¿Un gesto cortés del Cid? ¿Un gesto burlón de Sidney Greenbow? ¿Algo más? En el caballo blanco y la figura con máscara negra había una combinación de algo poderoso y algo siniestro que bien podría haber sido una advertencia. Al salir con los demás, me pregunté sobre eso y sobre el interrogante que me había llevado allí y que seguía sin respuesta. Quien interpretara al Cid tendría que ser muy buen jinete, pero no estaba segura de que sólo él pudiese hacerlo. Después de todo, había al menos cinco jinetes competentes en el equipo de Sidney, y con el disfraz adecuado cualquiera de ellos se parecería a su jefe. El público se fijaba más en los caballos que en los jinetes. Al regresar andando a la ciudad decidí que no había sacado nada en limpio. Sólo me había enterado de una cosa por el precio de una entrada: que un hombre que amaba a los caballos preferiría hacer cualquier cosa antes que separarse de seis ejemplares como aquéllos.
Regresé a mi pensión, apresurada y pegajosa; apenas tenía tiempo para cambiarme antes de que llegara Jules. Me temo, pues, que cuando la casera salió de su habitación y se aproximó a mí -yo ya iba a media escalera-, no le presté toda mi atención.
– Una inglesa que la esperaba se ha marchado. Como usted no llegaba, se fue.
– ¿Cómo era?
– Pequeña y maleducada.
Tansy.
Lo primero que pensé, sintiéndome culpable, fue que mientras yo estaba en el circo Tansy se había enterado de mi visita a Janet y se había enfadado, pero no tenía tiempo para preocuparme. Añadí el enfado de Tansy a la lista de cosas con las que tendría que bregar por la mañana y subí a mi habitación.
12
Al hacer apresuradamente mis maletas en Londres había metido un diccionario de términos jurídicos franceses y varias libretas, pero ningún disfraz adecuado para una velada con el demi-monde. Lo mejor que encontré fue mi vestido de seda Liberty con estampado de helechos, unas medias nuevas de seda blanca, rescatadas del fondo de mi maleta y mi sombrero de paja con lazo verde. Cuando bajé, la casera me dirigió una mirada extraña y me dijo que fuera me esperaba un caballero. Jules se hallaba en el asiento del conductor de una elegante calesa tirada por una nerviosa yegua baya. Vestía una túnica blanca, capa morada y, en la cabeza, una corona de laureles.
– Estoy decidido a resistirme al automóvil. Un carruaje habría sido mejor, pero tendremos que conformarnos con esto.
Doblamos en la avenida del Bois de Boulogne que discurre hacia el sur, paralela a la larga línea de acantilados que dominan la segunda playa, la de los Vascos. Jules se contagió del espíritu de los aurigas e iba de pie azuzando a la yegua, que trotaba rápidamente. Era una tarde magnífica: el sol se ponía sobre el Atlántico, formando jirones de nubes escarlatas, y el viento nos llevaba la fragancia del tomillo.
Disfruté del recorrido y no pude evitar preguntarme qué diría Emmeline si viera a su emisario viajando a paso veloz junto a uno de los hombres más guapos de Biarritz, cuya capa morada ondeaba en el cálido viento como la de lord Byron en una pintura, y yo tan despeinada que ya no tenía remedio. Para Jules mi risa supuso un estímulo para ir más deprisa. Adelantamos a otros carros y algunos automóviles; los conductores insultaban a Jules a voz en cuello en diversos idiomas. Una berlina abierta llevaba a un legionario romano con casco emplumado y tres chicas, posiblemente disfrazadas de dríadas, en lo que supuse eran trajes de ballet. Un automóvil se había detenido al lado del camino. Su conductor le examinaba las entrañas y, desde el asiento del pasajero, una señora gordísima con peluca pelirroja y vestimenta dorada le gritaba en francés que se apresurara. Pasado un kilómetro y medio tomamos una carretera secundaria y una serie de curvas obligaron a Jules a ir a paso más mesurado. Por mi parte, en algún momento del recorrido había tomado una decisión.
– Señor Estevan, ¿sabía que un hombre salió de la suite de Topaz entre las nueve y las diez de la noche en que murió?
Él estaba concentrado en las riendas y no se volvió.
– No, no lo sabía. ¿Eso le dijo Demi?
– Y otros.
No quería que el hombrecillo corriera peligro.
– ¿Sabe quién era el hombre?
– No. Lo único que sé es que ella había invitado a alguien para las ocho de la noche.
Se volvió ligeramente hacia mí con el entrecejo fruncido.
– Las ocho. Es la hora que ponía en su nota.
– ¿La nota de… suicidio? -Hice una pausa antes de «suicidio», al igual que él antes.
– ¿Eso significa que cree que la asesinaron? -Esta vez ni siquiera se volvió, podría haber hablado a la yegua.
– Usted mismo debió de sospecharlo.
Tomó otra curva. Para entonces habíamos aminorado tanto la marcha que una cola de vehículos se iba formando atrás. Jules no habló hasta que nos unimos al final de otra cola, en espera de entrar por la puerta de reja del chalet de Marie. Entonces me miró.
– ¿Y bien, señorita Bray?
– ¿Y bien qué, señor Estevan?
– ¿No piensa preguntarme qué hice entre las ocho y las nueve del miércoles por la noche?
– Me gustaría preguntárselo a mucha gente.
– ¿Por ejemplo?
A Sidney Greenbow, pensé. Y a lord Beverley. A Marie de la Tourelle. A Bobbie Fieldfare y Rose Mills. Y, sí, también a Jules Estevan.
– Muy bien, a usted, por ejemplo.
– Ésta es una nueva experiencia para mí. Nunca me han pedido que proporcione una coartada. He de reconocer que me parece banal.
– ¿Banal?
– Tener algo tan poco interesante por ofrecer. -Alzó la mano derecha-. Yo, Jules Estevan, juro solemnemente que pasé las horas entre las siete de la noche y la medianoche del miércoles criticando a un amigo por su poesía y bebiendo demasiado licor de ajenjo.
– Ésa es una crítica muy larga, señor Estevan.
– Eran poemas muy malos, señorita Bray.
Puesto que habíamos empezado con eso, estaba resuelta a llegar hasta el final, aunque Jules no bajara la voz y atrajéramos miradas curiosas de los otros carruajes.
– Supongo que su amigo puede confirmarlo.
– Lo dudo. Ya tiene mala memoria estando sobrio, y esa noche bebió mucho más que yo. Debió avisarme con tiempo; habría encontrado una coartada más sólida.
Supongo que debí pedirle el nombre y la dirección del amigo, pero sabía que de nada serviría. Un poeta ebrio no constituía una coartada convincente, y Jules no pretendía que lo fuera. El carruaje de delante se adelantó y por fin entramos en la Ville des Lilas.
Hasta entonces sólo había visto a Marie en el hotel donde trabajaba, el Hôtel des Empereurs; me había parecido lujoso, pero no era nada comparado con el chalet. En todo caso, «chalet» era una palabra engañosa: había imaginado una casita modesta junto a la costa, y aquélla era una casa de tres plantas sobre un acantilado, con pórtico con columnata y terraza que daban al mar, repletos de hileras de estatuas, naranjos en macetas y lechos de azucenas blancas que debían florecer en un invernadero y que atraían a nubes de mariposas nocturnas. Antorchas llameantes situadas a intervalos a lo largo de la terraza lo iluminaban todo; junto a cada antorcha se hallaba un niño en cuclillas, con turbante, taparrabo y bolero, esperando a sustituirlas cuando se hubiesen consumido. A cada lado del pórtico más antorchas iluminaban el amplio sendero de gravilla; allí bajaban de sus carruajes los invitados con disfraces que sugerían que el elegante Biarritz veía el mundo antiguo con ojos liberales. Los ruidos y la música provenientes de la casa acreditaban que la fiesta ya había empezado. Un mozo de cuadra vestido de antiguo galo se encargó de nuestra calesa y permití a Jules guiarme hacia la escalinata, preguntándome qué hacía yo allí. En cuanto entramos en el vestíbulo, un esclavo griego se adelantó con lo que resultó copas de excelente champán y, sin que nadie nos recibiera o presentara, pasamos a formar parte de la multitud.