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– Si lo es, es una respuesta a un mensaje falsificado, que, según usted misma ha reconocido, formaba parte de una trampa.

Pero su voz ya no era tan serena. De haber sido un abogado rival, habría sabido que la balanza se inclinaba hacia mí.

– Pero la señorita Brown creyó que la tarjeta era de usted, así que debió de enviarle a usted la respuesta.

– No recibí esa nota. -Dio un paso hacia mí.

– Pues yo creo que sí la recibió, señor Chester, y que la trajo cuando visitó a la señorita Brown a las ocho de la noche, para preguntarle qué significaba esa invitación, aunque sospecho que ya se había hecho una idea al respecto.

Adoptó sus modales de tribunal.

– En ese caso mi comportamiento habría sido inexplicable. Está usted pidiendo al… -Casi dijo «al tribunal»-. Alega usted que, sin motivo, recibí una invitación de una notoria prostituta y que fui a preguntarle personalmente qué quería. Sin duda eso es lo que habría hecho un tonto, ¿no?

– Claro que sí, si no conociese usted a la señorita Brown desde antes.

– Si quiere dar a entender que suelo frecuentar prostitutas, señorita Bray, he de decirle que su mente es todavía más retorcida de lo que esperaba, dadas sus actividades.

Se había exaltado de indignación.

– No lo estaba acusando de eso.

– Entonces ¿de qué?

– Creo que en una relación normal entre un hombre y una mujer como Topaz Brown, el hombre paga sus gastos. En el caso de usted, fue al revés.

Leí la nota de Topaz, aunque ya me la sabía de memoria:

– «Devolución de un pagaré por una carrera.» La carrera de usted, señor Chester, su carrera tan próspera. Sin embargo, al principio dependió del apoyo de Topaz Brown y de su dinero.

Fingió marcharse, aunque dio un solo paso hacia la puerta.

– Tiene la mente desquiciada Por el odio que siente hacia mí.

– Tengo una testigo. -Señaló a Tansy-. Es Tansy Mills, la doncella de Topaz Brown. Me ha dicho que Topaz le habló una vez de un hombre, un abogado, al que había ayudado en sus inicios. Dijo que se comportó como un hombre desagradecido. Sin embargo, Tansy se negó a darme su nombre y ahora se lo voy a preguntar de nuevo.

– Sí, era él -graznó Tansy.

– Haremos esto como es debida Tansy. ¿Cómo se llamaba el hombre que, según Topaz era un desagradecido?

Otro graznido:

– David Chester.

Él dio dos pasos en su dirección pero se detuvo.

– La ha preparado, es una de sus acólitas.

– ¡Oh, no! Si hay alguien en el mundo que se oponga más que usted al voto de las mujeres, ésa es Tansy Mills. Si hay una persona que siente más antipatía por mí que usted, ésa es Tansy Mills.

– Es cierto -confirmó ella con un nuevo graznido.

Chester la miró a ella y luego a mí, desconcertado.

– La persona que le preparó esta estúpida trampa no tenía idea de cuán mortal era. Ni ella ni yo sabíamos que tenía usted relación con Topaz Brown.

– No la creo.

– Usted recibió esta nota. -Crucé la habitación y se la enseñé, aunque no la puse en sus manos-. La pobre Topaz Brown quería decir exactamente lo que dijo: la conmovió el colgante que, según creía, usted le había enviado. Estaba dispuesta a perdonar su ingratitud, a olvidar lo que le debía. Preparó una cena para recordarle los viejos tiempos, cuando ambos eran pobres: pescado frito y vino barato. Hasta salió a comprarse ropa interior de la que usaba antes de poder comprarla de mejor calidad.

Los ojos de Chester parpadearon al oír mencionar la ropa interior.

– Pero usted también se había preparado, ¿verdad? Topaz compró vino y usted compró láudano. Llegó a tiempo para la cita, envenenó a Topaz y regresó a tiempo para una cena tardía con su esposa y sus amigos. Cogió la llave de su puerta privada y la usó después de las dos de la madrugada para asegurarse de que estuviese o muerta o a punto de morir.

– ¿Sin que mi esposa se diera cuenta de mi ausencia? Absurdo.

Estaba entrenado para luchar hasta el final, por muy imposible que fuese la causa.

– Por lo que su esposa sabía, usted estaba velando el sueño de su hija Louisa. Probablemente le administró unas gotas de láudano en un terrón de azúcar para que no despertara mientras usted estaba fuera.

Chester cerró los ojos al oír el nombre de su hija. Creo que esas gotas de láudano le provocaban mayor sentido de culpabilidad que las que vertió en la copa de vino de Topaz.

– Pero todavía tenía un problema, ¿verdad? Cuando llegó aquí, Topaz debió de agradecerle el colgante y, naturalmente, usted debió de preguntarle cómo sabía que se lo había enviado, y ella respondió que lo había recibido junto con su tarjeta. A la mañana siguiente pensó que no podía dejar que descubrieran su tarjeta entre sus papeles. Pagó a un hombre para que la cogiera y se la devolviera, haciéndose pasar por lo que no era; cuando eso falló, le dio la llave y le dijo que la robara. Eso también falló. Peor aún, ese hombre guardó la llave y trató de chantajearlo: para entonces ya sabía mucho, porque también le pagó por espiarnos, por si habíamos intuido algo.

– ¿Podría presentar a ese hombre para que diera su testimonio en un tribunal?

– Sabe bien que no, que está en el depósito de cadáveres. Aunque puedo decirle su nombre: Robert Worth. Usted lo conoció en Londres hace más de diez años, cuando él trabajaba para un abogado. Y lo reencontró aquí, probablemente cuando llevó a Naomi y Louisa al circo.

Eso fue algo que adiviné de repente, pero con ver su expresión supe que había dado en el blanco. Estoy segura de que lo que yo sabía sobre su familia fue lo que más lo abatió. Hizo ademán de abalanzarse sobre mí y me dispuse a defenderme, pero pasó por mi lado, subió a la tarima y se sentó pesadamente en la cama de Topaz. Por una vez, Tansy no protestó por la profanación. Permaneció sentado con la cabeza cogida entre las manos y los largos dedos presionados contra la frente. Recordé las horas que yo había pasado en el banquillo de los acusados y no lo compadecí… bueno, sólo un poco.

– Lo siento -dijo.

Para una confesión era increíblemente inadecuado, mas no estaba confesando.

– Lo siento, necesito aire. ¿Hay un balcón?

Le hice una señal a Tansy de que siguiera donde estaba, lo conduje cual a un ciego por el oscuro salón y abrí la puerta de doble batiente del balcón. Una ráfaga de aire frío nos golpeó, así como el rumor de las olas del Atlántico contra la playa, a cien metros de allí. Estaba oscuro. Horas antes habían apagado las farolas del paseo marítimo y nos encontrábamos demasiado alto para ver las ventanas de los otros hoteles. Chester salió al balcón y aspiró hondo varias veces. Yo había supuesto que tenía algo que decirme que no quería que Tansy oyera. Lo seguí, con la sensación de estar pisando los fragmentos de algo valioso, e intenté decirme que ese algo merecía estar roto. Chester me daba la espalda y miraba hacia el mar. Esperé.

– ¿Qué piensa hacer? -Lo preguntó sin volverse; su voz era firme nuevamente. Ésa era la pregunta que yo quería hacerle.

– ¿Qué espera que haga?

Mi voz sonó tan firme como la suya. Parecíamos dos colegas hablando de un caso difícil.

– Que me diga cuál es su precio.

– ¿Precio…? -Empecé a indignarme, pero entonces me di cuenta de que no hablaba de dinero-. ¿A qué precio se refiere?

– ¿Un voto?

– ¿Qué voto?

– El mío -musitó. Seguía mirando hacia el mar.

– ¿Su voto en el Parlamento?

– No carezco de influencia.

Para oírlo tuve que aproximarme tanto que casi podía tocarlo, aunque él no me miraba.

– ¿He de entender que me ofrece votar por nuestra causa la próxima vez que la cuestión del voto de las mujeres se presente en el Parlamento?

Su «Sí» fue casi inaudible, pero el alboroto que causaría en Londres supondría nuestro avance más sonado en años. Y tenía razón en cuanto a su influencia: otros lo seguirían y quizá con ellos pudiésemos conquistar el derecho al voto.