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– Mire.

Vi una ventana iluminada a unos cien metros, en un edificio blanco rodeado de arbustos, sobre una colina.

– Allí están.

Lo bastante cerca para oír las ruedas del vehículo en la grava y creer que David Chester caía en su trampa. Me pregunté cómo se sentiría Bobbie y la imaginé dando un último repaso a la pistola. Marie estaría preparando una pose adecuada.

– Vaya a la casa para que los criados sepan que ha llegado -susurré-. Yo iré allí directamente y esperaré fuera.

Nos apeamos. Pedí al cochero que esperara y observé a Jules dirigirse hacia la casa. Cuando le oí tocar el timbre bajé por unos escalones al jardín en pendiente y lo crucé rumbo al pabellón.

La tierra estaba blanda y no hice ruido. El edificio se encontraba a mi derecha. La luz provenía de una ventana semicircular cerca de la parte alta del muro. Al acercarme olí humo de leña. Con la mayor cautela me abrí paso entre arbustos de hojas rasposas, asusté a un pájaro que descansaba y que huyó ruidosamente y finalmente me quedé quieta. No oí ningún sonido dentro. Esperé un minuto y seguí mi camino. Ya había oscurecido del todo y tuve que subir la pendiente con cuidado. Cuando llegué al muro vi que las primeras piedras sobresalían más que las otras. Eso me dio pie para alzarme y mirar por la ventana.

La habitación parecía un escenario: un rectángulo blanco tenuemente iluminado; un fuego en una chimenea de mármol blanco; un sillón de orejas, tapizado de terciopelo verde manzana; en las paredes, tapices modernos en los que figuraban dioses y diosas en poses atléticas. El mueble principal era un enorme sofá cubierto de pieles rojizas. Marie se hallaba en él; lucía un vestido de color pálido que se deslizaba sobre su cuerpo cual nata líquida. Sin embargo, por una vez no estaba posando: parecía una colegiala, con los pies descalzos hundidos en las pieles, las piernas dobladas y el mentón apoyado en las rodillas, rodeadas éstas por un brazo. Su largo cabello estaba suelto. Comía algo, creo que una ciruela. Bobbie se encontraba sentada en el borde del sofá. A diferencia de Marie parecía preocupada y miraba repetidamente la puerta. Llevaba chaqueta y falda corrientes y no vi la pistola. Supuse que se hallaba detrás de una serie de macetas llenas de helechos y azucenas en el extremo de la habitación frente a mí: un arreglo floral desproporcionadamente voluminoso para esa estancia, pero perfecto como protección para un asesino.

Esperé con los dedos aferrados al alféizar y la punta de los pies apoyados en el muro. De haber alzado la mirada, Bobbie me habría visto, pero observaba a Marie. No obstante, creo que oyó los pasos de Jules en la grava casi al mismo tiempo que yo. Con una lámpara de queroseno en la mano, el criado lo guiaba por el sendero paralelo al muro. La primera parte de mi plan había funcionado y al parecer nadie dudó que Jules fuese el visitante que Marie esperaba. Bobbie dijo algo a ésta, que arrojó la ciruela al fuego, agitó los pies desnudos y los sacó de debajo del confort de las pieles, cruzó los tobillos y, de cara a la puerta y apoyada en un hombro, se recostó. Con dos estudiados y rápidos movimientos de la muñeca se soltó el cabello, que cayó cual dos obedientes ríos a cada lado y la enmarcó desde la frente hasta los blancos pies. Entretanto, Bobbie había desaparecido detrás de los helechos y las azucenas, con la misma presteza que un conejo en su conejera. En el sendero, a mi derecha, Jules y el criado ya se hallaban a la par conmigo. A la luz de la lámpara vi el rostro de Jules. Parecía preocupado y me habría gustado poder indicarle que me encontraba muy cerca. El criado se detuvo, señaló la puerta y le dijo algo antes de volver al sendero con su lámpara. Deseé con todas mis fuerzas que Jules continuara. Vaciló un momento y luego oí sus pasos en la grava y una firme llamada a la puerta. Desde dentro, Marie le dijo en inglés que entrara. Cuando lo oí empujar la puerta y abrirla salté de mi asidero y corrí pendiente abajo hacia la luz que se filtraba por la puerta abierta. Llegué justo a tiempo para oír la exclamación de sorpresa y enfado de Marie.

– Jules, ¿qué hace aquí? ¡Márchese!

Un momento de silencio, seguido de un destello tan brillante como un rayo, un fuerte chasquido, una maldición en francés y el sonido de un cuerpo pesado al caer en el follaje. Marie chilló. Sendero arriba, el criado gritó y regresó corriendo. Me maldije por mi estupidez. Traspuse a toda prisa la puerta abierta y vi la pierna elegantemente enfundada de Jules revolverse entre los helechos y las azucenas destrozados -lo supuse agonizante-, y a Bobbie pegándole en los hombros con un palo, cual un niño matando un ratón. Me abalancé sobre ella. En todo momento oí los gritos de Marie y el aroma de azucenas combinado con un olor a metal quemado; dejé caer todo mi peso sobre ella, me arrodillé encima y le quité el palo. La punta estaba totalmente astillada. Le grité a Bobbie que era una tonta y una asesina, como si lo uno fuese tan malo como lo otro. A mi lado, el cuerpo de Jules no dejaba de removerse. Bobbie me gritaba también, pero no entendía lo que decía dado el ruido que hacía Marie. Como Bobbie seguía debatiéndose, empujé su cabeza contra la puerta y me encogí al oír el golpe: no le hizo perder el conocimiento, pero al menos la tranquilizó lo suficiente para que me encargara de Jules. Le quité un helecho de la nuca y le di la vuelta con delicadeza sobre su capa rasgada. En su rostro había un rictus de dolor y su pecho subía y bajaba, en busca de aliento. Le rodeé los hombros con un brazo y descansé su cabeza sobre mi regazo.

– Jules, lo siento, no tenía idea…

Hizo un esfuerzo por decir algo.

– … equivocada, estaba usted equivocada.

– Sí, me equivoqué, pero eso no importa ahora, ahora tenemos que conseguirle un médico y…

El criado estaba de pie, contemplándonos.

– … No necesito un médico -logró pronunciar Jules. Le costaba menos respirar, pero quizá eso no fuese bueno-. Equivocada-, no es una pistola…, es una cámara… ¡Oh, Dios mío!

Inhaló hondo y se incorporó. Antes de que pudiera digerir sus palabras comprendí lo que le ocurría: reía con una risa histérica y temblorosa, no muy lejana al dolor.

– ¿Una cámara?

Todavía no lo había digerido cuando miré el palo astillado con que Bobbie había golpeado a Jules y lo reconocí: era la pata rota de un trípode. Las otras dos patas y un trozo de madera astillada se hallaban entre los destrozos de los helechos, quemados éstos por los restos del magnesio del foco. Detrás estaba la cámara. Bobbie se había incorporado y la miraba fijamente, como preguntándose cómo había llegado allí. Luego me miró y, en voz queda, dijo:

– No tenías por qué hacer eso, Nell. Aunque lo desaprobaras, no tenías por qué hacerlo.

Me levanté. Sentía las piernas débiles, así que me senté al lado de Marie en el sofá cubierto de pieles. Marie había dejado de gritar y me miraba airadamente. El criado levantó a Jules y lo ayudó a sentarse en el sillón de orejas. Todavía aturdida, Bobbie se liberó del follaje.

– De todas las ideas idiotas que he oído, ésta debe de ser la peor -declaré.

A Bobbie sin duda le dolía la cabeza, pero no por eso perdió el ánimo.

– Habría funcionado perfectamente, si no hubieses metido la cuchara. Tal vez todavía funcione, si te vas.

– No funcionará. La cámara está rota y el señor Chester no vendrá, porque tu invitación fue interceptada.

– ¿La interceptaste tú?

No contesté.

– Fuiste tú, ¿verdad, Nell? Has estado espiándome. Sé que no estamos de acuerdo en todo, pero podrías haber seguido haciendo las cosas a tu manera y dejado que yo las hiciera a la mía.

– ¿Incluyendo el chantaje? ¿Qué habrías hecho con la fotografía comprometedora si la hubieses conseguido?

– Habría enviado copias a todos los periódicos, a todos los obispos y a todos los jueces del tribunal supremo.