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Bebí agradecida un sorbo de champán y miré alrededor. A mi derecha, un faraón charlaba con un hombre rechoncho en quien reconocí a un importante estadista francés, vestido sobriamente con toga y corona de laureles. A mi izquierda, una virgen vestal que se había apropiado de una botella de champán discutía airadamente en español con un hombre que sólo podía ser Nerón. En la estancia vi a seis hombres que sólo podían ser Nerón, varios de ellos con violín. Se lo mencioné a Jules.

– Es lo bueno de los clásicos: hay suficientes papeles para los gordos y feos, y todas las mujeres son hermosas. Para Marie no hay nada mejor.

El recuerdo del origen de tanto esplendor me sobresaltó. Pese a la fortuna de Topaz, no me había dado cuenta de cuán rentable podía resultar su estilo de vida.

– ¿Y todo esto es de Marie?

Jules asintió con la cabeza.

– Según cuentan, se lo regaló por una noche de su compañía un hombre de Chicago que hizo fortuna con la fabricación de pasteles.

Observé las columnas de mármol, los tapices de seda y las pinturas en las paredes.

– ¿Por una sola noche?

– Eso dicen.

– ¿Una noche con Marie sería tan distinta de una noche con cualquier otra mujer? -Lo pregunté con franca curiosidad, pero la carcajada de Jules hizo volverse varias cabezas hacia nosotros.

– ¡Vamos, señorita Bray, blasfema usted en el templo! Con preguntas de esa clase, ¿qué pasaría con todo?

– ¿Se desvanecería como en un cuento de hadas?

– Algo así. Todos los hombres que se acuestan con Marie se acuestan con esa historia. Si se enteran de que alguien ha pagado tanto, entonces lo que ha pagado ha de ser muy deseable, y cuantas más fortunas se gasten en ella, tanto más deseable será.

– Veo que mis estudios de economía se han quedado cortos.

– Me alegra contribuir a ampliarlos -repuse con ironía.

Pero, su atención había empezado a desviarse por la estancia. Había otros jóvenes, atractivos y vestidos más o menos como éclass="underline" túnicas, capas de colores alegres y sandalias atadas con cordones hasta las rodillas. Uno se encontró con la mirada de Jules y le sonrió.

– Lo estoy monopolizando. Sin duda deseará hablar con sus amigos -dije-. He de encontrar a la señorita de la Tourelle y agradecerle su invitación.

Ahora me doy cuenta de que los modales londinenses no eran nada adecuados en esa fiesta.

– Está allí. -Jules sonrió.

Habían construido una pequeña tarima rodeada de flores en un rincón; hasta ella se llegaba por unos escalones bajos y encima se hallaba un diván color marfil, rodeado de cojines marfil y dorados, donde Marie daba audiencia en el mejor estilo clásico y sus invitados preferidos descansaban sobre los cojines. Al acercarme me sobresaltó, como la primera vez, la increíble belleza de aquella mujer. En contraste con la vorágine de alegres colores de los demás, llevaba un sencillo vestido blanco de cintura alta, a la moda, y la larga cabellera recogida en un sencillo moño; no lucía ni una joya e iba descalza. Hablaba poco: escuchaba a la gente, recostada sobre los cojines, y sonreía esporádicamente. Me detuve al pie de los escalones, a sabiendas de que estaría fuera de lugar si seguía. Habría preferido intercambiar tópicos con la diosa Atenea y tuve una alocada visión de mí misma sentada en un amplio cojín, pidiendo a Marie que me dijera qué estaba haciendo entre las ocho de la noche del martes y la una de la mañana del miércoles. Había cenado con su empresario, según lord Beverley; pero no se cena toda la noche. Entonces pensé en el caballero de los pasteles y me dije que quizá sí.

Me alegré de que nadie de los que la rodeaban pudiese leerme el pensamiento. El diseñador Poiret se hallaba en un cojín; un tenor italiano, en otro, y, para mi sorpresa, había tantas mujeres como hombres. Una chica, de rostro alegre y pícaro y una maraña de rizos castaños, contaba una historia en francés; gesticulaba y reía. Entre los oyentes, un joven con túnica color azafrán y una corona ladeada sobre la cabeza atrajo mi atención. No separó la mirada de Marie en ningún momento del relato, esperaba su reacción y reía cuando ella lo hacía.

Cuando la anécdota terminó, Marie le hizo una pregunta en francés: ¿creía que su actuación tendría éxito en Londres? Él se sonrojó y balbuceó; ella se encogió de hombros disculpándose y repitió la pregunta en inglés. La voz que contestó confirmó lo que sospechaba desde hacía varios minutos.

– Los ingleses no son nada originales, les gusta saber que en otras partes se aprueba algo antes de…

No podía evitar soltar un discurso: Bobbie Fieldfare.

Sabía que iría a la fiesta, pero lo que me sorprendió fue que se encontrara ya entre el círculo íntimo de Marie. Recordé lo que me había dicho lord Beverley sobre las preferencias personales de Marie y me enfadé. Quizá las opiniones radicales de Bobbie avergonzaran ocasionalmente al movimiento sufragista, pero creía que estaba dedicada a él por entero. Empecé a sospechar que no era sino una sensacionalista que se adheriría a cualquier causa por su novedad y la oportunidad de dramatizar. Me decepcionó y preocupó, porque aunque la vida privada de Bobbie no me incumbía, le debía a su madre protegerla de escándalos innecesarios. No obstante, esto facilitaba mi trabajo, al menos en un sentido. Ocupada en el pequeño círculo de Marie, Bobbie tendría menos tiempo y energías para acechar a David Chester con la pistola de la familia Fieldfare.

Me di la vuelta antes de que Marie o Bobbie me vieran y me dirigí hacia la terraza y el aire fresco. De camino me fijé por primera vez en el hombre en quien luego pensaría como el sátiro astroso.

Había suficientes sátiros en la fiesta para poblar un bosque de buen tamaño, la mayoría ágiles jóvenes con máscara y mallas ajustadas y pieles de cabra en torno del torso. Mi sátiro no era nada ágil; debajo de la máscara su rostro parecía acalorado y pesado y su cuello, rojo. Tenía las piernas enfundadas en un pantalón lanudo -podrían haber constituido la parte inferior de un oso de pantomima- y una especie de camisa rusa le cubría el pecho. La primera vez que lo vi sólo sentí curiosidad y me pregunté si uno de los invitados había tenido suficiente sentido del humor para ir disfrazado de sátiro de pantalón bombacho.

En la terraza hacía fresco y el silencio dejaba oír las olas rompiendo en la playa de los Vascos, allá abajo. Tenía toda la terraza para mí, salvo por los niños con las antorchas y una pareja que reía en un extremo, arropada por la densidad de las sombras. Con la intención de organizar mis ideas me senté en un banco de piedra junto a un naranjo.

– Señorita Bray, ¿puedo hablar con usted?

Casi me muero del susto. La voz me había llegado en un susurro desde la oscuridad debajo de la terraza.

– ¿Quién está ahí?

– Rose Mills.

Le tendí un brazo para ayudarla a subir. A la luz de la luna vi con alivio que al menos ella iba vestida de modo convencionaclass="underline" blusa, chaqueta y falda.

– ¿Qué ocurre? ¿Está aquí Bobbie?

Jadeaba por el esfuerzo de la subida y por los nervios.

– De momento está disfrazada de Alcibíades y charlando con la Pucelle. -Era cruel hacerle pagar mi irritación. Lo supe en cuanto vi su expresión.