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Tenía dos miradas puestas en mí: la de Tansy, trágica y resentida, y la de Jules, inquisidora. Tratando de no parecer demasiado ridícula, pregunté lentamente:

– ¿Está diciendo que cuando la encontró muerta Topaz Brown llevaba ropa interior que no usaba normalmente?

– No se habría dejado pillar…

Se interrumpió justo a tiempo y se sonrojó.

– Así fue cómo lo supe, ¿sabe? Desde el principio supe que no se había suicidado. Aparte de lo otro, digo. Además, estaba ese vino que se llevaron.

– Había una copa vacía y una botella de vino medio llena al lado de la cama -explicó Jules-. La policía se las llevó, naturalmente. El láudano estaba en la copa.

– Pero ella nunca bebería el vino así, hasta yo lo sabía. Explíqueselo a la señorita Bray, Jules.

Éste suspiró y se removió en el asiento.

– Lo primero que ha de entender es que Topaz era una auténtica conocedora de vinos y poseía una excelente y selecta bodega. Según las habladurías, escogía a sus amantes por la calidad de sus viñedos. Como mucho de lo que se ha dicho acerca de ella, no es del todo cierto, pero no se alejaba del todo de la verdad.

– Entiendo. Supongo, pues, que tomó el láudano en un vino de cosecha excepcional.

– Al contrario. La botella encontrada al lado de la cama contenía un vino barato y peleón, del tipo que sirven en las peores tabernas para obreros. Tansy opina que Topaz nunca se pondría ropa interior como ésa y yo puedo asegurarle que nunca, estando en sus cabales, habría bebido una copa de vino de esa botella.

«Estando en sus cabales.» La expresión me deprimió, y Jules lo sabía.

– Tal vez si iba a añadirle láudano, no querría echar a perder un buen vino -sugerí.

Jules asintió con la cabeza.

– Es posible.

Pero ¿esa prueba iría en favor o en contra de una mente perturbada?

– Por lo que me han dicho ustedes, Topaz podría describirse como una persona de gustos caros. -Tansy y Jules asintieron con la cabeza-. Entonces, ¿por qué habría de querer suicidarse con ropa interior barata y bebiendo vino barato?

Un diagnóstico de aguda repugnancia hacia sí misma habría bastado, pero no concordaba en absoluto con la descripción del último día de Topaz.

– Lo hicieron para avergonzarla -declaró Tansy.

Obviamente, Jules sabía lo que seguiría.

– Tansy, si eso significa que crees que Marie subió, persuadió a Topaz a tomar veneno en una copa de vino que ya era de por sí veneno y luego la vistió con esa abominable ropa interior sólo para humillarla, lo único que puedo decir es que te acercas a la locura peligrosa.

Tansy lo miró airadamente.

Con más gentileza, añadí:

– Por lo que me ha dicho, Topaz se esforzó por sacarla de la habitación esa noche. ¿Acaso eso no hace pensar que ya había tomado una decisión?

– Pero era feliz, feliz como un niño con juguete nuevo, sobre todo ese día. No me diga que alguien se comporta así y luego va y se envenena.

– Tansy, me temo que varios amigos míos se han suicidado por razones diversas -comentó Jules-. En todos los casos se veían más alegres justo antes de hacerlo que en los anteriores meses, y creo que es porque habían tomado la decisión.

– Señor Estevan, ¿cree usted que Topaz Brown se suicidó? -pregunté.

– ¿Qué más puedo pensar?

Ya debía de haber pasado la hora de la comida; el sol se había desplazado hacia el oeste y sus rayos entraban directamente por las grandes ventanas. Jules no hacía ademán de irse, ni yo tampoco: si nuestro derecho al dinero de Topaz dependía de su estado de ánimo ese día -y esto me parecía probable-, no podíamos permitirnos dejar nada sin indagar.

– Señorita Mills, tenía usted la impresión de que Topaz Brown esperaba a alguien esa noche, ¿verdad?

– Eso supuse. De lo contrario, ¿por qué se quedaría?

– Pero ¿no tenía idea de quién sería?

– No.

– Usted, señor Estevan, ¿tiene idea de quién pudo visitarla?

– Media docena de personas pero no sé quién fue, si es que alguien lo hizo.

– Naturalmente, me pregunto si alguien le dio una noticia tan mala que decidió quitarse la vida.

– Naturalmente.

– Supongo que la policía ha preguntado en recepción si hubo visitantes.

– Lo dudo. La policía, como la mayoría de la gente, sabría que pocas de las personas que visitaban a Topaz pasaban por la recepción.

– ¿Por qué no?

– ¿Se fijó en el ascensor privado en el pasillo de esta suite? También hay escaleras que dan a una pequeña puerta en una calle lateral. Hay algo parecido en el torreón de Marie.

– Muy conveniente.

– Claro. Corre un chiste de que el arquitecto era un hombre de mundo que diseñó el edificio para las femmes du demi-monde, o sea, las cortesanas. Es una de las razones por las que el alquiler de las dos suites es tan elevado.

– ¿A los visitantes de la señorita Brown (me cuidé de no llamarlos «clientes») se les daba la llave de esta puerta privada?

– Creo que no, pero Tansy lo sabrá.

Ella negó con la cabeza.

– Había sólo tres llaves, una para ella, otra para mí y otra guardada en el despacho del gerente del hotel.

– ¿Llevaba usted la suya el miércoles por la mañana?

– Sí. Salí por la puerta lateral y la cerré con llave, como siempre.

– Cuando vino la policía -intercaló Jules-, después de que Tansy encontrara el cuerpo de Topaz, entraron por la puerta principal, pero Tansy decidió examinar la puerta lateral, ¿verdad, Tansy?

– Estaba cerrada con llave.

– ¿Como la había dejado Tansy?

No entendí lo que Jules insinuaba.

– Sí, pero hay un pequeño misterio. Tansy no encuentra la llave de Topaz y esto, por alguna razón, la preocupa.

Tansy le dirigió otra mirada airada.

– Solía guardarla en el cajón de esa mesita. Pero no estaba allí ni en ningún sitio. La he buscado.

Jules me miraba, esperando mi reacción, y yo pregunté qué deducía de ello.

– Nada -contestó-. Las llaves se pierden a menudo, pero Tansy no está de acuerdo.

– La que la mató salió por esa puerta lateral y se llevó la llave consigo -afirmó Tansy como si no cupiera duda.

– ¿Se lo explicó a la policía?

– Lo intenté, pero no me hicieron caso.

Jules se encogió de hombros.

– Resultaba obvio que Topaz se había suicidado. ¿Para qué hacer preguntas que crearían problemas para algunos?

Permanecimos sentados un rato. Luego, sin saber por qué, pedí ver el dormitorio de Topaz. Esto pareció alarmar a Tansy.

– No he entrado allí desde que la sacaron.

– Tendrás que entrar en algún momento, Tansy. ¿Por qué no ahora? -sugirió Jules.

Se puso en pie y, andando sobre la mullida alfombra, me guió hacia la puerta de doble batiente blanca y dorada que llegaba hasta el techo de la habitación. La tozudez y la pesadumbre de Tansy me impresionaron: se había quedado sola en la lujosa habitación, temerosa de abrir esa puerta. Seguí a Jules, con Tansy pisándome los talones.

Al entrar, mi primera sensación fue de oscuridad y olor a cerrado, olor que me recordaba algo en lo que prefería no pensar. A través de las pesadas cortinas de terciopelo corridas en todas las ventanas apenas se filtraban unos débiles rayos de luz, suficientes para revelar una pálida silueta en forma de tienda y destellos dorados dispersos. Jules no era, creo, una persona reverente por naturaleza, pero cruzó la habitación lentamente, como si participara en un ritual, y descorrió las cortinas para dejar entrar la luz. La habitación era más recargada que el salón, con una pintura estilo Versalles en el techo y delicadas sillas y mesas de la época de Luis XIV o buenas imitaciones. La cama se encontraba sobre una tarima bajo un baldaquín de damasco blanco atado con cuerdas doradas. Las sábanas, de satén dorado oscuro, se hallaban todavía desordenadas. La cara de Tansy se arrugó al verlas.