– Pero, Paul, no se trata de una mercancía normal.
– Lo sé, muchacho, lo sé. Pero las revistas se ponen en guardia cuando algo tiene… ¿Cómo decirlo…? Un origen dudoso. -¿Dudoso?
– Sí, como por ejemplo haberse caído de un camión iraquí.
Al fin y al cabo, parece que allí casi todo el mundo se ha vuelto loco.
– ¿Y qué se supone que vaya hacer?
– Lo siento, Henry, pero tendrás que buscar otro camino.
Henry decidió no decir palabra de todo aquello a al-Naasri, pero los mensajes que el jordano empezaba de dejarle en el buzón de voz eran cada vez menos amistosos.
«Tengo que hablar con usted, Henry. No se olvide de que todos esos recuerdos para turistas me pertenecen y me han costado un montón de dinero. Confío, por su bien, en que no esté intentando engañarme.»
Henry empezaba a inquietarse. Había guardado todas las piezas en la caja fuerte más segura de la tienda, pero seguía preocupado. Sabía lo valiosas que eran. De no ser así Jaafar no se habría tomado tantas molestias para ocultarlas.
Al final decidió llamar a Lucinda a Sotheby's, un gesto que siempre denotaba desesperación.
– Hola, cariño -respondió ella con voz ronca, exhalando el humo de un cigarrillo-. ¿Qué quieres esta vez?
– Lucinda, ¿qué te hace pensar que quiero algo?
– El hecho evidente de que solo me llamas cuando quieres algo.
– Eso no es verdad -dijo Henry, sabiendo que lo era. Aparte de un muy patético revolcón durante la fiesta de Navidad de Christie's, su relación se basaba en lo que Henry pudiera conseguir de Lucinda, incluyendo quizá el lamentable revolcón. Si hubiera pensado en ello, en la chica que en sus días de universidad había sido un bombón y en lo rápidamente que se había marchitado, habría sentido lástima por Lucinda. Pero Henry no pensó en eso.
– Lo cierto es que tengo una oportunidad para ti -añadió. Fue a verla aquella misma tarde, después de haberla convencido con la promesa de un gin-tonic a continuación.
– Bueno, Henry, ¿cuáles son esas maravillas que quieres mostrarme?
Henry sacó un pequeño joyero que sostuvo en la palma de la mano.
– ¡Oh, Henry! ¿No irás a hacerme ahora una proposición? ¿Aquí?
Henry alzó los ojos al cielo con una expresión indulgente y abrió el joyero mostrando un par de finos pendientes de oro consistentes en una pequeña pieza con forma de hoja. Sacarlos de las pulseras de baratijas y volver a montarlos no había sido muy difícil, pero sí delicado. Por suerte, todas aquellas piezas habían sido fotografiadas más de una vez, y no le costó localizar la imagen correspondiente. «Foto reproducida con autorización del Museo Nacional de Antigüedades de Bagdad», decía el pie de foto.
– ¡Santo Dios, Henry! ¡Pero si son…! ¡Pero si son…!
– Sí. Tienen cuatro mil quinientos años de antigüedad.
– Una maravilla, esa era la palabra que buscaba. ¿Has dicho cuatro mil quinientos años? ¡Increíble! -Sabes lo que quiero que hagas, ¿verdad?
– Me lo imagino, pero ¿por qué no me lo confirmas tú?
– Quiero que los vendas para que yo pueda comprártelos.
– y que de esa manera queden limpios, ¿no? «Comprados en una subasta de Sotheby's.»
– Eso es lo que me gusta de ti, Lucinda, lo rápida que eres.
– Pero no te gusto lo suficiente, Henry. En cualquier caso, es imposible. -¿Por qué?
– Bueno, suponiendo que tuviéramos autorización para vender objetos de… allí… Si la tuviéramos, estas piezas saldrían por una verdadera fortuna. No tienen precio. Están totalmente fuera de tu alcance. Tendríamos que mentir acerca de su verdadera naturaleza, y eso las perjudicaría, ¿no crees?
– Podrías decir que te las ha proporcionado un coleccionista privado de Jordania. La verdad es que es así como las he conseguido.
– Pero todos sabemos lo que significa eso de «coleccionista privado», ¿no te parece? Vamos, Henry. Todo el mundo está al acecho por si aparecen piezas de donde ya sabes. Son letales. No podemos ni tocarlas.
Henry contempló el resto de ginebra de su vaso.
– Bueno, ¿y qué demonios vaya hacer? Tengo que vender este material de alguna manera.
– En los viejos tiempos podría haberte presentado a gente muy rica que habría estado encantada de quedárselas sin hacer preguntas, pero ahora es diferente. Ese asunto tan feo de los nazis tiene asustado a todo el mundo. A menos que puedas aportar certificados por duplicado y triplicado, no encontrarás a nadie dispuesto a comprar nada.
– ¿Tú qué harías en mi lugar?
– Me sentaría muy quieta y esperaría, cariño. Tarde o temprano habrá demanda para esa mercancía. Es demasiado buena para dejarla pasar. Pero ahora no es el momento.
Esa noche, después de haberse tonificado con un par de copas más, Henry habló con Jaafar. Había preparado un guión con lo que iba a decirle y lo leyó con mucha menos fluidez de la prevista. Culpa de los nervios y el alcohol. Aun así, consiguió comunicar lo principal del mensaje. Jaafar debía tener paciencia y confiar en él. Henry guardaría las piezas de mayor prestigio y valor en la caja fuerte de la tienda o si Jaafar lo prefería, en la caja fuerte de su banco, que era conocido por su discreción y esperarían a que el mercado fuera más propicio.
– Le dirán lo mismo en todas partes Jaafar -le dijo Henry cuando el jordano lo amenazó con llevar el negocio a un marchante de Nueva York-. Los estadounidenses todavía son más estrictos que nosotros en este asunto.
Además, no todo eran malas noticias. Henry se había reservado lo positivo para el final de la llamada. Tenía un plan para las piezas menos espectaculares, una forma de hacer dinero con ellas lo antes posible. No. Era mejor no entrar en detalles por teléfono. De todas maneras, Henry sabía exactamente adónde irían a parar aquellas tablillas de arcilla. Y las llevaría personalmente.
Capitulo 22
Jerusalén, miércoles, 15.14 h
Odio la prensa de este país, de verdad.
Uri se hallaba de pie junto a la ventana, donde había abierto la cortina lo justo para atisbar hacia la calle. -¿Hmmm?
– Son como buitres. Míralos. Los de Channel 2 están ahí fuera con su furgoneta de enlace vía satélite. No han tenido bastante con mostrar al mundo la muerte de mis padres, sino que además tienen que quedarse.
– Eso no pasa solo aquí, Uri.
Maggie no lo miraba, seguía concentrada en la pantalla del ordenador y se disponía a comprobar su corazonada con la cuenta de gmail que había descubierto en el ordenador de Shimon Guttman. Introdujo «Saeb Nastayib» como nombre de usuario, el nombre de la persona que había enviado aquellos misteriosos mensajes a Ahmed Nur y que era una traducción aproximada de Guttman. En la casilla de la contraseña escribió «Vladimir» y entonces clicó en ACEPTAR. «Entrada no autorizada.» ¡Mierda!
Empujó la silla giratoria para apartarse de la mesa y se levantó. Lo peor de aquel tipo de trabajo era la falta de ejercicio, recordó mientras se estiraba. Enlazó los brazos uniendo las manos entre los omoplatos y arqueó la espalda hacia delante. Vio entonces que Uri la miraba y comprendió que, sin querer, estaba sacando pecho y que sus ojos se habían posado en su escote. Se enderezó enseguida, pero se dio cuenta de que la imagen seguía ahí.
– Tenemos que resolver esta historia de la contraseña, Uri.
El ordenador parece pedir una clave de diez caracteres, y «Vladimir» solo tiene ocho.
– No sé qué decirte. Mi padre siempre usaba la misma clave para todo.
– Eso significa que nos faltan dos letras. -Abrió una nueva ventana y buscó «Jabotinski» en Google. Su nombre en hebreo era Ze'ev-. Muy bien -dijo al tiempo que tecleaba «VladimirZJ».
Nada. Lo intentó con «ZJVladimir», con «VZJabotins», con «JabotinsVz;», y así una docena de variantes más. Todo en vano. -¿y si resulta que tu padre añadía un número, por ejemplo, «Vladimir lZ» o «Vladimir99»?