– Es bonito -dijo-, pero no es mi especialidad.
– La verdad es que tengo algo con lo que podría ayudarme.
Esta semana me ha llegado una mercancía. Me han dicho que hay más allí de donde viene, pero por el momento esto es lo que tengo. -Se inclinó, apoyó un brazo en la butaca cuyo cojín estaba desgarrado y mostraba el relleno, y cogió una bandeja del suelo.
En ella, dispuestas en cuatro filas de cinco, estaban las veinte tablillas que Henry Blyth-Pullen le había llevado pocos días antes. A pesar del tono desabrido de Aweida, el mero hecho de manejar aquellos restos del pasado bastaba para emocionar a Shimon Guttman. De todos modos, no parecían nada extraordinario. Miró su reloj: las 13.45 horas. Les echaría un vistazo y se marcharía para la reunión que tenía en Psagot a las tres de la tarde.
– De acuerdo -le dijo a Aweida-. ¿Como de costumbre?
– Desde luego. Usted las traduce todas y se queda una.
¿Conforme?
– Conforme.
Aweida tomó papel y lápiz y esperó en la postura propia de un secretario que se dispone a tomar notas. Guttman cogió la primera tablilla y la sopesó con agrado. No era mucho mayor que una cinta de casete. Se la acercó a los ojos y se quitó las gafas para ver mejor el texto.
Contempló las inscripciones cuneiformes. Incluso en un entorno tan banal como aquel, nunca dejaban de intrigarlo. La idea de un testimonio escrito cinco mil años atrás se le antojaba profundamente conmovedora. El hecho de que los sumerios hubieran puesto por escrito sus pensamientos y experiencias, incluso las más triviales, treinta siglos antes de Jesucristo, y que él pudiera leerlas allí mismo, en unas humildes tablillas de arcilla, le resultaba embriagador. Se vio a sí mismo como uno de esos inmensos telescopios dispuestos en batería en el desierto de Nuevo México, con las antenas preparadas para recibir las señales milenarias de lejanas estrellas. Alguien había escrito aquello miles de años antes, y allí estaba él leyéndolo, como si el presente y el pasado estuvieran cara a cara manteniendo una conversación.
La primera vez que le enseñaron a interpretar las inscripciones que daban nombre a la escritura cuneiforme -palabra que significaba literalmente «en forma de cuña»- experimentó una descarga emocional. Para un ojo inexperto no eran más que símbolos parecidos a un tee de golf, algunos verticales, en pares o en tríos; otros de lado, solos o en grupos, formando línea tras línea. Pero cuando el profesor Mankowitz le enseñó a descifrarlos -«En mi primera campaña, yo…» o «Gilgamesh abrió la boca y dijo…»- se quedó fascinado.
Lentamente, fue dictando a Aweida:
– «Tres ovejas, tres ovejas engordadas, una cabra…» -dijo después de una mirada atenta.
No podía leer y entender aquellas inscripciones con la misma rapidez con que lo haría si estuvieran en inglés, pero sí tan rápido como leía y traducía el alemán. Sabía que esa era una rara habilidad, y eso aún lo complacía más. En Israel no había nadie que lo igualara, salvo Ahmed Nur (y Ahmed nunca admitiría que vivía en Israel). Por otra parte, después de que Mankowitz falleciera, solo quedaba Guttman. ¿Quién más? Sí, aquel tipo de Nueva York, y Freundel, del Museo Británico. Apenas un puñado. Los diarios decían que en todo el mundo solo había un centenar de personas capaces de leer la escritura cuneiforme, pero Guttman estaba convencido de que exageraban.
Cogió la siguiente tablilla. Al ver la distribución de las inscripciones ya supo de qué se trataba.
– Me temo que es el inventario de una casa, Afif.
La siguiente mostraba la misma línea repetida diez veces. -Un ejercicio de colegial -explicó al palestino, que sonrió y tomó nota.
Continuó así, dejando las tablillas traducidas en el escritorio de Aweida, hasta que en la bandeja solo quedaban seis. Cogió la siguiente y leyó para sí las primeras palabras como si fueran el comienzo de un chiste:
– «Ab-ra-ha-am mar te-ra-ah a-na-ku…»
Bajó la tablilla y sonrió a Aweida, como si el árabe pudiera verle la gracia. Luego alzó de nuevo la tablilla. Las palabras no se habían desvanecido. Tampoco las había leído mal. Aquella escritura cuneiforme, del período Babilonio Antiguo, seguía diciendo: «Abraham mar Terach analeu», «Yo, Abraham, hijo de Terach».
Shimon notó que palidecía. Una especie de terror pegajoso se apoderó de él, empezó en el cerebro y le bajó por el pecho hasta las tripas. Sus ojos leyeron tan rápido como pudieron hasta que las palabras se tomaron borrosas y confusas.
Yo, Abraham, hijo de Terach, ante los jueces doy testimonio de lo siguiente. La tierra adonde llevé a mi hijo para sacrificarlo al Altísimo, el monte Moría, esa tierra se ha convertido en fuente de discordia entre mis dos hijos, de cuyos nombres dejo constancia: Isaac e Ismael. Así pues, ante los jueces declaro que el monte sea legado como sigue…
¿Qué reflejo retuvo a Guttman e impidió que dijera en voz alta lo que acababa de leer para sí? En los días que siguieron se formuló muchas veces esa pregunta. ¿Fue una astucia innata la que le hizo darse cuenta de que si hablaba perdería aquella pieza? ¿O fue simplemente la malicia del shouk, el hábito del veterano regateador que sabe que mostrar interés por un objeto dobla inmediatamente su precio hasta hacerlo inasequible?
¿Fue un cálculo político, comprendió en aquel mismo instante que estaba sosteniendo en su temblorosa mano un objeto capaz de cambiar la historia de la humanidad con la misma certeza que si estuviera agarrando el detonador de una bomba nuclear? ¿O había una explicación más sencilla, una menos noble que las anteriores? ¿Se había mordido Guttman la lengua porque su instinto le decía que no compartiera nunca un secreto con un árabe?
– Vale -dijo al fin, procurando que la economía de palabras ocultara el temblor de su voz-. ¿Y la siguiente?
– Pero, profesor, no me ha dicho qué pone en esa tablilla.
– ¿Ah, no? Perdone, se me ha ido de la cabeza. Otro inventario doméstico, de mujer, diría yo.
Pasó a la siguiente, una relación de ganado de una granja de Tikrit. A pesar de que tenía la impresión de estar asfixiándose, consiguió acabar con las restantes. Aun así, sabía que el momento más delicado estaba por llegar.
No era jugador de póquer. No tenía ni idea de si sería capaz de ocultar sus emociones. Supuso que no. Se había pasado la vida hablando con el corazón, demostrando abiertamente sus convicciones. No era un político con experiencia en el arte del disimulo, sino un activista cuya especialidad era la sinceridad. Y ese hombre, Aweida, era un mercader, alguien que conocía todos los trucos, que sabía leer la mente de sus clientes, aumentar el precio para los que fingían indiferencia y bajarlo para aquellos cuyo desinterés era verdadero. Lo calaría al instante.
Entonces se le ocurrió.
– Bueno, ¿como de costumbre? -dijo con voz estrangulada-. ¿Puedo quedarme una?
– Así habíamos quedado -contestó Aweida.
– Bien, pues me quedo con esa -dijo señalando la novena tablilla que había examinado.
– ¿La carta de una madre a su hijo?
– Sí.
– Pero, profesor, usted sabe que esa es la única que tiene cierto interés. Las demás son, cómo decirlo, tan del día a día… -Por eso quiero esta. A sus clientes les dará igual una que otra.
– A los clientes normales puede que sí. Pero dentro de unos días vendrá a verme un coleccionista de Nueva York. Un joven que se hace acompañar por un experto en arte y que está dispuesto a gastarse dinero. Esa historia, la de la madre y el hijo, podría interesarle.
– Pues dile que esa historia está en esta otra -Guttman señaló la del ejercicio del colegial.
– Profesor, ese tipo de clientes exigen verificar la mercancía. No puedo mentir. Podría acabar con mi reputación.
– Lo entiendo, Afif. Pero yo soy un académico. Me interesa esta porque tiene significado histórico. Las demás son tablillas ordinarias. -Se daba cuenta de que le sudaba el labio superior y no supo cuánto tiempo podría seguir disimulando.