba dando una buena noticia, me daba la impresión de que se necesitaría muy poco para apartar a la familia de Biarritz.

– Mi papi está en el Parlamento.

– ¿Ah, sí? ¿Tú también vas a estar en el Parlamento cuando crezcas?

Se me ocurrió que podría plantar una o dos semillas, aun en ese terreno no abonado.

De nuevo, aquella mirada parecida a la de su padre.

– Las damas no pueden estar en el Parlamento. Voy a casarme con el primer ministro y tener muchos vestidos con colas largas y tomaré el té con la reina.

Gradualmente se olvidó de la rodilla y parloteó como si me conociera desde hacía años. En casa, en Knightsbridge, tenía un perico y sentía muchas ganas de verlo, y un perrito que pertenecía a su madre. Louisa debía tomar muchas horribles medicinas, pero siempre le tocaba repetir durante la comida, por eso de que debían fortalecerla. Papi prefería a Louisa porque era la mayor, pero su cabello no era tan largo como el de Naomi, ni mucho menos. Para mí, casi todo lo que decía era como el zumbido de las abejas en el jardín. Finalmente, la señora Chester salió, con Louisa cogida de la mano, y expresión más distendida.

Diríase que ahora que había tenido tiempo de serenarse me veía bien por primera vez y, para mi alivio, no dio muestras de reconocerme. Claro, era de las que deja a su marido todo lo que se refiere a la política y los tribunales.

– ¿Te has portado bien, Naomi? Se lo agradezco mucho, señorita…

– Señorita Jones, Jane Jones -contesté.

– Es una aya -precisó Naomi y no la contradije.

Juntas nos dirigimos hacia el carruaje de alquiler; Naomi me tenía la mano cogida con su manita regordeta y caliente.

– ¿Podemos dejarla en algún sitio, señorita Jones?

– Muy amable.

Di el nombre de un hotel bastante alejado del mío y le pregunté cómo había ido la consulta con el médico.

– Está bastante contento con ella, ¿verdad, Louisa? Dice que tiene que seguir tomando la medicina y que debemos asegurarnos de que duerma la siesta.

Louisa hizo una mueca. Yo estaba segura de que no le pasaba nada que no se curase con ropa más holgada y unas buenas carreras en la arena, pero el doctor Campbell no podía comprar pinturas de Whistler con esa clase de tratamientos.

– Y estoy segura de que mejorará cuando se la lleven de Biarritz -comenté con entusiasmo.

– ¿Qué? -La señora Chester abrió los ojos tanto como la boca.

– Es un lugar muy poco saludable para los niños -añadí-, pero por supuesto no hay remedio si su marido tiene que venir. Estoy segura de que Louisa se curará cuando regresen a casa.

– Pero… pero… todos dicen que es un lugar muy saludable.

– Bueno, eso les conviene a los franceses, ¿no?

– Pero el rey viene aquí. -Era una demanda de ayuda a la máxima autoridad.

– Sí, pero él tampoco tiene muy buen aspecto, ¿verdad? Y me he enterado… -Bajé aún más la voz, cual si le estuviese contando un secreto de Estado-. Me he enterado de que el año pasado casi no vino, tal era su miedo a una epidemia de cólera. Claro, fingieron haber hecho algo para mejorar el sistema de desagüe y echaron tierra sobre el asunto, pero…

– El sistema de desagüe, ¡ay Dios, ay Dios!

Me miró fijamente y me alarmé al ver que gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

– ¡Ay Dios!, ¿qué dirá mi marido?

– Su marido no puede culparla por el estado del sistema municipal de desagüe. -Me temo que fui más brusca de lo que sería un aya, pero ella no reparó en ello.

– Ni siquiera quería venir. Es un hombre muy ocupado. Pero haría cualquier cosa por Louisa, así que cuando el médico de Londres recomendó Biarritz, lo convencí y… ¡ay, Dios!

Las niñas permanecieron impasibles, como si estuvieran acostumbradas a ver a su madre llorar. Me habría culpado de crueldad, salvo que estaba intentando evitar una peor causa de llanto. Ahora bien, cuando vi lo que ese hombre había hecho con su esposa y sus hijas, casi deseé dejar que Bobbie le disparara.

Insistí.

– Y hay otras cosas.

– ¿Otras cosas?

Sus ojos se pasearon nerviosamente por el carro, como si esperara ver los bacilos de la peste.

– Cosas de las que no debemos hablar frente a las pequeñas. -Naomi empezó a escuchar ávidamente-. Algunas de las personas que vienen aquí y se exhiben descaradamente por el paseo. No puede imaginarse…

Por su expresión, me di cuenta de que me había entendido y casi habría deseado que continuara, de no ser por la presencia de las niñas.

– En fin, si pudiera elegir regresaría a Inglaterra mañana mismo.

Aparte de entregarle horarios de trenes, no creí poder hacer nada más. Con suerte, la familia Chester regresaría a casa en unos días. Aunque Bobbie los siguiera, en Londres contaría con menos oportunidades y los demás miembros de la organización la mantendrían a raya.

Frente al hotel que había nombrado me bajé con sensación de trabajo bien hecho. Por un rato me había ocupado de uno de los problemas y ahora podía concentrarme en el otro. Encontré una botica y por curiosidad pedí un frasco de láudano. El boticario cogió mi dinero, envolvió un frasco en papel azul y me lo entregó casi sin mirarme. Así de sencillo.

9

Esa tarde Topaz Brown fue enterrada en un cementerio en la cima de un acantilado. Acudí temprano, cuando dos peones todavía estaban cavando la fosa, me situé entre las tumbas y observé la carroza fúnebre, tirada por dos caballos negros con plumas que se movían al ritmo del vehículo al subir con estrépito el empinado camino; detrás iban dos carruajes. Del primero salió un cura bajito y atildado, seguido de una mujer con capa negra y sombrero muy elegante, espeso velo y ramos de azucenas blancas y malva en los brazos. Cuando se acercaron me percaté de que debía ser Marie de la Tourelle.

En el segundo iban Tansy, Jules Estevan y el abogado calvo. Tansy y Jules formaban una extraña pareja al andar entre tumbas, él alto y con elegante traje sastre, ella aferrada a su brazo, con su grueso abrigo negro, más pequeña que nunca. A cierta distancia llegaba un automóvil. Me fijé que los cinco recién llegados lo observaban; me encontraba lo bastante cerca para oír el jadeo de Marie cuando del coche se apeó un hombre. Vestía de modo extraño para un entierro: esmoquin, capa y sombrero de copa. Dadas las circunstancias, lord Beverley hacía gala de una gran cortesía al encontrar tiempo para presentar sus últimos respetos a Topaz. Cuando los portadores hubieron bajado el féretro a la tumba, las seis personas se acomodaron alrededor de la fosa abierta, el cura a un lado, Marie cerca de él, Tansy tan lejos de Marie como pudo, Jules a su lado, y el abogado revoloteando entre ellos. Tras mirar en torno con aire perdido, como preguntándose cuándo empezaría la siguiente carrera, lord Beverley se colocó junto a Tansy.

Yo esperaba que la ceremonia se desarrollaría sin la presencia oficial de la Unión Social y Política de Mujeres cuando, con un chirrido, se abrió la puerta del cementerio y la corona más grande que hubiese visto en mi vida entró caminando. Ésa al menos fue mi primera impresión, porque no había reparado en Bobbie y Rose. El borde de la corona era de laureles y el interior de flores blancas, y el centro de violetas púrpuras. Un lazo exigía «El voto para las mujeres». El arreglo floral se detuvo no muy lejos de Tansy, quien miró a Rose de reojo. Atrapada entre la corona y Marie con sus azucenas, estaba roja de rabia. Sentí alivio cuando el cura empezó sus oficios.

Durante el servicio tuve la inconfundible sensación de ser observada, y no por alguien del grupo ante la tumba, cuya atención estaba centrada en el cura y los unos en los otros. Finalmente dejé que mi mirada siguiera los dictados de la sensación. A menos de veinte metros se hallaba un hombre rechoncho, bien afeitado, de sobretodo y sombrero negros, contemplando todo atentamente. Al parecer hacía lo mismo que yo: asistía al entierro pero permanecía lo bastante alejado para evitar el contacto con los demás. De hecho, por el modo en que se había colocado junto a un ángel de piedra, diríase que se escondía. El señor Sombra de Tansy, sin duda, el que nos había seguido cuando fuimos de compras, el hombre del abogado que había dicho que deseaba ver los papeles de Topaz. Bueno, quizá Tansy se lo creyera, pero yo no. En mi opinión se notaba a la legua que era un policía de paisano. Típico de la policía enterarse del legado de Topaz aun antes que nosotros, pensé, y enviar a alguien a husmear y hacer lo posible por desacreditarnos.