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– ¿Está seguro de que Marie no se molestará?

– ¿Por qué habría de molestarse? Además, es por su culpa.

Seguimos al hombre hacia el interior, a un íntimo comedor de paredes verde pálido y cortinas beige. Creía estar demasiado cansada para comer, pero cambié de opinión cuando llegó la cena: pollo frío con mayonesa y gelatina, decorado con pequeñas rodajas de trufa y acompañado de ensalada verde en la cual brillaba el aceite de oliva. Por costumbre, el criado nos llevó champán, pero Jules le pidió moscatel. Jules me acercó una silla, se sentó y sirvió el pollo y el vino.

– Me temo que la bodega de Marie no se distingue por su calidad. En eso, Topaz la superaba fácilmente.

Pensé en Marie, arriba. Su doncella le estaría cepillando el cabello. Luego evoqué el caballo blanco haciendo una reverencia en el cementerio. El pollo estaba sabroso y comí con apetito. Jules sirvió más vino.

– ¿Decía la verdad la señorita Fieldfare?

– ¿Cuando dijo que no había matado a Topaz? Sí.

– Parece muy segura.

– No creo que me mintiera.

– Pero la creyó capaz de cometer un asesinato.

– ¡Oh, sí! Bobbie es capaz de cualquier cosa, pero no creo que haya asesinado a Topaz. He pasado algo por alto, pero no sé qué es.

– Su plan de desacreditar a ese político que tan mal le cae, ¿habría dado resultado?

Cogí otro trozo de pollo del plato que me alcanzó y me lo pensé.

– De haber sido uno de esos hombres que caen en esa clase de trampas y si ella le hubiese hecho la dichosa fotografía y la hubiese utilizado como quería, sí, quizá. Pero Bobbie se equivocó en algo importante.

– ¿En qué?

– Tiene ideas muy románticas acerca de la atracción sexual, sobreestima su poder. Para una jovencita tiene ideas demasiado anticuadas.

Jules se atragantó.

– ¿Anticuadas?

– Sí, carece de experiencia y cree que es una fuerza salvaje, como en las leyendas clásicas o en el Antiguo Testamento, Marte y Venus, Salomé y el rey Herodes. Se imaginó que lo único que tenía que hacer era exponer al hombre a esta fuerza, así de sencillo.

Jules me miraba de un modo inquietante.

– Y usted, señorita Bray, ¿no lo considera una gran fuerza salvaje?

– Me temo que las grandes fuerzas no son salvajes, sino demasiado comedidas. Son sobre todo ignorancia y vanidad.

– Ha dicho que la señorita Fieldfare carece de experiencia, eso significa que usted…

– No significa nada, señor Estevan. -Eso debió de irritarme, pero me eché a reír. Era muy tarde y había bebido dos copas de vino.

– Creo que usted es una mujer salvaje, señorita Bray.

– Entonces, usted es un hombre salvaje. ¿Qué lo empujó a saltar sobre Bobbie?

– Vi que algo se movía y me dejé llevar por el instinto. Ser presa del instinto es terriblemente vulgar y tendría que sentirme avergonzado.

Pero no se le veía nada avergonzado.

El criado entró, retiró los platos y sirvió un cuenco lleno de peras y melocotones de invernadero. Jules mondó un melocotón en largas tiras regulares.

– Así que usted dice que Bobbie Fieldfare no mató a Topaz. ¿Todavía cree que la asesinaron?

Como tenía la boca llena de pera, asentí con la cabeza.

– Entonces, ¿quién lo hizo?

Tragué y, vacilante, pregunté:

– ¿Ha pensado en Sidney Greenbow?

– ¿El Cid? Era su más antiguo amigo. ¿Por qué habría de matarla?

– Por los caballos, sus dones. ¿Sabía usted que ella le prestó una buena suma de dinero para comprarlos? Supongamos que lo estuviera presionando para que le devolviera el préstamo porque necesitaba el dinero para el viñedo.

Por su expresión, me di cuenta de que Jules no se lo creía.

– Topaz no era así. Nunca la he visto presionar a nadie para que pague una deuda. ¿Es ésa su única razón?

– No. Ya le expliqué que un hombre había espiado a Topaz y luego a Bobbie y a mí. Era un inglés que trabajaba en el circo.

– Y dice usted que ha muerto.

– ¿Se acuerda del sátiro astroso, en la fiesta de Marie? Era él. Lo encontraron muerto al día siguiente, ahogado.

No tenía intención de hablarle de Rose: ya me sentía demasiado culpable por encontrarme tan a gusto en casa de Marie cuando debería estar buscándola en la ciudad.

– ¿Y usted cree que el Cid pagó a ese hombre?

– No puedo probarlo, pero se conocían.

De pronto, Jules pareció cansado y apenado.

– Eso le molesta, ¿verdad? -dije-. ¿Sidney Greenbow es amigo suyo?

– No especialmente. Lo vi algunas veces en compañía de Topaz y me pareció divertido, a su manera. Sólo que…

– ¿Sólo que qué?

– Supongo que no deseo pensar que alguien la mató. Cuando sepamos quién fue, si alguna vez lo sabemos, estará totalmente muerta. Será como matarla de nuevo.

Me estremecí. Me sentía tan cansada como él.

– Es hora de irse a la cama.

Jules pulsó un timbre junto a la chimenea y el hombre regresó para llevarnos arriba. En mi puerta Jules me deseó las buenas noches con una ligera reverencia; supuse que la hacía con ironía, pero me hallaba demasiado cansada para irritarme.

Me desnudé y me deslicé bajo sábanas de fino satén, tan suaves como una zambullida en un sueño. Topaz habría dormido así muchas noches. Me quedé dormida deseando haber hablado con ella, aunque fuera una sola vez.

A la mañana siguiente Jules se sentía profundamente desgraciado.

– Es un sentimiento horrible. Como si mi piel tratara de quitársela de encima.

Al despertarse se había dado cuenta de que no tenía camisa limpia.

– Y no me cambié antes de que me secuestrara usted anoche. ¿Se da cuenta de que eso significa que llevo la misma camisa desde hace veintidós horas?

Parecía culparme; sin embargo, no se había enfadado cuando creyó que estuve a punto de hacer que lo mataran. Sin compasión mencioné que en la cárcel de Holloway nos dejaban cambiar de blusa una vez por semana. Cerró los ojos y se estremeció. La camaradería de la noche anterior parecía haberse desvanecido, o quizá se trataba de que Jules se retraía a su habitual distanciamiento del resto del mundo. Apenas dejó que tomáramos rápidamente un café antes de apresurarse hacia el porche, donde nos esperaba el cochero de Marie con dos ponis grises enganchados a una carretela.

– ¿No deberíamos esperar para darle las gracias a Marie?

– ¡Por Dios, no! No se levantará antes del mediodía.

Mientras avanzábamos al trote por la avenida del Bois de Boulogne, Jules permaneció quieto y desdichado, con los hombros encorvados, como si intentara mantener la mayor distancia entre su cuerpo y su camisa. Lo compadecí y sugerí que el cochero lo dejara en casa primero y luego me llevara al centro. Opuso una simbólica resistencia, pero una vez en su casa entró rápidamente con una despedida de lo más breve. Me lo imaginé arrancándose la molesta prenda en cuanto se cerrara la puerta a sus espaldas.

El cochero me preguntó adónde quería ir y le dije que a cualquier lugar del paseo marítimo. Me parecía que era hora de continuar buscando a Rose, aunque no sabía por dónde empezar. De pronto, en los escalones de un hotel vi a una mujer rechoncha con dos niñas, agitando la mano. Casi saltaba para atraer mi atención: era la señora Chester. Ni necesitaba ni quería hablar ya con ella, pero habría sido un desaire pasar de largo. Miré alrededor, para asegurarme de que su marido no estaba a la vista y le dije al cochero que me bajaría allí. La señora Chester cruzó la calle; sus dos pequeñas la seguían arrastrando los pies. Como de costumbre, estaba tan absorta en sus preocupaciones familiares que no le extrañó que una supuesta aya se apeara de uno de los coches más elegantes de Biarritz.