– ¡Oh, señorita Bray, qué susto me ha dado! ¿Qué hace aquí? -Parecía nerviosa, pero menos enojada que la última vez que nos vimos en la suite.
– Paseando. Veo que ha ido de compras.
Aferró la bolsa, como si yo tuviera intención de quitársela.
– Más de lo que quería. No entienden cuando una pide sólo una libra.
– Lamento haberla molestado el otro día.
– Y yo lamento haber sido tan ruda, pero tantas preguntas me aturdieron.
Anduvimos en silencio. Se detuvo cuando llegamos a la puerta lateral.
– Bueno, adiós, señorita Bray. Supongo que se marchará pronto, como los demás.
¡Como si yo estuviese de vacaciones! No quería mostrar mis cartas tan pronto, pero no tuve más remedio.
– ¿Puedo subir un momento, Tansy? Hay algo que creo le interesará oír.
Tansy vaciló.
– ¿Qué es?
– Creo saber quién mató a Topaz Brown.
Con rostro inexpresivo, preguntó:
– ¿Quién fue?
– Es una larga historia; será mejor que subamos.
Hizo girar la llave. No sostuvo la puerta para que yo entrara, pero tampoco protestó cuando la seguí. Subimos por el ascensor, silenciosas. Cuando nos hallábamos frente a la puerta de la suite de Topaz, empezó a quejarse.
– No pido mucho, sólo un poco de paz y tranquilidad para arreglar todas sus cosas. Eso es lo único que quiero, señorita Bray, sólo un poco de paz y tranquilidad.
Como me encontraba detrás de ella, lanzó las palabras a la puerta y buscó su llave con aspavientos, preguntándose en voz alta qué había hecho con ella; luego la encajó ruidosamente en la cerradura, como si ésta la hubiese ofendido. El gran salón parecía desarreglado. En los doce días desde la muerte de Topaz su aspecto se había convertido en el de una lujosa sala de espera, impersonal e inquietante. En una mesita había una bandeja con tazas de té. Tansy dejó las bolsas en la mesa.
– ¿Y bien?
– ¿Y bien, qué?
– ¿Quién fue?
– Tansy, no voy a decírselo a la primera. Quítese el abrigo y siéntese.
Me arrellané en un sillón. Tansy siguió mi ejemplo, aunque todavía tensa como un resorte.
– ¿Quién fue?
– Me temo que primero tengo una pregunta y espero que sea la última.
– Creí que era usted quien me iba a contar algo, para variar.
– Sí, lo haré. Pero antes conteste mi pregunta. Es muy importante.
– Se supone que todas lo son.
Esperó con las manos entrelazadas sobre el regazo y muy juntos los pies enfundados en sus prácticas y polvorientas botas.
– ¿Alguna vez le habló Topaz de los hombres que conoció antes de que usted trabajara para ella?
Me miró airadamente.
– Ya le he dicho que nunca cotilleé sobre su trabajo y no pienso empezar ahora.
– No era cuestión de trabajo, Tansy. Se trata de un hombre por el que sentía cariño y al que trató de ayudar. Este hombre estudiaba la carrera de abogado, lo conoció hará unos diez años.
– Eso fue tres años antes de mi llegada.
– ¿Alguna vez le habló de esa persona?
Calló. Al principio pensé que era su habitual silencio obstinado, pero luego vi que su expresión no reflejaba obstinación, sino pena; tenía las manos tan fuertemente entrelazadas que se le pusieron blancas. La realidad y la necesidad de saber lo que podía contarle libraban una batalla. Intenté facilitarle las cosas.
– Está bien, Tansy, no tiene que decirme su nombre, pues ya lo conozco. Pero hubo un hombre, ¿verdad?
Asintió levemente con la cabeza; de no haberla estado mirando no lo habría advertido.
– ¿Le habló Topaz de él?
Otro asentimiento.
– ¿A menudo?
– Una vez. -La palabra chirrió como la bisagra de un baúl que no se ha abierto en años.
– ¿Qué dijo?
– Lo había ayudado y él se había mostrado ingrato. Me lo contó un día que comentábamos que los hombres son desagradecidos.
– ¿Fue reciente esa conversación?
– No; hará un par de años. Lo recuerdo porque ella no solía criticar a la gente. Verá, ese hombre le gustaba, le gustaba mucho.
Pronunció «le gustaba» como la mayoría de las mujeres pronunciaría «lo amaba». Permaneció inmóvil, con la mirada fija en mi cara.
– Y bien, ¿qué tiene que decirme?
Aspiré hondo.
– Creo que él la mató, Tansy. Estuvo aquí en Biarritz y es probable que le enviara el colgante con una nota pidiendo verla de nuevo. Ella accedió, incluso compró ropa interior y vino baratos para recordar los viejos tiempos, antes de que ella tuviera tanto dinero. Y el pescado, bueno… supongo que en aquel entonces comerían pescado y patatas fritas. Topaz quería sorprenderlo con un guiño privado y él la mató.
– Ya veo… ya veo.
Guardamos silencio. En la habitación sólo se oía nuestra respiración; desde abajo nos llegaban los sonidos del tráfico vespertino, pasos de caballos, cláxones. Recordé que Jules había dicho que Topaz descansaría en paz cuando se supiera quién la había matado, y supuse que así se sentía Tansy en ese momento.
Me pregunté si la ayudaría saber que Robert Worth había muerto, y que su propia hermana había vengado accidentalmente a Topaz. Decidí que no. El silencio se extendió durante largos minutos y la luz en la habitación pasó del dorado al rojo cobrizo cuando el sol se puso en el mar. Yo estaba cansada, pero tenía que dejar a Tansy con su pena y salir a buscar a Rose. Sólo una cosa podía hacer por ella antes de irme, una minucia, pero una minucia que no debía pasarse por alto.
– Prepararé té, Tansy.
Me acerqué a la mesa con las tazas y el infiernillo.
– ¡No! Deje eso, no quiero té.
Pero su exclamación llegó demasiado tarde: ya las había atisbado. Encendí la luz y descubrí una bandeja con dos tazas sucias encima de la mesa.
– ¿Un visitante, Tansy?
– Sí, mi amiga Janet.
No era buena embustera. Recordé su prisa por sacarme de la suite la anterior vez, la bolsa de la compra repleta, su dificultad para abrir la puerta con la llave. Me dirigí a la puerta de doble batiente que daba al dormitorio y la abrí.
– Yo de usted saldría, Rose.
20
Había estado sentada en una silla junto a la cama de Topaz, en la oscuridad, con las cortinas echadas.
– Quédate ahí, Rose.
Pero Rose no le hizo caso a su hermana y salió; parpadeó a causa de la repentina luz. Llevaba la misma falda que le vi en el jardín de Marie y una blusa a rayas de su hermana, prenda demasiado pequeña que le ceñía el pecho y dejaba sus muñecas al descubierto. Tenía el semblante pálido y la piel debajo de los ojos, oscura y hundida.
– Hola, señorita Bray. No te preocupes, Tansy, quizá sea mejor así. No podía quedarme aquí para siempre jamás.
– ¿Ha estado aquí todo el tiempo?
– Sí, lo siento. Después de lo que ocurrió en el jardín, me… me asusté y no supe qué hacer. Acudí a Tansy.
Parecía cansada, derrotada. La hermana menor había buscado la ayuda de la mayor, como una niña con problemas. Me pregunté si le había hablado a Tansy de la muerte de Robert Worth y supuse que no.
– Ya no sabía lo que estaba haciendo Bobbie, ni lo que quería que yo hiciera. -Sus ojos expresaban súplica. No, no se lo había contado a su hermana-. ¿Sabe Bobbie que estoy aquí?
Estaba a punto de decirle que no, cuando se oyó una violenta llamada a la puerta y la voz familiar, alegre y segura de Bobbie.
– Tansy, ¿está Rose con usted? Quiero hablar con ella.
– No está. ¡Lárguese! -exclamó Tansy.
– No la creo, Tansy. Me quedaré aquí hasta que Rose salga, aunque sea toda la noche.
Se oyó un ruido e imaginé a Bobbie deslizándose hasta sentarse con la espalda contra la puerta.
– No se irá -dijo Rose y su voz reveló que todavía sentía un poco de orgullo.