Asintió con la cabeza.
– ¿Le sorprendió?
– Era su dinero.
No parecía resentido.
– ¿Esperaba que le dejara algo a usted?
– ¿Por qué habría de hacerlo? No pensábamos en la muerte, ni ella ni yo. Si llega, llega y punto.
– ¿Le contó que pensaba retirarse este año y comprar un viñedo?
– Este año no. Pero sabía que estaba pensando en ello. ¿Supone alguna diferencia, para ustedes, por eso del dinero, saber quién la asesinó?
– No debía importar. -No deseaba mencionar las complicaciones legales.
– ¿Entonces?
– Supongo… supongo que me parece injusto recibir su dinero sin tratar de que se le haga… justicia. -Me sorprendí al expresarlo así, pero lo decía en serio.
Sid me dirigió una de sus sonrisas ladeadas. Su mano acariciaba una esterilla echada sobre la puerta de la cuadra. Parecía necesitar acariciar algo todo el tiempo.
– ¿Le servirá de algo a ella?
Permanecimos apoyados en la puerta un rato, tan juntos que percibía el ritmo de su respiración. Luego dije que tenía que irme y él se ofreció a acompañarme hasta la salida. Casi habíamos llegado cuando preguntó:
– ¿Usted conocía a Topaz?
– No, personalmente no.
– Usted es como ella en algunos aspectos. No me refiero a lo físico, sino a que cuando quería algo no cejaba hasta conseguirlo.
Lo tomé como un cumplido.
Camino de vuelta a la ciudad la frase de la última nota de Topaz me rondaba por la cabeza: «Pagaré por una carrera.» Había creído que se refería a la suya propia, pero ¿y si el pagaré era por la de otra persona? Por lo que explicó Sid, cuando Topaz lo ayudó intervenía en un número cómico de cosacos y le iba mal. Ahora Cid era propietario de seis de los mejores caballos que vería en mi vida. Todos hablaban de la generosidad de Topaz, pero sin duda tenía límites. Quizá, si necesitaba dinero para su viñedo, había exigido el pago de alguna deuda. Pensé en el Cid acariciando la ijada blanca del semental y hablando de ropa interior de satén. Me detuve frente a uno de los carteles del circo y vi al Cid, enmascarado y con capa, sobre su caballo blanco con las patas delanteras levantadas. Funciones a las cinco y las ocho de la noche. «Sabía que a las ocho yo estaba en la pista.» Pero un hombre enmascarado, con capa y montado en un caballo se parece a cualquier otro, y Sidney Greenbow no sería el único jinete del circo. «Pagaré por una carrera.»
11
Casi era mediodía cuando me encontré de nuevo en el hotel de Topaz, frente a su puerta privada. El sol calentaba y permanecí aturdida un momento, tratando de calcular. Su nota decía las ocho de la noche. Si su invitado era puntual y si Topaz se había bebido el vino envenenado casi enseguida, estaría profundamente dormida a las nueve o, a lo más, a las nueve y media. Pero si el doctor tenía razón, su coma no habría sido irreversible hasta pasada la medianoche. Supuse que el asesino conocía los efectos del láudano y sabría que no convenía irse antes de, digamos, la una de la madrugada. Por otro lado, si se marchaba en cuanto Topaz perdía el conocimiento, tendría que regresar poco después de la una, para asegurarse de que todo había funcionado como estaba previsto. Bajo todo punto de vista sería más seguro quedarse. Entonces pensé en la implacabilidad que se requiere quedarse horas enteras contemplando el sueño de una mujer a la que se está asesinando, y me estremecí pese al sol. En todo caso, que se quedara o regresara, el asesino tuvo que salir de la suite de Topaz entre la una de la mañana y el alba.
Observé la puerta. No había luz encima de ella y la farola más cercana se hallaba en la esquina, a unos treinta metros. Aun al mediodía poca gente iba y venía por la calle: el asesino no podía haber encontrado una vía de escape más segura. Mientras estaba allí, pensando, me había percatado a medias de una voz cercana, una voz chillona que hablaba en francés. Había supuesto que se trataba de un niño y al darme la vuelta me sorprendió ver un robusto cuerpo de adulto de no más de un metro cuarenta de estatura y un rostro surcado de arrugas. Vestía pantalón de franela gris y una chaqueta de tweed que le llegaba hasta las rodillas. Con su voz aguda pedía, con insistencia y cortesía, unos sous. Rebusqué unas monedas y se las di, sorprendida por la formalidad de su agradecimiento. Pero no se marchó. Le pregunté su nombre.
– Demi-Tasse, Demi para mis amigos. -Hablaba francés con fuerte acento vasco.
– ¿Dónde vive, Demi?
Sonrió y señaló la parte trasera del hotel, donde estaban la puerta de la cocina y los cubos de la basura.
– La vi dar pescado a los gatos. ¿Lo guardará para mí la próxima vez?
Empecé a preguntarme cuántas personas me habían visto ese día de compras; primero el señor Sombra y ahora Demi-Tasse. De todos modos, él era un regalo de los dioses.
– ¿Pasa todo el tiempo en la calle?
– Antes, sí.
– ¿Antes?
Miró hacia el torreón de Topaz.
– Sí, gracias a ella.
– ¿La dama inglesa?
– Sí, la que ha muerto.
Lo primero que pensé fue que el hombrecillo albergaba una pasión imposible por Topaz Brown. Aún no conocía Francia lo suficiente.
– Los hombres se sentían muy satisfechos después de haber estado con ella. Yo pedía sous y me daban unos cuantos, a veces mucho más.
– Pero ¿sigue esperando aquí?
– Quizá tenga que irme a otro lado y eso me apena.
– Demi-Tasse, ¿le gustaría comer conmigo?
Sus ojos brillaron. Lo llevé a la taberna de la esquina de la plaza, la que había visto cuando fui de compras con Tansy. Recibimos unas miradas extrañas cuando pedí estofado de buey para dos.
– El vino aquí es muy bueno también -comentó.
Su serenidad era casi total, pero las miradas que echaba a la comida de los demás comensales inducía a éstos a alejar sus platos. Con prudencia, pedí media jarra de vino; no me convenía emborracharlo. No obstante, haciendo gala de humanidad, esperé a que acabara su estofado antes de interrogarle.
– ¿Solía vigilar cuándo salían hombres de la puerta especial de Topaz?
Demi asintió con la cabeza.
– ¿Recuerda esa última noche, la noche antes de que la encontraran muerta?
– Sí, la recuerdo.
– ¿Dónde estaba usted?
– En la calle junto a su puerta.
– ¿Cuándo?
– Como siempre, después de acabar de pelar patatas en la cocina, o sea hacia las siete.
– ¿Tiene reloj?
– No. Oigo las campanadas del de la iglesia.
– Bueno, cuando estaba vigilando la puerta de Topaz desde poco después de las siete, ¿vio entrar a alguien?
– No; vi salir a alguien.
– ¿Quién?
– La otra inglesa, su criada, creo.
– ¿Habló con ella?
– No; nunca me da nada. Siempre está enfadada.
– ¿Cuándo salió?
– Después de las siete y antes de las ocho.
– ¿Vio a alguien más antes de las ocho?
– No.
– ¿Está seguro?
– Sí.
– Entonces, ¿qué hizo?
– Esperé, como de costumbre. Pero tuve ganas de hacer pipí y fui al otro lado de la esquina y por eso no vi al caballero.
Mi mano se movió bruscamente y casi derramé el vino.
– ¿Qué caballero?
– Cuando volví había un caballero frente a la puerta.
– ¿Entrando?
– No; saliendo. Estaba cerrando la puerta; oí cómo la llave giraba en la cerradura.
Tansy y Sid habían dicho que Topaz nunca le daba la llave a nadie.
– ¿Está seguro de que nadie entró por esa puerta desde que la criada se fue hasta que vio a ese caballero salir?
– Seguro.
– ¿Qué hora era cuando lo vio?
– Más o menos las nueve y media.