Asintió con la cabeza.
– Y más vale que no le diga nada de esto a su marido. Si cree que se enfadará, sería mejor no decírselo.
Ella negó con la cabeza y se secó los ojos con un pañuelo grande, bordado de encaje pero útil, típico de las madres angustiadas.
– ¿Se preguntará qué estaba haciendo aquí?
– Le diré que es el hombre que trae las medicinas de Louisa.
La observé regresar al comedor -sus tacones repiqueteaban contra el suelo- y guardé la carta en mi bolso. Apenas podía creer mi suerte: Bobbie y Marie se habían puesto en mis manos. Regresé andando a mi pensión.
Frente a la puerta me esperaba una mujer.
– Nell Bray, necesito hablar contigo.
– Bobbie, ¿qué haces aquí? Te estuve esperando en el puerto.
Al menos esta vez vestía ropa de mujer. Su rostro parecía envejecido, pálido y tenso.
– Estaba buscando a Rose. De eso quería hablarte. Desde anoche no la encuentro.
– ¿Quieres decir desde anoche en la villa?
– No. Rose no fue a la villa.
– Sí fue. Estaba en el jardín buscándote. Hablé con ella.
– Se suponía que no iría. ¿Qué estaba haciendo?
Nunca había visto a Bobbie tan preocupada.
– Dijo que tenía que darte algo. Estaba trastornada, perpleja. Eso es lo normal cuando uno hace amistad con la gente y luego la abandona.
– No la he abandonado, y ella lo sabe.
– No parecía saberlo anoche.
– ¿Adónde fue? No la habrás abandonado allí, sin más, ¿verdad?
Respiré hondo.
– La última vez que vi a Rose, la seguía un policía disfrazado de sátiro. Logré desviar su atención, pero no sé qué ocurrió después.
Bobbie gruñó. Parecía más cansada que yo, pero no por eso me compadecí.
– Como he dicho, no sé qué ha pasado con ella, pero sí sé lo que ha ocurrido con el policía: lo encontraron ahogado, con un golpe en la cabeza. Vi su cuerpo en el depósito de cadáveres.
La empujé y entré en la pensión, dejándola boquiabierta y muda por una vez en su vida.
16
Desperté al amanecer, a sabiendas de que lo más acuciante era encontrar a Rose. Estaba segura de que no pretendía matar al sátiro astroso, que debió de seguirla desde el jardín hasta el acantilado, o que la persuadió de que fuera allí y trató de interrogarla acerca de Bobbie o de mí. Podía imaginar su temor y su rabia, el empujón desesperado que lo hizo tambalearse y caer por el acantilado… su pánico. Fuese de quien fuese, la culpa no era de la pobre Rose y no debía sufrir por ello.
Me vestí a toda prisa, salí y anduve por las calles y el paseo marítimo, intentando pensar en los lugares de una próspera ciudad turística donde se refugiaría una pobre y asustada muchacha. No vi más que a un borracho roncando en las casetas de la playa. En la arena sólo había dos pescadores en la línea formada por la marea que, recortados contra un cielo perlado, cavaban en busca de cebos. Era domingo por la mañana y las campanas repicaban para anunciar la primera misa. Hombres y mujeres, respetablemente vestidos de negro, salieron de las casitas de pescadores del puerto. Era demasiado temprano para que los huéspedes de los hoteles se levantaran. Seguí caminando tierra adentro, por las calles y la plaza donde Tansy y yo habíamos ido de compras. El café se hallaba abierto y trabajadores de rostro moreno estaban sentados, bebiendo en cuencos café lechoso y vaciando copas de licor; ni una señal de Rose.
Tomé el café de mi desayuno en la cantina de la estación, en cuanto lo abrieron. Observé la salida del primer tren e interrogué a interventores y maleteros. Describí a Rose y pregunté si recordaban haber visto a una chica así en el primer tren de la mañana anterior. El primer tren a París salía a las 6.52, y esperaba que hubiese tenido suficiente sentido común como para cogerlo y regresar directamente a Inglaterra. No, nadie la había visto, ni en el primer tren ni más tarde. En todo caso, se me ocurrió que no tendría las cuatro libras para el billete. Mientras recorría la estación, vigilaba, por si Bobbie había tenido la misma idea. Sentí alivio al no verla. Teníamos cuentas pendientes, pero deberían esperar a la tarde; además, quería encontrar a Rose antes que ella.
Poco después de las diez abandoné la estación y fui al Hôtel des Empereurs; el personal ya me conocía y el recepcionista me saludó y señaló con la cabeza el ascensor público en el vestíbulo. Llamé a la puerta de la suite de Topaz. Con voz brusca, Tansy preguntó:
– ¿Quién es?
– Soy Nell Bray.
– ¿Qué quiere ahora?
Estaba empeorando: ni siquiera me abrió.
– ¿Puedo hablar con usted?
– ¿De qué?
– Tansy, no sea tonta; no le hará ningún daño dejarme entrar, ¿verdad?
La puerta se abrió con renuencia. Los ojos de Tansy estaban enrojecidos y parecía haber dormido con el vestido negro puesto.
– Tansy, ¿ha visto a Rose?
Se dejó caer en una silla, apretó los labios y negó con la cabeza.
– Y todo por culpa de usted y de todas las ideas que le ha metido en la cabeza. No le basta con el dinero y las cosas bonitas de Topaz, ¿verdad? ¡También quiere a Rose!
Tan gentilmente como pude, repuse:
– Si viene, me mandará un mensaje, ¿verdad? Es importante.
– ¿Por qué habría de venir aquí? Usted la ha puesto contra mí.
No contesté. Permanecí junto a la puerta y ella, sentada, sin siquiera fingir cortesía, esperaba a que me fuera. El silencio se prolongó unos minutos y no movió un solo músculo. Por fin, inquirió:
– Bien, ¿qué más quiere?
– He estado pensando en anteayer cuando oyó a alguien subir por el ascensor. ¿Cree que alguien pudo haber entrado antes? ¿Recuerda que, cuando fuimos de compras, al regresar vio que la ventana estaba abierta?
– Debí dejarla abierta por descuido.
– No es eso lo que pensó en ese momento.
– Deje de apabullarme -estalló-. ¿Qué más quiere que haga por usted? No ha dejado de hacerme preguntas y no me ha ayudado en nada. Estoy harta. ¡Lárguese!
– Tansy…
Me acerqué y le apoyé una mano en el hombro para tranquilizarla. La apartó bruscamente, se levantó, estiró su metro y medio y, sonrojada y con ojos brillantes, exclamó:
– ¡Lárguese! ¿Qué derecho tiene de venir a hacerme preguntas? Ya se lo he dicho: ¡lárguese de una vez!
Gritaba y me empujaba. Probablemente parecíamos un gallo tratando de alejar a una garza. Intenté en vano razonar con ella. Finalmente me dirigí a la puerta y la dejé, en medio de la sala, echando pestes. Al cerrar la puerta la oí gritar:
– ¡Y no se le ocurra volver!
A primeras horas de la tarde, y sin haber encontrado a Rose, decidí de mala gana que debía visitar de nuevo al cónsul. Que yo supiera, Rose podría estar ya en una celda. No podía preguntárselo abiertamente al cónsul, pero si la habían detenido sin duda me diría algo al respecto. Por ser domingo no pensaba encontrarlo en su despacho, mas tuve suerte: llegaba yo al consulado cuando él trasponía la puerta principal, con sombrero y bastón, dispuesto a dar un paseo. Me invitó a acompañarlo por el jardín.
– Tenía intención de ponerme en contacto con usted mañana, señorita Bray. Anoche recibimos un largo mensaje telegráfico de Scotland Yard acerca de ese hombre suyo.
– No es mío. ¿Sabían algo de él?
– Nada en absoluto. Espero que el golpe a su orgullo no sea demasiado duro, pero no la estaba siguiendo.
– Creo que sí me seguía.
– En todo caso, no para Scotland Yard. Me han informado que no tienen hombres en Francia en este momento y no sienten ningún interés por sus movimientos, señorita Bray, a condición de que se mantenga alejada de las ventanas del primer ministro. De hecho, el comisario espera que disfrute de sus vacaciones.
El suyo era precisamente el tono de superioridad que tanto me molesta, pero no podía darme el lujo de irritarme.