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– ¿y tú la observabas?

– Nunca lo pensé. Pero las parejas llamaban a la puerta para pedirle que mediara entre ellos. «Veamos qué dice la señora Costello» era la frase que corría por el barrio. Yo la veía hacerlo, de modo que supongo que algo de aquello se me debió de contagiar.

– Tu madre debe de estar muy orgullosa de ti.

– Los dos lo están.

Uri no dijo más; el ronroneo del motor llenó el silencio.

Maggie se reprochó la torpeza de haberse referido a sus padres en presente y con tanta despreocupación delante de Uri; se había dejado llevar. No era habitual que le preguntaran sobre su vida, y había disfrutado la oportunidad de contestar. A Uri, que se ganaba la vida haciendo que la gente hablara de sí misma, seguro que le había parecido de lo más natural, pero ella no recordaba la última vez que alguien le había preguntado «¿Cómo te convertiste en mediadora?». De repente cayó en la cuenta de que tampoco Edward se lo había preguntado.

Mientras regresaban a toda velocidad a Jerusalén dejando atrás calles abarrotadas de palestinos que avanzaban despacio si es que avanzaban, Maggie se concentró en la entrevista que acababan de mantener con Shapira. El hombre se había expresado con bastante claridad. Guttman le había hablado de su hallazgo -«Lo que yo sé, usted no quiere saberlo»-, y Shapira había llegado a la conclusión de que el gobierno israelí lo había matado por eso. Pero Shapira era un engreído presuntuoso. ¿Por qué no le había dicho a Uri lo que su padre había descubierto? Quizá porque ella estaba presente, pero eso no tenía sentido: si aquel hombre hubiera tenido un palo que poder arrojar a las ruedas del proceso de paz, habría aprovechado la ocasión de blandirlo ante una representante de los estadounidenses. ¿Era posible que Shapira no supiera nada y que solo pretendiera presentar a los Guttman como los mártires de la causa?

Estaba demasiado perdida en sus reflexiones, lo mismo que Uri, para darse cuenta de lo que tenían detrás: un pequeño Subaru blanco que se mantenía a una distancia de tres coches sin perderlos de vista en ningún momento.

Habían vuelto a casa de Rachel y Shimon Guttman. Cuando Uri abrió y la dejó pasar, Maggie se estremeció. En la casa no hacía frío, pero la atmósfera resultaba igualmente glacial. Aquellos habían sido por dos veces los dominios de la muerte. Admiró a Uri por tener el valor de poner el pie allí dentro.

El felpudo estaba cubierto de sobres y notas de condolencia; sin duda muchas de ellas del extranjero. En esos momentos la gente estaría en casa de la hermana de Uri, donde la shivá por su padre continuaría y donde tendría lugar la de la madre una vez que fuera enterrada. A Maggie le preocupaba que Uri se ausentara de un proceso que podía hacerle bien. Sabía por experiencia que ese tipo de ceremonias no eran para los muertos sino para los vivos, para que tuvieran algo que hacer y en lo que distraerse. Si tienes que saludar y hablar con docenas de amigos y parientes durante horas, no te queda tiempo para deprimirte. Sin embargo, allí estaba Uri, con ella, rechazando aquel sedante contra el dolor.

– Es aquí.

Uri encendió la luz de una habitación que afortunadamente se hallaba en el otro extremo de la casa respecto a la cocina donde habían encontrado el cadáver de Rachel Guttman. Era pequeña y tenía las paredes llenas de libros, del suelo al techo. También había montones de papeles por todas partes. En medio había un escritorio, en realidad una simple mesa con un ordenador, un fax y unos cuantos artilugios electrónicos, entre ellos una cámara de vídeo. Fue lo primero que Maggie examinó: dentro no había ninguna cinta.

– ¿Por dónde demonios empezamos? -preguntó. Uri la miró.

– Bueno, podrías hacer un curso intensivo de hebreo, así solo tardaríamos unos cuantos meses. -Maggie sonrió. Fue lo más cercano a una risa que habían compartido desde que se habían conocido-. Echa un vistazo al ordenador. Hay mucho material en inglés. Yo empezaré con esos montones de papeles.

Maggie tomó asiento y apretó el botón de encendido. -¿Te importa pasarme el móvil, Uri?

Él sacó la bolsa de plástico transparente que habían recogido en el hospital, en el camino de regreso de Psagot. Dentro se encontraban los «objetos personales del difunto», lo que su padre llevaba encima cuando lo mataron. Metió la mano, cogió el teléfono y se lo entregó a Maggie. Ella lo conectó y seleccionó la bandeja de mensajes de entrada. «Vacía.» Luego la bandeja de mensajes enviados. «Vacía.»

– ¿Estás seguro de que tu padre solía enviar mensajes de texto?

– Ya te lo he dicho. A mí me envió unos cuantos. Cuando yo estaba de servicio en la frontera del Líbano, nos pasábamos el día enviándonos mensajes.

– Entonces han limpiado este teléfono.

– Eso creo yo también.

– Lo que significa que seguramente habrán hecho lo mismo con su cuenta de correo electrónico. El que le hizo eso a tu madre probablemente pasó también por este despacho. Pero echemos un vistazo.

En la pantalla del monitor apareció el habitual escritorio.

Maggie fue directamente a la cuenta de correo. Se abrió una ventana solicitando la contraseña. Maldijo para sus adentros. -Uri…

Él sostenía contra el pecho un montón de papeles que iba creciendo a medida que examinaba uno a uno los folios de la pila que había en el escritorio y los añadía a su montón. Maggie comprendió que iba a ser una tarea muy lenta.

– Intenta Vladimir.

– ¿Vladimir?

– Sí. Jabotinski, el fundador del sionismo revisionista. El primer teórico de la línea dura y el héroe de mi padre.

Maggie introdujo la contraseña, y la pantalla se llenó silenciosamente con correo electrónico. Uri sonrió.

– Siempre usaba ese nombre. Escribía cartas de amor a mi madre firmando con él.

Maggie recorrió rápidamente con la vista los mensajes sin abrir. No habían dejado de llegar desde la muerte de Guttman: boletines del Jerusalem Post, de un fondo de pensiones de soldados; circulares de Arutz Sheva, la emisora de radio de los colonos.

Retrocedió, a los que habían llegado antes de su muerte, pero se encontró con lo mismo… ¡Un momento! Había algunos personales: una petición para que hablara en una manifestación que iba a celebrarse el miércoles -eso significaba ese día-, unas preguntas de la televisión alemana, una invitación a un coloquio-debate en la BBC… Siguió mirando, esperando encontrar algún mensaje de Ahmed Nur o cualquier cosa que pudiera ayudar a explicar las febriles palabras que Rachel Guttman le había dicho en aquella misma casa dos días antes. Miró en la bandeja de mensajes enviados, pero allí tampoco había nada destacable y, desde luego, ninguna comunicación con Nur. «Pero ¿cómo puedes ser tan tonta?», se dijo, y empezó a buscar el nombre que había descifrado: Ehud Ramon, segura de que hallaría algo. Sin embargo, no aparecía ni en la bandeja de entrada ni en la de enviados. Nada.

Cabía la posibilidad de que su conjetura fuera cierta y el asesino de Rachel Guttman hubiera pasado por allí para borrar metódicamente todos los correos y mensajes importantes. Miró también en la papelera de reciclado, por si acaso, pero allí tampoco había nada desde el sábado, el día de la muerte de Guttman. Aquello indicaba que alguien lo bastante hábil para no dejar rastro había manipulado el ordenador o que simplemente el difunto evitaba utilizar el correo electrónico para las comunicaciones importantes.

– ¿Estás seguro de que tu padre utilizaba el correo electrónico?

– ¿Bromeas? Todo el tiempo. Ya te he dicho que para un hombre de su edad mi padre era muy moderno. Incluso jugaba con juegos de ordenador. Además, era el típico paladín de su causa. La gente como él vive en intemet.