– Está allí. -Uri, señaló a un hombre sentado; miraba a la gente bailar, tenía una botella de cerveza en la mano y seguía el ritmo de la música con la cabeza. Parecía medio colgado, medio borracho y completamente ajeno a lo que le rodeaba.
Uri fue a sentarse a su lado y tras un breve saludo le dijo algo al oído. Entretanto, Maggie recorrió la discoteca con la mirada. Cerca de la entrada vio a un hombre que acababa de llegar y que parecía tan fuera de lugar como ella. Llevaba unas gafas sin montura que lo catalogaban de «adulto» en medio de aquella festiva juventud.
Por la expresión de los ojos de Eyal comprendió que Uri estaba contándole la muerte de sus padres. El otro meneaba la cabeza y le apoyaba la mano en el hombro, como si quisiera abrazarlo, pero entonces Uri sacó su móvil para mostrarle que la última llamada que había hecho Shimon Guttman había sido a Barush Kishon.
Eyal se encogió de hombros a modo de disculpa. No sabía nada. Uri siguió preguntando; de vez en cuando se volvía hacia Maggie y le traducía. ¿Cuándo había sido la última vez que había hablado con su padre? El domingo por la mañana. Su padre había salido para cumplir un encargo. Nada raro en eso. El viejo se pasaba el día fuera. Esa era la razón por la que la madre de Eyal se había divorciado. ¿Le había dicho adónde iba? Nada que Eyal pudiera recordar.
– Eyal, ¿mencionó tu padre un viaje a Ginebra? «Cuidado», pensó Maggie.
– ¿Te refieres a Suiza? Pues no. Generalmente me avisa cuando se marcha. Le gusta que vaya a echar una ojeada a su apartamento. Es muy quisquilloso con sus cosas.
– O sea, que no crees que esté fuera.
– No.
– Pero no has hablado con él desde el domingo… ¿No estás preocupado?
– No lo estaba. Hasta que me habéis metido el miedo en el cuerpo.
Volvieron con el coche, de prisa y con Eyal totalmente despejado en el asiento trasero. Uri siguió haciendo preguntas y le arrancó un detalle más: que cuando Eyal y su padre hablaron el domingo por la mañana, Barush Kishon parecía de buen humor y le había comentado que estaba trabajando en una historia «caliente». O tal vez había dicho «interesante». No lo recordaba.
La radio dio las noticias de las once. Uri explicó que la noticia del incendio del kibutz era el titular principaclass="underline" entre los restos habían encontrado un cadáver calcinado. Un portavoz del ejército había dicho que había pruebas evidentes de que se trataba de un ataque terrorista organizado por palestinos de Jenín. Las especulaciones sobre las repercusiones políticas ya estaban en marcha. Aquel ataque era una amenaza para las ya delicadas negociaciones de paz de Jerusalén y un nuevo golpe contra el primer ministro, Yariv.
Maggie sacó el móvil y vio que tenía una llamada perdida.
Sin duda, el ruido de la discoteca había ahogado el tono y ni siquiera había notado la vibración del aviso. Escuchó la grabación del buzón de voz. Davis le informaba acerca de Bet Alpha: «Lo último ha sido un ataque a un kibutz, Maggie. El vicesecretario me ha pedido que te transmita lo siguiente: "Sea lo que sea en lo que anda metida Maggie Costello, recuérdele que su misión es evitar que las relaciones entre las partes negociadoras se deterioren aún más. Asegúrese de que lo entiende". Bueno, ya lo has oído, palabra por palabra. Siento ser portador de malas noticias».
Lo peor era que no podía argumentar lo contrario. El vicesecretario tenía razón: debía evitar que aquella violencia se desbordara. Además, sabía lo que pensaban de sus pesquisas sobre ciertos anagramas y restos arqueológicos. Sin embargo, seguía convencida de que las dos muertes clave, la de Guttman y la de Nur, estaban relacionadas. Descubrir cómo y por qué era sin duda el mejor camino -y tal vez el único- de detener aquella oleada de asesinatos. La altemativa consistía en organizar una serie interminable de reuniones en las que cada uno diría lo que había que decir mientras la violencia proseguía. Ya había recorrido ese camino y estaba decidida a no recorrerlo de nuevo.
Veinte minutos más tarde se encontraban en el apartamento de Kishon. Eyal parecía nervioso en el momento de abrirlo. Después de oír lo que les había pasado a los padres de Uri, estaba claro que tenía miedo de lo que pudiera encontrarse. Entró el primero, encendió las luces y llamó a su padre.
– Echa un vistazo por el apartamento -le dijo Uri, que observaba el lugar como si fuera el escenario de una película-. Mira con atención y dinos si ves algo diferente, cualquier cosa que te parezca fuera de lugar. Lo que sea.
Maggie no vio nada raro. El piso estaba sorprendentemente limpio y ordenado. «Quisquilloso con sus cosas.» Seguramente. Recordó su pequeño éxito con el ordenador de Guttman y preguntó a Eyal dónde trabajaba su padre. Mientras Eyal iba a inspeccionar el dormitorio, le señaló un escritorio situado en una esquina del salón.
– Oye, aquí no hay ningún ordenador. Eyal apareció en la puerta.
– Ay, sí, me había olvidado. Mi padre siempre trabaja con un portátil. Es el único ordenador que tiene. Lo siento. «Mierda.» Aquel lugar limpio como una patena representaba su mejor oportunidad, pero no había papeles sueltos que mirar ni pilas de libros que examinar. Estaban en un callejón sin salida.
Echó otro vistazo al escritorio. «Piensa, Maggie, piensa», se dijo. Solo había un teléfono, un bloc de hojas en blanco, una foto de quienes dedujo que eran Eyal y su hermana de pequeños, y una pluma en un soporte. Nada.
Se dio la vuelta, pero se detuvo y se acercó de nuevo al escritorio. Cogió el bloc de hojas y lo acercó a la luz. -jUri,ven!
Allí, como grabadas en el papel, había marcas sin tinta de lo que parecían caracteres hebreos. Vio mentalmente a Baruch Kishon recibiendo la llamada de Shimon Guttman, anotando algo en el bloc de hojas, arrancando la primera hoja y saliendo a toda prisa después de dejar el mensaje grabado en la hoja de debajo.
Uri también lo vio. Sostuvo el papel bajo la lámpara, lo movió y forzó la vista hasta que por fin sonrió.
– Es un nombre -dijo-, un nombre árabe. El hombre al que buscamos se llama Afif Aweida.
Capitulo 27
Jerusalén, el jueves anterior
Aquel era el sonido que Shimon Guttman quería escuchar: el latido de la fiesta. Los continuos pitidos, la percusión constante de las tapas de los cubos de basura; el clamor que solo puede crear un grupo numeroso de personas con, por encima de todo, firmes convicciones.
A lo largo de su vida había participado en cientos de manifestaciones, pero aquella lo enorgullecía más que ninguna. La multitud que se había reunido en la plaza Sión era impresionante: un mar de gente que portaba pancartas, agitaba los puños o batía palmas. Su aspecto resultaba de lo más llamativo, pues todos iban vestidos de color naranja. Camisetas, gorras, pantalones, la pintura de la cara, todo era de un luminoso color naranja. Pero lo que henchía de orgullo a Shimon y le producía un cosquilleo de satisfacción era que aquella manifestación contra Yariv y su traición estaba formada únicamente por gente joven.
Cuando la convocó, no sabía cuál sería la respuesta. Se decía que la juventud de Israel se había vuelto apática y acomodaticia. Era la generación de intemet, más interesada en Google que en el Golán, en recorrer la India y hacer senderismo por Nepal que en ser pioneros en Judea o arar el suelo de Samaria. Su propio hijo, Uri, que había renunciado a un brillante futuro en los servicios de información del ejército para dedicarse a una oscura ocupación en el mundo del cine, era una prueba de ello.
Sin embargo, ante sus ojos tenía la irrefutable demostración de que cualquier pesimismo en lo tocante a la juventud de Israel estaba fuera de lugar. «Ahí están -se dijo Guttman-, se han lanzado en masa a la calle para salvar a su país de la rendición y el apaciguamiento planeado por su primer ministro. Los que siempre se quejan de los chavales actuales, diciendo que no tendrían el coraje mercenario para luchar como nosotros lo hicimos en 1967, deberían estar aquí ahora. Este espectáculo les cerraría la boca.»