Выбрать главу

Pero su mirada fue inmediatamente atraída por el panel central, el más grande. Mostraba un círculo dividido en doce segmentos, uno por cada signo del zodíaco. Ziad iluminó con su linterna las imágenes y se detuvo en la más nítida: un escorpión junto a unos gemelos, un camero y un arquero. No era su intención entretenerse, pero no pudo evitarlo. Aquella obra de arte, de más de mil quinientos años de antigüedad, era tan vívida que costaba apartar la vista.

– Bien. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.

Marwan empezó a examinar el panel del fondo; Doud, el más próximo; y Salim, el zodíaco central. Si encontraban el más leve indicio de manipulación reciente debían avisar en el acto a los demás. Si habían enterrado algo allí durante los últimos días, tenían que encontrarlo.

Entretanto, Ziad debía localizar la oficina del museo y registrar minuciosamente cada cajón y cada archivador. Si se topaba con una caja fuerte, tenía que abrirla y no dejar una mota de polvo sin remover. El director había sido explícito: «Tuvo que esconder ese objeto a toda prisa, no le dio tiempo de hacerlo a conciencia. Si está allí, lo encontraréis».

Ziad empezó por los cajones del escritorio. La basura de costumbre: gomas elásticas, tarjetas de visita, grapas, clips y sobres. Había también una vieja caja de metal como las que se utilizan para guardar tabaco de pipa; parecía ofrecer posibilidades. La sopesó. El peso parecía corresponder, pero dentro solo encontró tarjetas de Miembro de Amigos del Museo atadas con una goma; por eso habían sonado como si formaran un todo.

Comenzaba a registrar uno de los archivadores cuando oyó un ruido, un crujir de pasos en la gravilla del exterior. Un segundo más tarde el despacho se llenó con el haz de una linterna, como si un reflector exterior hubiera barrido el edificio.

– Mee zeh? ¿Quién está ahí?

Sin que Ziad tuviera que darles ninguna orden, los miembros del grupo apagaron al instante sus linternas y se quedaron muy quietos. Normalmente cualquier vigilante habría creído que había visto un reflejo de su propia linterna y habría seguido la ronda. Pudiendo elegir entre tomarse la molestia de abrir un local cerrado y adentrarse en él o no hacer nada, habitualmente prevalecía la pasividad. La gran aliada de los ladrones e intrusos en todo el mundo: la pereza del personal de seguridad.

Pero aquel vigilante no era como los demás. Avanzó y el haz de la linterna fue agrandándose a medida que se aproximaba a la puerta de cristal. Ziad, petrificado en el despacho, con la mano todavía en el tirador del archivador que acababa de abrir, oyó el tintineo de las llaves. En cuestión de segundos el vigilante comprendería que la puerta había sido forzada.

No había tiempo que perder. Desenfundó el arma y salió al vestíbulo principal, desde donde tenía una clara línea de visión de la puerta de cristal. Se dio cuenta de que el guardia alzó la vista y vio, no a él ni a los otros, sino las sombras que proyectaban contra la pared y que la luz de la linterna del guardia hacía colosales. Sin vacilar, Ziad apuntó con su Micro-Uzi y disparó un proyectil de nueve milímetros que atravesó el cristal e impactó en la cabeza al vigilante.

El estruendo del cristal haciéndose añicos y la explosión del cerebro fue la señal para un inmediato cambio de táctica. El objetivo ya no era encontrar el objeto, sino ocultar la verdadera naturaleza de su misión. Ziad volvió al despacho y, olvidando su meticuloso registro, lo puso patas arriba. Abrió todos los cajones y tiró su contenido al suelo; no encontró nada. A continuación volcó los archivadores, barrió la mesa con el brazo, hizo volar todo lo que había, y destrozó las ventanas con la culata del arma.

Se dio la vuelta y vio que Daoud y Marwan llevaban el cuerpo del vigilante como si fuera una camilla. En silencio contaron hasta tres y lo arrojaron al suelo, entre los restos del material de oficina. Cuando el cadáver cayó entre los cristales rotos se oyó un crujido. Luego, con un movimiento ligero, Marwan se quitó la bolsa de ciclista que llevaba a la espalda, la destapó y empezó a rociar el despacho con gasolina.

Entretanto, Salam iluminó con su linterna el panel del vestíbulo que explicaba a los turistas la exposición de Bet Alpha, sacó un spray de pintura roja y escribió en árabe: «No habrá paz para Israel hasta que haya justicia en Palestina. No habrá descanso para Bet Alpha hasta que lo haya en Jenin».

Concluido el trabajo, se volvió hacia los otros tres, que estaban junto a la puerta del despacho del museo, y se cruzaron una rápida pregunta con la mirada: «¿Listos?». Entonces Ziad encendió el mechero y lo arrojó al suelo del despacho; el cuerpo empapado de gasolina del guardia prendió al instante.

Las llamas brotaron de inmediato, alzándose hasta tal altura que Ziad y los suyos las vieran prácticamente durante los veinte minutos que tardaron en atravesar en silencio los campos del kibutz. El primer camión de bomberos apareció en el mismo momento en que los cuatro hombres llegaban al coche que habían dejado al otro extremo de la plantación de algodón. Mientras conducían de vuelta a Mula se cruzaron con otros dos camiones de bomberos y varios coches de la policía.

Ziad cogió el móvil y envió un mensaje de texto al director: «El escondite ya no existe».

Capitulo 25

Aeropuerto Ben Gurion, cinco semanas antes

Incluso en las mejores condiciones, Henry Blyth-Pullen odiaba volar. Antes incluso de que se desencadenara la guerra contra el puñetero terrorismo y el pánico a que cualquier maníaco armado con unas tijeras pudiera estrellar el avión contra el Big Ben, aquellos malditos cacharros ya le aterrorizaban. El despegue era lo peor. Mientras los demás pasajeros ojeaban el Daily Telegraph o la revista Hello!, él se aferraba al cierre del cinturón de seguridad hasta que los nudillos se le ponían blancos. El rugido de los motores, las sacudidas en el momento de perder el contacto con la pista, todo se le antojaba manifiestamente peligroso. Y no solo peligroso: antinatural. Como si aquella masa de hierros flotando en el aire desafiara la gravedad pero también la voluntad del Altísimo. No le sorprendía que hubiera tantos accidentes: sin duda era la forma que Dios tenía de decimos que fuéramos conscientes de nuestro lugar y mantuviéramos los pies en el suelo. No había que olvidar a Ícaro.

Henry se repetía todo aquello siempre que subía a uno de esos condenados artefactos. Se había convertido en un ritual. Aunque nunca reconocería que fuera una superstición, había llegado a convencerse de que sus disculpas mentales hacia el Creador -lamentándose de la arrogancia del hombre al pretender conquistar los cielos- lo protegían de cualquier desgracia. El día en que no lo hiciera, el día en que el hecho de volar se convirtiera en algo trivial, seguro que el avión se precipitaría a través de las nubes como una piedra.

Ese día, sin embargo, la ansiedad de Henry llevaba tiempo acumulándose, desde mucho antes de que se acercara siquiera a la pista de despegue. Dentro de su equipaje había un cargamento de tablillas de arcilla que había decidido descargar a casi cinco mil kilómetros de Londres. No se haría rico con ellas -los objetos que podían lograrlo se hallaban a buen recaudo en una caja fuerte, a la espera de que cambiara el clima político-, pero sin duda ayudarían a que su balance mensual tuviera mucho mejor aspecto. Además, tenía que decirle a Jaafar que había logrado vender alguna de sus piezas. El hecho de que estuviera devolviéndolas prácticamente a su lugar de origen era un pequeño detalle que no pensaba compartir con él. Ni con nadie, dicho sea de paso. Se parecía tanto al absurdo intento de vender arena en el Sahara que casi se avergonzaba.

Lo difícil había sido dar con el modo de llevar la mercancía hasta allí. No se puede entrar en un país cargado con un montón de valiosas antigüedades. Jaafar se había tomado muchas molestias para que le llegaran sin problemas. Henry no podía volver con las piezas en los bolsillos.