– ¿Qué opina? -inquirió Jules.
– Con un público que poseyera apenas un mínimo de educación clásica y sin ningún sentido del ridículo, podría evitar que la lincharan.
– Pero, querida, con esto obtendrá otra fortuna.
– No veo cómo.
– En París irán a verla simplemente porque es Marie, pagarán por el solo privilegio de verla cruzar el escenario. Luego irá a San Petersburgo, donde adorarán, naturalmente, cualquier cosa que haya tenido éxito en París. En Nueva York y Chicago irán en bandadas a ver a la escandalosa francesa que cautivó al zar de Rusia…
– ¿Qué dice?
– El zar no lo negará. En cuanto a Londres, si va allí, se asegurará el éxito si suelta el rumor de que el lord chambelán piensa prohibir la función.
El siguiente interludio fue el asesinato de Julio César que, según su interpretación, parecía haber sido inspirado y guiado por la esposa de Bruto, Porcia, o sea, Marie con una toga de seda blanca, ajustada a sus pechos, que se abría para revelar fugazmente un largo muslo blanco y pantorrillas rematadas en sandalias doradas. El público se removió y susurró, y empecé a revisar mi opinión sobre su posible éxito comercial. Después de esperar pacientemente a que Porcia acabara una serie de poses con la daga -que resaltaban sus brazos desnudos-, el mimo profesional que hacía de César fue debidamente apuñalado por un grupo de asesinos subordinados que se habían entretenido en segundo plano y que se adelantaron de pronto para acabar el trabajo a conciencia.
– ¡Por Dios! -exclamé.
Varias personas me miraron con cara de reproche, pero no pude evitarlo. Ver a Bobbie Fieldfare con toga y corona de laureles en el papel de asesino fue demasiado para mí. El interludio terminó y Jules rió de mi expresión.
– Su joven amiga parece poseer talento: lo ha matado de modo muy convincente.
– Está haciendo el ridículo; desearía poder sacarla de ahí.
– Todavía falta Cleopatra.
La siguiente escena tuvo que ver, creo, con Roxana y Alejandro Magno y su principal propósito fue que Marie luciera los pies descalzos, pantalón de harén y bolero cubierto de piedras preciosas. Yo estaba demasiado preocupada para fijarme en más, aunque me di cuenta de que el intervalo entre esa y la siguiente escena fue más largo que los anteriores. Cuando Jules me dijo que terminarían con Cleopatra, sentí alivio de que la función tuviera un fin.
Aplausos, alimentados por la buena voluntad y el champán, recibieron la aparición de Marie en el Nilo. Yacía en una barcaza dorada junto a un galgo blanco con collar de esmeraldas y rubíes; como trasfondo, una tela con pirámides y palmeras pintadas; dos niños la abanicaban con abanicos de plumas de pavo real. El disfraz de Marie era de gasa y joyas. Si el público iba a pagar para verla, ése era el momento culminante. El actor que había interpretado a Creón, César y Alejandro Magno cargó con el papel de Marco Antonio y se marchó tras una larga pantomima de despedida. Marie volvió a expresar su idea de la desesperación, quizá para dar a entender el paso del tiempo y una batalla perdida, y Bobbie Fieldfare entró con estola a rayas, fez rojo y una serpiente en una canasta.
Aunque no sé mucho de egiptología, estoy casi segura de que Cleopatra no se suicidó con una pequeña pitón reticulada. De todos modos, es de suponer que resulta difícil conseguir áspides en Biarritz y, además, el público no estaba de humor criticón. Se oyeron jadeos cuando Marie sacó la serpiente de la canasta y se la enroscó lentamente alrededor del cuello, cogiéndola con firmeza por la cabeza; hasta Jules jadeó, pero su jadeo se produjo un segundo después que los otros y no era la serpiente la que lo había provocado.
– Mire el ópalo en su muñeca. -O su sorpresa era genuina, o Jules era mejor actor que los del escenario.
– ¿Qué muñeca?
Marie estaba cubierta de refulgentes joyas y no me parecía que alguna fuese más espectacular que las demás.
– La que sujeta la cabeza de la serpiente. Por eso me fijé.
– ¿En qué?
– Se lo diré después.
Se le veía tenso por la excitación, sentado al borde del asiento. Se diría que estaba extasiado por la interpretación de Marie. Vi la gema: un ópalo girasol engastado en un pesado colgante, pero todavía no entendía por qué le provocaba tanto asombro. En ese momento el público perdió el aliento. Marie apretó la cabeza de la pitón contra su pecho, se estremeció y cayó elegantemente sobre el diván, con el cuerpo arqueado y la cabeza echada hacia atrás, estirando el blanco cuello. El telón se cerró y el público aplaudió con entusiasmo y la vitoreó.
Jules se volvió hacia mí.
– ¿Lo ha visto?
– Sí, pero…
– Lo he visto antes… hace diez días, ya sabe dónde.
Marie estaba saludando al público, que gritaba de exaltación y le enviaba besos.
– Es el que me enseñó Topaz.
– No puede ser… Sin duda es uno que se le parece.
– No lo creo. Lo observé atentamente ese día, porque Topaz se mostraba enigmática con respecto a quién se lo había enviado.
Recordé que Tansy había dicho algo de un colgante y que Topaz se había mostrado muy excitada.
– ¿Es muy valioso?
– No; ahí radicaba el enigma. Para Topaz, o para Marie, no es sino una chuchería, y el engaste es anticuado.
– Entonces, quizá Topaz se lo dio a Marie.
– Topaz no le habría dado a Marie ni un recorte de uña. En todo caso, Marie nunca habría aceptado un regalo de ella.
El público empezaba a regresar a la fiesta. Marie había bajado de la tarima y en el salón la gente se arremolinaba alrededor de ella y la felicitaba. Entre la multitud divisé el fez rojo de Bobbie.
Jules me estaba mirando, a la espera de mi siguiente movimiento. De nuevo recordé su insistencia en que asistiera a la velada y me pregunté si podía confiar en él.
– Pero ¿por qué iba Marie a…? -¿Por qué iba Marie, que llevaba una fortuna en joyas, a coger una chuchería de su rival?
Jules adivinó lo que pensaba y dijo:
– A menos que le importara mucho quien se lo envió.
– Quiero verlo más de cerca.
No sabía a qué jugaba Jules, pero si me grababa en la cabeza el aspecto exacto de la joya podría preguntarle a Tansy si era la que me había descrito. Me abrí paso hacia Marie y Jules me siguió. Tuve que hacer cola para llegar a su lado.
– Nos conocimos hace unos días, en circunstancias menos agradables. Quisiera decirle que nunca he visto nada como su actuación de esta noche.
Hablé en francés porque me cuesta menos ser hipócrita en un idioma extranjero y porque era consciente de la mirada fría que Bobbie me dirigía desde detrás de Marie. Ésta tendió amablemente la mano, inclinó la cabeza y me dio las gracias. Debí dejar mi lugar a la siguiente persona de la cola, pero decidí que tendrían que achacar mis malos modales a la excentricidad inglesa. Sostuve su mano un segundo más de lo que requería la buena educación y fingí ver el ópalo por primera vez.
– Qué piedra tan extraña y hermosa, muy adecuada para Cleopatra.
Esto, por supuesto, era imperdonable y encajaba más con un vendedor ambulante que con una invitada. Vi la mirada de Marie recorrer el público, como preguntándose quién me había invitado. Por suerte decidió tomárselo a broma.
– ¿Le parece? Es una chuchería.
Desenrolló la cadena de su muñeca y dejó caer el colgante en mi mano.
– Mírelo.
Alguien rió. La mirada de Bobbie era fría, pero me tomé mi tiempo, le di la vuelta y traté de memorizar cada detalle de la piedra y el engaste, para luego contárselo a Tansy. Cuando por fin quise devolvérselo, Marie agitó la cabeza y sonrió.