– ¡Sid, te busca una dama!
El rostro que se asomó desde el último compartimiento era tan moreno y arrugado como el de un marinero, de brillantes ojos oscuros bajo un cabello negro. El hombre llamado Sid me miró y se acercó a saludarme, limpiándose las manos en el pantalón. Era más bajo que yo, de la talla de un jockey, pero de hombros tan anchos como un boxeador; vestía un jersey gris, era patizambo de tanto montar y aparentaba unos cuarenta años o más, pero caminaba con un aire satisfecho de sí mismo: un típico ejemplar de gallo sobre un montón de excremento. Pensé en lord Beverley y su realeza europea y no pude evitar sonreír. El hombrecillo me devolvió la sonrisa.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señora?
Su voz podría oírse en cualquier mercadillo de Londres.
– Creo que conocía usted a Topaz Brown.
Asintió con la cabeza, muy tranquilo.
– Me llamo Nell Bray y quisiera hablar con usted.
– Sidney Greenbow, para servirle, conocido también como El Cid. Estoy cepillando a Grandee. Entre y podemos charlar mientras lo hago.
El otro hombre había dejado de recoger estiércol y me sonreía maliciosamente, curioso por ver si aceptaba la invitación. Sid Greenbow abrió la media puerta y lo seguí al compartimiento tenuemente iluminado. La dorada paja me llegaba casi a las rodillas. Un reluciente caballo blanco dejó de comer del pesebre y volvió la cabeza hacia mí, relinchando. Le acaricié el hocico, que me pareció tan suave como el pelaje de un gato.
– ¿Fue Grandee el que llevó anoche al entierro de Topaz Brown?
– Por supuesto; sólo lo mejor para Topaz.
El equino volvió a su comida y Sidney cogió cepillo y almohaza y le alisó la ijada con largos movimientos elípticos. A cada tercera caricia pasaba el cepillo por la almohaza, produciendo un sonido trémulo y áspero y sin dejar de silbar suavemente entre dientes. No mostró ninguna curiosidad por la razón que me había llevado allí, y durante unos minutos me limité a observarlo trabajar.
Finalmente pregunté:
– ¿Hacía mucho que la conocía?
Para entonces, estaba cepillando el vientre del caballo y no alzó la mirada ni interrumpió su trabajo.
– Doce años o más. Cuando la conocí actuaba en teatros de variedades. Yo mismo hacía un número: «Cuthbert, el caballo que calcula», un animal panzón y pío al que le gustaban las pastillas de menta; de modo que de vez en cuando nos encontrábamos en el mismo programa.
– No sabía que Topaz hubiera actuado en teatros de variedades. ¿Qué hacía?
– Muy poco. Formaba parte de un dúo que cantaba canciones de moda llamado las Hermanas Chanson, aunque, claro, no eran más hermanas que yo. La otra era la que cantaba y Topaz adornaba, sólo que no se llamaba Topaz; ese nombre lo adquirió cuando se metió en su profesión actual… o más bien, pasada.
Parecía pesaroso pero no desconsolado, aunque quizá resulte difícil parecer desconsolado cuando se está cepillando suavemente alrededor de las partes íntimas de un caballo. El animal se movió, pero se calmó cuando Sid le susurró unas palabras.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Unos diez años. Durante un tiempo hizo ambas cosas: seguía actuando un poco en los teatros de variedades, pero le fue tan bien en lo otro que lo dejó por completo.
– Pero ¿usted continuó viéndola?
De un estudio sociológico que había leído al respecto, sabía que la mayoría de prostitutas tenía una especie de administrador y guardián que se quedaba la mayor parte de los beneficios, y pensé que éste podría haber sido el papel de Sid Greenbow en la vida de Topaz.
– No, continuamente no. La veía de vez en cuando, tomábamos una copa y nos contábamos cómo nos iban las cosas. Lo bueno de Topaz es que, por muy famosa que fuera, nunca se mostró altanera. Recuerdo una noche en que la vi salir del Empire del brazo de un ricachón; yo acababa de terminar mi actuación, así que todavía llevaba mi traje de gitano. Sin pensar, le grité: «¿Qué tal, Topaz?» Ella se volvió, me sonrió y contestó: «Bastante bien, Sid. ¿Vas a decirme la buenaventura?» Debió ver la cara del tipo, a quienes la vieron les encantó. Haría cualquier cosa para reír, así era Topaz.
– Y cuando empezó a viajar, ¿iba usted con ella?
– Claro que no. Tenía mi actuación, ¿no? Para entonces me había juntado con un irlandés; habíamos preparado un número cómico de cosacos y recorríamos los circos. Pero de vez en cuando coincidíamos en un sitio y nos reuníamos, y así.
Se movió de lado y empezó a cepillar los muslos traseros del caballo. Sentí alivio al ver que estaba más que dispuesto a hablar, pero me preocupaba lo que podría hacer cuando le preguntara por su relación más reciente con Topaz. Por lo que había dicho Jules, se trataba de mucho más que una copa ocasional.
– ¿Sabía que estaría aquí, en Biarritz?
– ¡Oh, sí! Traté de arreglármelas para estar aquí al mismo tiempo que ella. Quería que viera actuar a los dones; después de todo, era accionista.
– ¿Accionista de qué?
– De esto. -Golpeó suavemente la ijada del equino con el cepillo-. Grandee y los demás. Me dio el dinero para comprarlos.
– ¿Los dones?
– Los caballos. Los llamo así porque son españoles de alta alcurnia. Le dije: «Puede que tú y yo saliéramos del arroyo, pero somos propietarios de seis caballos con mejor pedigrí que la mitad de la realeza de Europa.» Eso le gustó.
– ¿Pagaron mucho por ellos? Silbó.
– ¡Por supuesto! Mil por Grandee, es el semental; quinientas por los dos castrados y dos mil por las tres yeguas. Se las enseñaré después. Tenemos que guardarlas al otro lado a causa de Grandee.
Eso ascendía a tres mil quinientas libras de carne de caballo.
– ¿Y ella lo pagó todo?
– Menos unos cientos que yo tenía ahorrados. Lo que ocurrió fue que me encontré con ella en París hace tres años. Me iba mal porque el circo con el que andaba había quebrado. Tomamos nuestra copa, como siempre, y le hablé de unos caballos que, según me había enterado, estaban a la venta en Barcelona. El propietario había muerto y en el mundillo del circo sabíamos que eran caballos de primera. Se lo conté a Topaz sin ninguna intención y comenté que podría montar un gran número con caballos así. Sabía que me era imposible conseguirlos, que sería más fácil que el arcángel Gabriel bajara y se sentara en una jaula de canario. Y ella, tan tranquila, va y me dice: «Bueno, ¿y por qué no los compramos?» Por supuesto, al principio creí que era otra de sus bromas, pero dijo que le sobraba algo de dinero, y no cejó hasta que prometí que iríamos a Barcelona en cuanto ella tuviera tiempo y los compraríamos. Y eso hicimos.
– ¿Dice usted que era accionista?
– Sí. Hicimos un negocio formal. Yo tenía derecho de trabajar con ellos durante tres años, de mejorar mi número. Después de eso empezaría a pagarle, hasta que al final, cuando le hubiese pagado el capital y quinientas libras de interés, los dones serían míos.
– Le tomaría mucho tiempo pagar tanto dinero, ¿verdad?
– No tanto como se imagina. Nos va muy bien, a mí y a los dones. Después de Biarritz voy a Niza y luego a París para el verano, y de vuelta a Londres para la Navidad. En todo caso, a Topaz no le habría importado, nunca me habría exigido dinero que no tuviera.