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– ¿El hermano?

– Así es. Alega que la señorita Brown no podía estar cuerda cuando redactó el testamento, en vista de… de la excentricidad de su legado a su organización y su posterior suicidio.

Se mostró amistoso aunque prudente, y entendí la razón. Si el asunto llegaba a los tribunales, su opinión sobre la salud mental de Topaz constituiría una prueba importante.

Dando un cauteloso paso sobre terreno peligroso, comenté:

– Supongo que el magistrado que la examinó no le cabía duda de que se suicidó.

– No había duda razonable, ¿verdad?, ni siquiera en ausencia de una nota.

La nota de Topaz se hallaba aún en mi bolso. Había tenido intención de entregársela, pero me parecía que había pasado mucho tiempo.

– ¿Envió usted a alguien a la suite de Topaz Brown el día después de que la encontraran muerta, a efecto de examinar sus papeles?

– No. Tendrá que hacerse en algún momento, por supuesto, pero por ahora no hemos hecho nada. ¿Por qué lo pregunta?

– Un hombre fue a su suite. Afirmaba venir de parte del abogado. De mediana edad, rechoncho, con sobretodo y sombrero negros.

El abogado frunció el entrecejo.

– No se parece a nadie que conozcamos.

Creo que habría hecho más preguntas, pero en ese momento un oficinista se asomó por la puerta.

– Le requieren en el consulado, señor Smith: un inglés se ha ahogado y no saben quién es.

El abogado hizo una mueca por la falta de formalismo del empleado.

– Estoy en una reunión. No veo qué puedo hacer yo que no haga el cónsul. Dígales que iré más tarde.

El joven insistió.

– Quieren averiguar si sabe usted si algún inglés organizó una fiesta de disfraces anoche.

Me quedé sin aliento.

– ¿Una fiesta de disfraces?

Ambos me miraron fijamente. Creo que hasta entonces el oficinista no se había dado cuenta de mi presencia.

– ¿Por qué, señorita Bray? ¿Sabe usted si hubo alguna? -inquirió el abogado.

Deseando haber mantenido la boca cerrada, contesté con renuencia:

– Anoche asistí a una fiesta de disfraces en las afueras de la ciudad. Pero no era de ingleses. En todo caso, ¿qué tiene que ver eso con el hombre ahogado?

– Al parecer llevaba un disfraz -respondió el oficinista.

El abogado me miraba de reojo.

– ¿Dónde fue la fiesta, señorita Bray?

– En la Ville des Liles.

El empleado silbó.

– Es la casa de la Pucelle.

Recibió una mirada fulminante del abogado, pero me di cuenta de que ambos se preguntaban por qué yo había ido allí, y no los culpaba.

– Supongo que no existe relación, pero quizá quieran hablar con usted en el consulado, si tiene tiempo. Es abajo.

No podía negarme. Los dos bajamos, cruzamos un pasillo y entramos en una amplia habitación con varios escritorios. El cónsul arqueó las cejas cuando me presenté y me preparé para otro comentario acerca de los ladrillos. El diplomático se contuvo y escuchó la explicación del abogado de por qué me encontraba allí.

– Esa fiesta suya, señorita Bray, ¿era de disfraces especiales?

– Sí, clásicos. Sobre todo estolas y túnicas griegas, cosas así.

El cónsul sonrió y se relajó. Miró el papel sobre su escritorio y comentó:

– En ese caso le estamos quitando tiempo innecesariamente, pues parece que el difunto asistió a otra clase de fiesta.

– ¿Por qué?

– Iba disfrazado de alguna especie de animal.

El alivio que había sentido se disipó.

– ¿Qué clase de animal?

– No está muy claro, pero probablemente un oso.

– ¡Oh, no!

Oí que el cónsul pedía a alguien que trajera brandy. El cansancio y la conmoción debieron de hacer que me tambaleara. Acepté una silla y, tratando de ganar tiempo, pedí un vaso de agua en lugar del brandy.

– ¿Vio a alguien disfrazado de oso? -preguntó el cónsul con tono excesivamente suave.

Piensa, me dije, no les digas más de lo necesario. Hablé pausadamente, con la esperanza de que lo achacaran a la conmoción.

– Me fijé en un hombre. No hablé con él, así que no sé si era inglés. Creo que fingía ser un sátiro, pero llevaba un pantalón abombado y lanudo que le daba aspecto de patas de oso.

El cónsul miró nuevamente el papel.

– ¿Cómo era?

– Llevaba media máscara, así que no le vi el rostro. Me fijé en que era bastante rechoncho y no se movía como un joven. Su cuello era grueso y rojo.

El cónsul apoyó los codos en el escritorio y, sujetándose la cabeza con las manos, me miró.

– ¿Estaría dispuesta a ir a comisaría? Podría ayudarnos a identificarlo.

Eso era lo último que deseaba, pero no podía rehusar. Tampoco pude hacerlo cuando, tras una entrevista en comisaría, me pidieron cortésmente que fuera al depósito de cadáveres. De camino, en el vehículo cerrado, pregunté al cónsuclass="underline"

– ¿Por qué creen que era inglés?

– Había una etiqueta en su chaleco.

El depósito de cadáveres era un edificio gris en las afueras de la ciudad, a un kilómetro y medio y a un mundo de distancia de los hoteles de lujo. Pensé que diez días antes debieron llevar allí el cuerpo de Topaz desde el Hôtel des Empereurs. Un agent de pólice nos guió por un corredor embaldosado y con azulejos en las paredes. Iba entre el cónsul y el abogado. Tuve la horrible impresión de hallarme de vuelta en la cárcel. Habían colocado el cuerpo en un cuarto lateral, a solas. Cuando el policía alzó la sábana percibí el olor a desinfectante y salitre; vi una boca abierta y unos ojos redondos, también abiertos. Había perdido la máscara y la cara regordeta se parecía a la que había visto junto al ángel de piedra en el entierro de Topaz. Todavía llevaba la camisa rusa, pero, como no descubrieron todo el cuerpo, no supe si le habían quitado los pantalones en forma de patas de oso.

– Cuando lo vi en la fiesta llevaba media máscara y no estaba cerca de él, pero sí, es él.

La muerte tiene sus propias exigencias y por ello, por mucho que lo deseara, no pude irme sin más. Pasé más tiempo en la comisaría, explicando mi conocimiento del hombre, en una versión cuidadosamente escueta. Dije sencillamente que lo había visto un par de veces en la fiesta y que la última fue en el jardín de la Ville des Liles poco antes de la medianoche. No mencioné la persecución por el jardín, ni que lo había visto en otra ocasión. Les dije, con toda veracidad, que no había intercambiado una sola palabra con él y que no tenía idea de su identidad. Ya estaba avanzada la tarde cuando terminamos con eso, y el cónsul insistió en llevarme a mi pensión. Iba sentado frente a mí en el coche de punto y me observaba con expresión aprensiva.

– Creo que Scotland Yard le ayudará a identificarlo -comenté.

– Estoy seguro de que la policía francesa les enviará una descripción. Examinarán la lista de personas desaparecidas y…

– Creo que es más que eso. Creo que trabajaba para Scotland Yard.

– ¿Qué?

– Tengo mis razones para creer que me estuvo vigilando casi todo el tiempo en Biarritz. He adquirido cierta reputación por actividades políticas, y creo que Scotland Yard se las arregló para que me siguiera.

Eso, al menos, evitaba las referencias a Bobbie y Rose.

Inquieto, el cónsul se removió.

– Señorita Bray, la policía no funciona así. No son espías.

No contesté, pero vio mi expresión.

– Si sospecharan que usted o alguien estuviese implicado en actividades ilegales en tierra extranjera, probablemente advertirían a las autoridades de ese país. No harían que un hombre la siguiera por toda Europa. En Inglaterra no existe el equivalente de la policía del zar, señorita Bray.

¡Para qué gastar saliva! Era su deber decir eso, pero percibí su incomodidad.

– De todos modos, le sugiero que envíe su propia descripción a Scotland Yard en cuanto pueda. Sería justo para con su familia. ¿No llevaba identificación?