– ¿Lo reconoció?
– No; estaba oscuro.
– ¿No lo siguió para pedirle dinero?
– No corro detrás de la gente en la calle, eso es para críos.
Reproche digno, por lo que me disculpé.
– Esto es muy importante, Demi. ¿Hacia dónde se encaminó el caballero?
– Hacia el mar.
– ¿Cómo iba vestido? ¿Era alto, bajo, gordo, delgado?
– Iba vestido como cualquier caballero; sobretodo negro y sombrero de copa negro. No sé si era gordo o delgado, por el sobretodo. ¿Alto? -Se encogió de hombros-. Como todos.
A Demi cualquiera le parecía alto.
Me sentí a la vez satisfecha y asustada, como cuando se frota una lámpara y sale un genio. Había deducido que alguien había salido de la suite de Topaz después de las nueve, pero no esperaba que tomara cuerpo. Aunque ese caballero gordo o delgado, alto o bajo, no era sino una sombra de realidad, no pude evitar un estremecimiento. Volví a llenar los vasos, pedí otra media jarra y queso camembert para dos.
– Entonces, ¿qué hizo usted?
– Esperé.
– Pero el caballero se había marchado.
– Esperé. ¿Qué más tenía que hacer?
– ¿Vio a alguien más?
– Sí. Después de las diez llegó otro hombre, el caballero nervioso.
– ¿Entró?
– No. Por eso lo llamo caballero nervioso. Caminaba arriba y abajo, arriba y abajo, frente a la puerta. Pensé: no sabe si atreverse a llamar al timbre.
– ¿Se acercó a hablar con él?
– No; me quedé en la sombra de mi lado. De haberme visto podría haberse marchado.
Probablemente sabía, por experiencia, que los hombres nerviosos no llevaban sous.
– ¿Era el mismo caballero que vio salir?
Demi negó con la cabeza, concentrado en el trozo de camembert que se acercaba.
– ¿Por qué está tan seguro? No sabía cómo era el otro caballero.
– El segundo no vestía esmoquin y caminaba de modo diferente. El primero andaba así. -A ambos lados del plato sus dedos caminaron con paso resuelto y pesado-. El otro lo hacía así. -El ritmo era más ligero y rápido-. Caminaba de arriba abajo, se detenía un rato, y echaba a andar otra vez. Estuvo allí mucho tiempo.
– ¿Cuánto?
– Se marchó pasada la medianoche.
– ¿Hacia dónde?
– Hacia el paseo, como el otro.
– ¿Sin haber entrado?
– Sin haber entrado. Me compadecí de él.
No me agradaba hacer la siguiente pregunta, pero no me quedaba otro remedio.
– ¿Cómo era el segundo? Lo estuvo contemplando más de una hora y media, debe recordar cómo era.
Cortó un trocito de camembert y se lo llevó a la boca, saboreándolo a la vez que reflexionaba.
– Hay una farola en la esquina del paseo, muy lejos de la puerta de la señora.
– Sí, la he visto.
– A veces, cuando caminaba, se acercaba a la lámpara y lo veía mejor, pero no mucho, porque estaba lejos.
– De acuerdo, pero ¿cómo era?
No creo que me estuviera haciendo esperar adrede, pero el efecto fue equivalente. Tragó el queso y habló con parsimonia, entrecerrando los ojos para pensar.
– No era gordo; bastante joven; llevaba chaqueta y pantalones y una gorra; se la quitó un momento, su cabello era oscuro.
– ¿Lacio o rizado?
– No creo que fuera lacio.
Esperé, mas ya no dijo nada. No obstante, los pasos cuyo ritmo los dedos de Demi habían marcado bastaban para preocuparme.
– ¿Y ese joven caminó de arriba abajo frente a la puerta de Topaz desde algún momento después de las diez hasta pasada la medianoche?
– Sí.
– ¿Regresó?
– No. Nadie vino.
– ¿Estuvo vigilando toda la noche?
– No; uno también tiene que dormir. -Lo dijo como si tuviera una cama de doseles y un mayordomo esperando para arroparlo.
– ¿A qué hora se marchó?
– Cuando el reloj dio las dos, como siempre. Para entonces, el personal de la cocina ha terminado de recoger las cosas de la cena. Un ayudante del chef es amigo mío. Si alguien deja un poco de carne en su plato o vino en una botella, me lo guarda. Después me duermo en los escalones cerca de los calentadores. Por la mañana les ayudo a descargar las verduras y me dan un tazón de café y pan.
– Supongo que los calentadores están atrás, cerca de los cubos de la basura.
– Sí, allí.
Así que después de las dos no habría oído ni visto nada. Me miraba fijamente: su expresión no era defensiva pero tampoco confiada. No me había preguntado por qué quería saber todo eso. Sobrevivía, existía meramente, sin cuestionarse nada. Acabamos el queso y el vino, y volvimos juntos al hotel. Demi me agradeció la comida con elegante formalidad. Frente a la puerta de Topaz me deseó una buena tarde.
– Si necesita hablar conmigo de nuevo, sabe dónde encontrarme. Aquí, o al otro lado.
Me dirigí hacia el paseo, tan absorta en mis pensamientos que casi choqué con Jules Estevan junto a la farola de la que había hablado Demi.
– Buenas tardes, señorita Bray. ¿Ha sido agradable su conversación con Demi?
Vaya. ¿Acaso no podía moverme sin que me vigilaran?
– ¿Lo conoce?
– Todos conocen a Demi. Es toda una institución.
Me habría gustado preguntarle hasta dónde se podía confiar en Demi, pero también quería saber lo mismo de él. Presentía que de mis movimientos sabía más de lo que decía.
– La he estado buscando toda la mañana, señorita Bray. ¿Dónde ha estado?
– En el circo. -Lo observé para ver su reacción, pero su expresión no cambió.
– ¿Se divirtió?
– Resultó educativo. Tuve una larga conversación con el Cid.
Alzó su sombrero un centímetro, burlón.
– Su instinto de cazadora es infalible.
– En absoluto. Me pregunto por qué usted no me dijo quién era el amante circense de Topaz desde un principio.
– No tenía idea de que fuese tan importante para su investigación. ¿Arrojó alguna luz sobre el… suicidio de Topaz?
– Cid cree que Topaz no se suicidó.
Casi sin darnos cuenta, habíamos doblado la esquina y nos unimos a la elegante multitud que daba su paseo de media tarde.
– ¿De veras? -dijo Jules, como si le hubiese comentado que parecía que iba a llover. Me pregunté si algo derrumbaría su afectada imperturbabilidad.
– ¿Por qué me buscaba esta mañana?
– Para ponernos de acuerdo para la soirée ancienne de Marie esta noche. Recordará que anoche aceptó mi invitación.
– No acepté. De ninguna manera.
Pasaría la velada como la anterior, tratando de vigilar a Bobbie.
– Creo que le parecería interesante.
– Lo dudo. Ya he tenido suficientes muestras del talento histriónico de Marie.
– Habrá al menos otra amiga suya.
– ¿Quién?
– La señorita Fieldfare.
Me detuve tan bruscamente que una pareja que venía detrás estuvo a punto de chocar con nosotros.
– ¿Bobbie irá a la velada de Marie?
– Me lo ha dicho esta mañana.
Me asombró la idea de que Bobbie hiciera algo que fuera incluso la mitad de frívolo. A menos que…
– Discúlpeme, señor Estevan, acabo de ver a alguien con quien he de hablar.
Habíamos llegado al hotel donde se hospedaban David Chester y su familia y vislumbré a tres inconfundibles figuras cruzar la calle hacia la playa: una mujer rechoncha y dos niñas pequeñas con botas brillantes y volantes rosados. Una criada cargada de paquetes las seguía. Jules las miró y en su rostro apareció por primera vez una expresión de ligera sorpresa.
– Su círculo de conocidos me impresiona. Iré a buscarla al hotel a las siete de la tarde.
Alcancé a la señora Chester, que buscaba el trozo de playa menos lleno de gérmenes. Me conmovió su júbilo al verme y podría haberme sentido culpable por mi juego, de no haber sido por una noble causa, si así podía describirse el hecho de salvar la vida de David Chester.