– Lord Beverley no tardó en saber a cuál prefería -declaró Tansy.
– Sí, señor. Uno de los pequeños triunfos de Topaz. De hecho, supongo que podríamos decir que el último. Se lo quitó a la Pucelle sin esforzarse siquiera, por lo que se ve.
– No necesitaba esforzarse, podía conseguir mejores que él sin el menor esfuerzo.
Tansy volvió a sonrojarse, indignada. La mirada de Jules y la mía se encontraron y él sonrió. Me pareció que le agradaba provocarla, y eso no era amable.
Tansy se dirigió a la ventana y miró hacia fuera.
– Apuesto a que está allí, observándonos.
– ¿Dónde?
– Marie vive en el otro torreón, el del sur, igual a éste. Posee una villa en las afueras, pero en cuanto se enteró de que Topaz había alquilado esta suite para la temporada, tuvo que conseguir la otra a cualquier precio.
Tansy soltó una exclamación desdeñosa:
– ¡Mírenla allí!
Y cuando Jules y yo fuimos hacia la ventana, agregó:
– No, no la miren, eso es justo lo que quiere.
Demasiado tarde; ya nos encontrábamos a su lado frente a la ventana, contemplando el torreón. Todas las persianas estaban bajadas, salvo una, y en esa ventana vislumbré un pálido perfil y una mano blanca.
– ¿Qué está mirando?
Jules abrió una puerta y salió al balcón. Pese a las protestas de Tansy, lo seguí. Miramos hacia abajo y allí, frente a la puerta, se hallaba la calesa de un florista, tirada por dos ponis blancos. Apenas se veían la calesa y los ponis, porque estaba atestada de azucenas. Atrás había dos calesas más, igualmente atestadas, y vimos una fila de botones entrar en la recepción, tambaleándose por el peso de las azucenas que llevaban en los brazos y que parecían casi tan altas como ellos.
– Mire eso -dijo Jules-, es un absoluto desenfreno de pureza.
– ¿Son todas para Marie de la Tourelle?
– ¿Para quién, si no? Probablemente las envía el archiduque, pidiendo perdón por tocarla con sus lascivas manos.
– Debió de enviar todas las azucenas de Biarritz.
Incluso hasta nuestro balcón, tan arriba, llegaba su fragancia por encima del olor del mar. La figura se había apartado, pero mientras mirábamos una fila de botones desfiló frente a sus ventanas.
– ¡Cómo se habría reído Topaz! -aseguró Jules con tristeza.
Volvimos a la sala, donde Tansy estaba haciendo alarde de ocuparse de pilas de ropa.
– No sé cómo puede estarse allí, mirándola, señor Jules. Si hubiese justicia en este país…
Jules cogió su copa y le contestó bruscamente:
– Tansy, por favor, no empieces con eso otra vez.
– Bueno, ¿y qué se supone que debo hacer? ¿Quedarme quieta sin decir nada, viendo cómo se las da de gran señora, día tras día, después de lo que ha hecho?
Dobló un chal, convirtiéndolo en un pequeño cuadrado, pero se le escurrió entre las manos y tuvo que recogerlo y empezar de nuevo. A juzgar por su voz, creo que estaba a punto de llorar.
– Tansy cree que Marie asesinó a Topaz -explicó Jules con tono cansino.
– ¿Qué?
– Bueno, ¿quién más pudo haberlo hecho? La odiaba, envidiaba hasta el aire que respiraba. Y cuando vio que no podía vengarse de otro modo, decidió envenenarla.
Tansy cogió otro chal, asió dos extremos con las manos y otro con los dientes, y tiró con tanta fuerza que la delicada tela se rasgó.
– ¡Mire lo que me ha hecho hacer! Sus cosas eran tan bonitas…
Rompió a llorar con desconsuelo. Jules le pasó un brazo por los hombros y se inclinó.
– Tansy, no debes ir por ahí diciendo esas cosas. Podrías meterte en problemas.
– ¿Por qué nadie me cree?
Entre Jules y yo logramos sentarla en el diván, hacerla beber un poco de vino y calmarla, aunque no dejó de insistir.
– Todos tratan de fingir que se suicidó. Pero ella nunca se suicidaría. Estoy segura.
Miré a Jules.
– ¿Usted cree que Topaz se suicidó?
– ¿Qué más puedo creer? En todo caso, no creo que Marie entrara sigilosamente, sin que nadie la viera, y echara medio frasco de láudano en su vino.
– ¿Murió por causa del láudano?
– Sí.
– ¿Solía tomarlo?
Tansy afirmó indignada:
– Claro que no. Ni siquiera tenía láudano.
Jules asintió con la cabeza.
– A Topaz nunca le costó dormir.
– Sin embargo, por lo que ustedes me dicen, Topaz se comportó con naturalidad el miércoles, hasta el mediodía y aún más tarde. ¿Cuándo la dejó?
– Justo antes de la una. Esperaba comer con ella, pero dijo que no, que quería hablar de algo con Tansy. Le dije que nos veríamos esa tarde para un paseo, si no estaba ocupada, y las dejé.
Tansy se había tranquilizado y me miraba fijamente.
– Así que Topaz comió aquí, a solas.
Tansy negó con la cabeza.
– No, Topaz y yo comimos aquí juntas.
Debí de poner cara de sorpresa.
– No crea que lo hacíamos a menudo; sólo de vez en cuando. En su cumpleaños y el mío, si no tenía otro compromiso, nos sentábamos y hablábamos. Topaz no se avergonzaba de sus orígenes, no como esa de enfrente. En todo caso, ese miércoles tenía algo que decirme y me pidió que hiciera subir la comida de la cocina para las dos. Esos meloncitos color naranja, un poco de ensalada de langosta, frambuesas y una botella de su chablís especial. Y yo le pregunté, un poco impertinente: «¿De quién es el cumpleaños, suyo o mío?», y ella me contestó que pronto me enteraría. Creí que iba a decirme cuándo volveríamos a Inglaterra. Le gustaba regresar a tiempo para las carreras de caballos en Ascot. De todos modos, cuando ya íbamos por la mitad de la ensalada de langosta, me sorprendió con la noticia.
Jules no atendía el relato, como un hombre que ya lo ha oído antes.
– ¿Qué noticia?
– Dijo que no regresaría a Inglaterra. «¿Ni siquiera para Ascot?», le pregunté. «Ni siquiera para Ascot, ni para nada. Me voy a retirar, Tansy», contestó. Yo no sabía qué decir. Nadie en Europa había tenido tanto éxito como ella. Así que, como de costumbre, contesté lo primero que me vino a la cabeza y, claro, metí la pata.
»"Todavía tiene años por delante, ni siquiera ha empezado a perder su belleza." No se ofendió.
»"Hace años, Tansy, antes de conocerte, juré que lo dejaría cuando encontrara mi primera cana, y eso acaba de ocurrir"», me dijo:
»"¿Dónde está? No la veo", pregunté. Inspeccioné su cabello, que todavía le caía suelto sobre los hombros. Y ella me dijo:
»"Parece que quieres golpearla, Tansy, como si fuese una abeja. ¿Quién te ha dicho que estaba en mi cabeza?" Y rió más al ver que yo me sonrojaba, y dijo:
»"Es cruel, ¿verdad, Tansy? Me encanta hacerte sonrojar. Probablemente por eso nos llevamos tan bien tú y yo. Te sonrojas por mí." No dije nada, porque todavía estaba tratando de digerir la noticia. Y ella añadió:
»"¡Oh!, podría seguir un par de años más antes de que mi cuerpo empiece a llenarse y mi cutis a ajarse. Pero voy a cumplir treinta y un años y llevo en esto trece. He ganado todo el dinero que necesito para lo que quiero hacer."
»Le pregunté qué era, y ella dijo que iba a comprar un viñedo, que creía haber encontrado lo que buscaba. Dijo que iba a dejarse engordar y que su cabello podría hacer lo que quisiera, que se desplazaría en una calesa y reprendería a sus peones cuando los viera holgazanear. Que invitaría a algunos hombres a visitarla, pero sólo a aquellos que fueran como el señor Jules u otros que la hicieran reír. Estaba tan excitada como una chiquilla y yo pensé: bueno, ¿por qué no, después de todo? Alcé mi copa y brindé por su viñedo y le deseé la mejor suerte del mundo.
Miré a Jules.
– ¿Topaz le habló de esto?
– Esa mañana no. Creo que quería contárselo primero a Tansy.
– ¿Cuándo?
– Tendrá que escuchar el resto primero. Adelante, Tansy.