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– Sí, tiene razón. -Esta vez no me miró a los ojos-. Lo que usted acaba de decir hace que me pregunte si me equivoqué.

– ¿Lo que dije sobre Bobsworth?

– Es algo agarrado por los pelos, pero…

– Que lo sea o no, más vale que me lo cuente.

Eso hizo, inclinado, con los codos apoyados en la mesa y mirándome a los ojos para ver mi reacción.

– Tenemos que retroceder diez u once años, cuando Topaz actuaba todavía en los teatros de variedades y empezaba a irle bien con el otro trabajo. Yo la veía ocasionalmente, cuando estábamos en la misma cartelera, y me habló de un hombre que tenía que ver con eso de los abogados…

– ¿Un cliente?

– No; esta vez las cosas eran al revés. Él trabajaba para pagarse los estudios, pero el dinero no le alcanzaba y Topaz lo ayudaba.

– ¿Por qué?

– Porque él le gustaba, supongo. Creo que también trataba de probar que ella podía pagarse un hombre y el que él tuviera algo que ver con el mundo de los abogados significaba un ascenso para ella. Por supuesto, después pudo haberse conseguido todos los jueces del Tribunal Supremo, de haberlo querido, pero en aquel entonces todavía no.

Ya imaginaba adónde quería llegar, pero quería que lo expresara en voz alta.

– ¿Qué tiene que ver con Bobsworth?

– Bueno, cuando me ha dicho que la espiaba y que trabajaba en el bufete de un abogado, empecé a sumar dos y dos.

Yo también estaba sumándolos, a tal velocidad y con tanto júbilo que perdí el aliento, como ocurre cuando el viento te azota al caminar. Veía al joven oficinista, humilde pero ambicioso, trabajando para ascender de oficinista a abogado; lo veía hundirse en su mundo a la vez que Topaz ascendía en el suyo, lo imaginaba robando para impresionarla, arruinándose. Pero, años más tarde, por cruel coincidencia, trabajaría y viviría con aprendices de payaso en una carreta circense, mientras ella dormía sobre sábanas doradas en la misma ciudad. «Pagaré por una carrera.» Por el brillo de los ojos de Sidney supe que percibía mi excitación.

– Supongamos que fue Bobsworth -dijo, como si me susurrara palabras cariñosas.

Imaginé a Bobsworth pidiéndole una cita a Topaz, tarde, por la noche, cuando terminara su trabajo en el circo, y a Topaz encabezar la nota de respuesta con «Demasiado tarde». Demasiado tarde para Bobsworth, demasiado tarde para todo. Traté de no dejarme llevar por la imaginación…

– ¿No estaba trabajando en el circo esa noche?

Sidney sonrió.

– A nadie le habría extrañado que Bobsworth se hubiese largado de nuevo.

El camarero había servido más café y esta vez Sidney lo bebió lentamente.

– ¿Y dice que Bobsworth ha muerto?

– Ahogado. He visto su cuerpo.

Permanecimos un rato sin hablar. El café empezaba a llenarse de parroquianos que querían comer temprano. Sidney sacó un franco y unos céntimos, y los dejó sobre el mantel.

– Entonces, caso resuelto.

Parecía haber recuperado su desenvoltura. Salimos juntos al brillante sol matinal.

– Supongo, pues, que azoté a la persona equivocada, ¿verdad?

– Sí.

– Merezco haber perdido el látigo.

Me deseó buenos días y se alejó; caminaba entre los paseantes como un marinero entre marineros de agua dulce. Así que él creía que el caso estaba resuelto.

19

Necesitaba calma. Anduve de un extremo a otro del paseo marítimo; a mi lado se hallaba la gran extensión del Atlántico, pero por el poco caso que le hice, igual podría haberme encontrado en la celda de una cárcel. Si Sidney había dicho la verdad, conocía el nombre del asesino de Topaz. Pero si había mentido, también conocía el nombre del asesino de Topaz, otro nombre, pues, ¿por qué inventar ese amante que tenía algo que ver con el derecho? Cada ola repetía «Bobsworth, Bobsworth, Bobsworth»: se estrellaba con el «Bob» y se replegaba siseando con el «sworth».

Si Bobsworth había matado a Topaz, entonces Bobbie Fieldfare era mejor detective que yo. Debió de tener sus sospechas casi desde el momento de la muerte de Topaz. Estaba, por ejemplo, el asunto del colgante de ópalo. Según Tansy, la joya llegó con una tarjeta la mañana de la muerte de Topaz. Pareció complacerla y divertirla, reacciones muy posibles al recibir un regalo de un amante de diez años atrás. Quizá la tarjeta incluía la petición de una cita para esa noche, cuando él hubiese acabado sus tareas en el circo. No resultaba difícil explicar cómo un pobre trabajador de circo conseguiría un ópalo, teniendo en cuenta que ya había robado al menos una vez para impresionar a Topaz. El único misterio era cómo había adivinado Bobbie el significado del colgante, cómo lo había conseguido para dárselo, al parecer por mero capricho, a Marie. Eso también requería una explicación, a menos que por alguna razón ya no importara.

Anduve frente a la playa Grande, rumbo al cabo San Martín y su faro. Quizá el colgante ya no importaba porque Bobbie sabía que existían mejores pruebas contra Worth, o sea, la tarjeta escrita de su puño y letra, presentándose de nuevo y pidiendo una cita. Eso, suponiendo que Bobbie -o quizá Rose-, hubiese logrado entrar en la suite de Topaz y se hubiese apoderado tanto del colgante como de la tarjeta. Suponiendo, además, que Bobsworth se hubiese enterado de que tenían en sus manos pruebas que lo enviarían a la guillotina, por lo cual habría seguido a Bobbie a la fiesta con su disfraz de sátiro, para tratar de recuperarlas. Luego, al no poder reunirse con Bobbie, se habría centrado en las dos personas que había visto con ella, es decir, Rose y yo. Al pensar en esa posibilidad deseé hallar a Rose, pedirle perdón por no entender la situación a tiempo y por no protegerla. Si Rose, presa del pánico, había matado al hombre, era por mi culpa… y la de Bobbie.

Bobbie había sido más inteligente que yo. Sin embargo, ninguna de las dos lo había sido lo suficiente. Yo fui a Biarritz a fin de recibir las cincuenta mil libras de Topaz para nuestra causa. Si podíamos probar que se trataba de un asesinato y no de un suicidio, eso reforzaría la afirmación de que Topaz estaba cuerda cuando hizo su testamento. Pero muerto Bobsworth no podíamos probar su culpabilidad sin incriminar a Rose.

Para cuando hube llegado a ese punto de mis cavilaciones, los chillidos de las gaviotas se me antojaron socarrones. Me senté en una barca de remos que estaba boca abajo en la arena. Aceptaba, pues, que Sidney había dicho la verdad, que haría unos diez años había existido un amante con ambiciones de ser abogado, y que ése era Worth. Sólo una persona podía ayudarme: Tansy. Aunque el amante del bufete de abogados perteneciese a una época anterior de antes de que ella entrara al servicio de Topaz, ella había sido su confidente y probablemente en algún momento, en una de esas conversaciones que Topaz solía emprender con su criada, lo habría mencionado. Necesitaba hablar con Tansy. Lo malo era que cuando nos habíamos visto la última vez, ella casi me había puesto de patitas en la calle. Bueno, si no me permitía entrar en su habitación, tendríamos que conversar fuera. Sin duda saldría a tomar el fresco.

La esperé desde media tarde hasta después de las seis, en la callejuela, frente a la entrada privada de Topaz. Recibí miradas recelosas de varios cocheros y en un momento dado Demi-Tasse pasó pausadamente a mi lado y, con su habitual cortesía, me deseó las buenas tardes. El sol se estaba poniendo sobre el mar, lanzaba una estela dorada calle arriba y alentaba a las palomas a arrullar en las cornisas del hotel, cuando la puerta lateral se abrió y Tansy salió con una bolsa de la compra. Cerró la puerta con llave, igual que cuando fuimos por las tiendas de ropa interior. No me había visto, así que caminé detrás de ella, pues no quería asustarla y que volviera a entrar a toda prisa. Al llegar a la plazoleta se dirigió directamente a la tienda de ultramarinos. Crucé y me quedé a la puerta de la tienda. Al salir unos diez minutos más tarde con la bolsa repleta, casi chocó conmigo.