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– Marie parecía pensar que había vuelto a cambiar de opinión. Según ella, usted consideraba a Topaz vulgaire.

– ¿Ah, sí? Bueno, si eso significa que le gustaba divertirse y no le importaba quién lo supiera, entonces supongo que Topaz era vulgar, pero del mejor modo posible, ¿me entiende? Después de la Pucelle supuso un alivio.

– ¿Marie era temperamental?

– A Marie le gusta interpretar el papel de diosa.

– Y puesto que usted pagaba los gastos, no le agradaba hacerlo con reverencia hierática.

Suspiró.

– Es usted asombrosamente directa, señorita Bray.

Por suerte, no había herido su aristocrático oído con algunas de las cosas que había escuchado en la cárcel de Holloway.

– En todo caso, tengo la impresión de que Marie… eh… cuando no está trabajando, por así decirlo… prefiere a las mujeres.

Estaba demasiado oscuro para verlo, pero creo que se había sonrojado.

– Lord Beverley, ¿me equivocaría al pensar que todo esto es algo relativamente nuevo para usted?

– ¡Oh! Caray, uno conoce un poco de mundo…

– Me refiero a mujeres como Marie y Topaz.

– Se está preguntando cómo un tipo como yo puede competir, ¿verdad? ¿Quiere decir que no se ha enterado del golpe de suerte que tuve?

Le expliqué que era una recién llegada a Biarritz.

– ¡Pero todo Londres lo sabía también! Gané diez mil libras en una tarde en las carreras de primavera de Cheltenham. Y me dije que iba a gastármelo todo. Bueno, me voy a casar el mes que viene y ya no tendré muchas oportunidades. Ya casi se me ha acabado el dinero, por desgracia, y mi padre ha llegado a leerme la cartilla. Les jeux sont faits, o sea, las cartas están echadas, por así decirlo. Y ahora, para colmo, Topaz está muerta.

Parecía apesadumbrado. Escuchamos las olas un rato.

– Probablemente fui el último hombre con quien estuvo, por así decirlo -dijo de pronto.

– ¿Cuándo?

– La noche antes de que se suicidara, el martes.

– ¿Parecía desdichada?

– No; estaba muy alegre, fue uno de nuestros mejores momentos.

– ¿No tenía usted cita con ella para el miércoles por la noche?

– Habíamos hecho planes para pasear en automóvil por la costa, pero tuve que cancelarlo. Me enteré de que mi padre venía de camino y se requería la presencia del hijo pródigo arrepentido.

– ¿Cuándo lo canceló?

– Le envié una nota el miércoles, temprano por la mañana.

Así que Topaz se había encontrado con el miércoles por la noche inesperadamente libre. Fuese lo que fuese que había planeado, debió de hacerlo ese mismo día.

– Señorita Bray, ¿puedo preguntarle algo? Ese arrebato de su criada, eso de que Topaz fue asesinada… ¿es cierto?

– Tansy está angustiada. Cree que Marie envenenó a Topaz.

– Pero ¿por qué? ¡Por Dios!

– Celos, por usted.

Lord Beverley gruñó.

– Espero que mi padre no se entere de eso. Por unas canas al aire hace la vista gorda, pero estar metido en esta clase de cosas, bueno, eso sería el colmo.

– ¿No lo cree?

– Es una locura. Haga algo, por favor, para que esa mujer deje de decir esas cosas.

Le prometí hacer lo que pudiera; después de todo, todavía necesitaba su ayuda.

– Lord Beverley, le agradecería que me explicara un poco cuál era el procedimiento cuando visitaba a Topaz.

– ¡Por Dios, señorita Bray…!

Creo que sintió el impulso de saltar fuera del coche y huir.

– Por ejemplo, supongo que usaba la puerta privada del hotel. ¿Le dio una llave?

– ¡Oh, no! Tocaba el timbre y la criada bajaba para dejarme entrar. Subía en el ascensor mientras la criada esperaba abajo. Supongo que subía más tarde.

– ¿Alguna vez entró por la puerta principal?

– No, eso no se hacía.

Empezaba a relajarse de nuevo, aunque obviamente se sentía intrigado.

– Otra cosa: cuando le envió a Topaz la nota comunicándole que no la vería el miércoles, ¿le envió algo más?

– No.

– ¿Alguna vez le envió un ópalo girasol en un colgante?

– No, nunca le di joyas. Alguna que otra flor, sí, pero dejó bien claro que prefería el dinero contante y sonante. Eso ahorraba problemas.

– Cuando estuvo con ella el martes, ¿le habló de una broma que estuviera planeando?

– Pues no, que yo recuerde. Nos reímos mucho, eso sí; uno solía reír con Topaz.

Suspiró y yo dije que sería mejor que fuese a cenar.

– No puedo decir que eso me entusiasme mucho. Probablemente recibiré un sermón del viejo, sobre cómo ser un buen marido y padre. ¡Caray, señorita Bray!, ustedes las mujeres se quejan de no tener oportunidades, pero a veces la de los hombres es una vida de perros, ¿sabe?

Sugerí que eso lo dijera en la Cámara de los Lores.

– Va a hacer que esa criada de Topaz deje de contar tonterías, ¿verdad? Aparte de lo demás, Marie no pudo haberla asesinado el miércoles por la noche. Tiene una… ¿cómo se llama?… una coartada.

– ¿De veras?

– Estuvo cenando en el comedor del hotel hasta pasada la medianoche. Lo sé porque yo tenía miedo de que viniera a decirme algo mientras estaba con mi padre. Por suerte no lo hizo.

– ¿Con quién cenaba?

– Con un yanqui rechoncho. Parece que es productor de teatro que va a darle el papel de María Estuardo o Cleopatra o algo así. De todos modos, allí estaban con las cabezas muy juntas, así que es una tontería eso de Topaz.

Me ayudó a apearme del coche y, luego de encender el motor nuevamente, se alejó por el paseo con estrépito; con una mano conducía y con la otra se levantó el sombrero de copa para despedirse.

Por mi parte, caminé hasta encontrar lo que buscaba, y no fue una caminata larga. Había carteles por toda la ciudad y me había fijado en ellos por casualidad, sin darme cuenta de que contenían algo significativo, porque el cartel de un circo se parece siempre a los demás. Bueno, hasta que se miran atentamente desde el vestíbulo de un hotel y se ve un caballo blanco sobre las patas traseras montado por un jinete enmascarado, con la capa ondeando y sombrero con plumas en la mano izquierda. «El Cid y su maravilloso caballo blanco», rezaba el cartel. Había funciones diarias a las cinco de la tarde y a las ocho de la noche. Al decirle a lord Beverley que no sabía quién era el jinete del caballo blanco, le había dicho la verdad. Pero tenía mis sospechas y no compartía su idea romántica de la despedida de un príncipe anónimo.

Sin embargo, el Cid tendría que esperar hasta la mañana. Pasé las siguientes horas a la puerta de una tienda, vigilando las habitaciones encima de un colmado, en una calle poco elegante, donde, según me había dicho Rose, se alojaban ella y Bobbie. Poco después de que me apostara, Rose regresó sola, con andar abatido, arrastrando los pies y con aire deprimido. Más de una hora después llegó Bobbie, también sola, con paso tan resuelto como siempre. Esperé, alerta por si salía un joven vestido con ropa informal, pero a medianoche ninguno de los dos había aparecido. Para entonces, creyendo que David Chester se hallaría a salvo en su cama, decidí ir a la mía. Me pregunté si lord Beverley había disfrutado la velada con su padre y si era posible que alguien fuese tan inocente como parecía serlo él.

10

A la mañana siguiente caminé hacia el Champ de Pioche, un espacio abierto donde acampaba el circo, a un kilómetro y medio en las afueras de la ciudad. A juzgar por el ruido y los olores, llegué justo cuando estaban aseando a los animales. Nadie pareció fijarse en mí cuando pasé frente a la gran carpa y entré en el pueblecito formado por caravanas, chozas y jaulas. Finalmente me detuve ante un chico pelirrojo que vestía un sobretodo varias tallas grande, y le pregunté en francés dónde encontrar al Cid. Contestó con un perfecto acento de Liverpool que lo hallaría en las caballerizas; recto, más allá de las llamas y a la izquierda, después de los camellos. Las caballerizas eran estructuras de madera y tejado de lona, sorprendentemente sólidas para un circo ambulante. Por encima de las medias puertas de los compartimientos se veía una fila de brillantes ancas que se movían; se percibía el olor a paja fresca y se oía la masticación. Vi a un hombre echar estiércol en una cesta con una pala, y también a él le pregunté por el paradero del Cid. Me sonrió con picardía, echó otra palada y exclamó alegremente: