– ¡Ay, querida!, estoy muy contenta de verla. ¿Sabe que nos marchamos mañana? Deseaba despedirme.
El coche de Marie dio la vuelta y se alejó. Traté de parecer interesada en lo que me decía la señora Chester, pero ahora que sabía que su marido no había corrido peligro de caer bajo los disparos de la pistola de Bobbie, no me importaba que se quedaran o se fueran. Fingí un cortés interés por la salud de su hija Louisa, la que tosía.
– ¡Oh!, está contenta de volver a casa, ¿verdad, querida? El pobre David estuvo con ella casi toda la noche, yo la había acompañado la noche anterior y él insistió en que durmiera.
Las dos chicas, que no se interesaban por lo que decía su madre, la arrastraban hacia la acera.
– Mamá, ¿podemos ir a mirar los barcos?
Distraída, y hablando todavía conmigo, dejó que la llevaran al otro lado de la calle, a un telescopio montado en la balaustrada del paseo, buscando monedas en su bolso. Sentía impaciencia por librarme de ella, pero el rosario de tonterías domésticas continuó y ella parecía decidida a no soltarme. Al hallarse las dos niñas ocupadas, peleándose por el telescopio, entendí por qué. Su voz se convirtió en un susurro.
– Esa horrible mujer, la de la carta, ¿ha hecho usted algo al respecto?
– Le aseguro, señora Chester, que la mujer lamenta sinceramente haberla enviado y estoy segura de que a su marido no lo molestará con una repetición.
– ¡Oh! ¡Le estoy muy agradecida!
Allí, entre los paseantes, me cogió la mano y me la estrechó entre las suyas. Tenía lágrimas en los ojos.
– ¡Estoy tan agradecida! Él es tan bueno y considerado que me siento fatal cuando algo lo inquieta. Nosotras las mujeres no entendemos el peso con que cargan los hombres públicos como él. Lo único que podemos hacer es tratar de…
Eso era el colmo y liberé mi mano.
– Le aseguro, señora Chester, que no tiene por qué darme las gracias. Por cierto, he de hablar con alguien. Que tenga buen viaje de regreso a casa.
La dejé boquiabierta por mi brusquedad y me dije que no debía sentirme culpable. El suyo era un mundo miserablemente pequeño y yo había hecho lo posible porque fuese más seguro. Al fingir tener que hablar con un conocido había mentido para alejarme de ella, pero antes de que hubiese cruzado la calle mi mentira se convirtió en realidad. Frente al hotel se hallaba lord Beverley, con abrigo y gorra de conductor, junto a su automóvil. Me reconoció y me saludó con la mano.
– Buenos días, señorita Bray. Esta mañana volvemos a casa.
La alta sociedad se preparaba para la migración desde la costa del Atlántico a los parques de Londres y París, empujadas por un instinto tan misterioso y fiable como el de las golondrinas. A la puerta del edificio se encontraban una montaña de baúles y maletas. El capó del automóvil de lord Beverley estaba abierto y él tenía una llave inglesa en la mano.
– Estoy ajustándolo. Mi padre cree que no llegará y me ha prometido que si arribamos a Londres sanos y salvos, me lo comprará.
Le pregunté cuáles eran las probabilidades y me contestó que cinco a uno, si conducía con moderación. Me explicó detalladamente lo que estaba haciéndole al vehículo. Al parecer, el mundo entero conspiraba para hacerme perder el tiempo esa mañana. Insistió en que mirara el motor para ver la pieza por medio de la cual se alimentaba de combustible. Nuestras cabezas se hallaban casi juntas, encima de tubos y cilindros, en medio de vapores de gasolina, cuando me di cuenta de lo que deseaba. Me susurró:
– ¿Tiene alguna noticia acerca de la pobre Topaz?
– ¿Qué clase de noticia?
– Parecía usted creer que alguien la había asesinado. ¿Se ha arreglado todo?
– No hay nada nuevo.
Era cierto en el sentido de que no había sucedido nada que me ayudara a encontrar al asesino de Topaz. No tenía intención de hablarle de Bobbie ni del sátiro astroso. Lord Beverley soltó un profundo suspiro de alivio sobre las entrañas del automóvil.
– Así pues, ¿fue un suicidio?
– Ése es todavía el veredicto oficial.
– ¡Gracias a Dios! Ya de por sí me ha costado mucho tranquilizar a mi padre. Si creyera que he estado involucrado en un caso de asesinato…
Desde los escalones del hotel, una voz dura y malhumorada gritó:
– ¡Charles, el hombre dice que no le encargamos una cesta de comida! ¡Te dije que la pidieras!
Lord Beverley suspiró de nuevo, se incorporó y dejó la llave.
– Es mi padre. Discúlpeme, señorita Bray, tengo que hablar con él. No los presentaré, si no le molesta. No es precisamente uno de sus aliados.
Esperé apoyada contra el vehículo y dándoles la espalda, en tanto padre, hijo y gerente del hotel arreglaban el problema de la cesta de comida. Lord Beverley regresó al cabo de unos minutos.
– Lo siento. Así que todo se ha acabado: las sufragistas obtienen su dinero y todo el mundo queda satisfecho. Pero es una lástima.
Me preguntó si pensaba quedarme mucho tiempo en Biarritz. Me disponía a contestarle cuando se oyó un grito. Una larga y negra fusta con látigo surgió como por ensalmo, cual dientes de serpiente, y azotó el abrigo de cuero de automovilista de lord Beverley.
– ¡Esto es por ella, cabrón! -gritó un hombre.
Me volví y ahí, a unos metros, se encontraba Sidney Greenbow, con las piernas abiertas y recogiendo el látigo en la mano derecha. Alrededor, la gente que había estado charlando al sol se quedó atónita.
Lord Beverley no se movió durante unos segundos, limitándose a mirar fijamente a Sidney. Se llevó la mano al hombro donde lo había fustigado el látigo. Se le veía más perplejo que enojado. Si oyó lo que le gritó Sidney, no pareció entenderlo.
– ¿A qué se debe esto? -preguntó con tono lastimero.
– Sabes perfectamente a qué.
Sidney se preparó para fustigarlo nuevamente y esta vez se oyó un coro de gritos. Me encontraba a unos centímetros de lord Beverley, pero no se me ocurrió apartarme. Como todos, no daba crédito a mis ojos. El látigo silbó de nuevo, cerca de mi mejilla, pero en esta ocasión lord Beverley ya no estaba en el mismo lugar. Gritó algo incoherente y se arrojó sobre Sidney antes de que éste pudiese recoger el látigo para un tercer azote. Fue tan rápido que pilló a Sidney con la guardia baja. Lord Beverley era más alto que él y pesaría unos quince kilos más. Los dos cayeron sobre la grava del patio delantero. Sidney aferraba la fusta y lord Beverley se sentó a horcajadas sobre él, tratando de quitársela. Pero la ventaja en cuanto a tamaño y peso de lord Beverley no era rival para los músculos circenses de Sidney. Tras muchos gruñidos y jadeos, la posición se invirtió: la cabeza de lord Beverley se hallaba ahora contra el suelo y la rodilla de Sidney sobre su pecho. Lord Beverley casi no podía hablar y apenas le quedaba aliento para preguntar a Sidney qué se suponía que había hecho. Sidney repetía una y otra vez:
– ¡Lo sabes, cabrón, lo sabes!
Nadie hizo nada por detenerlos hasta que me acerqué a ellos.
– Sidney, ¿qué está haciendo? Éste es lord Beverley.
– Hola, señorita Bray. Sí, sé perfectamente quién es, y me importa un rábano que sea lord. Quizá la policía no pueda tocarlo, pero yo sí.
– Déjelo levantarse, le está haciendo daño.
– Dejaré que se levante si promete que pelearemos como es debido. No quiero que huya corriendo en busca de su papaíto.
Al creer que Sidney se había distraído, lord Beverley intentó de nuevo quitárselo de encima. Pero tras un brusco forcejeo acabaron más o menos como al principio. Para entonces, alguien había pedido ayuda, que llegó en forma de cuatro fornidos empleados del hotel y el padre de lord Beverley, el duque. Cuando éste vio la escena, se sonrojó y gritó:
– Charles, ¿qué diablos estás haciendo ahora?
A lord Beverley apenas le quedaba aliento para decir que no era culpa suya.
– ¿Y bien? ¿Qué hacen ahí parados? ¡Quítenle ese hombre de encima!