– Por favor, profesor. No quisiera tener que rogárselo, pero ya sabe usted lo que han sido estos últimos años para nosotros. Estamos ganando una fracción de lo que ganábamos antes. Este mes he sufrido la humillación de tener que aceptar dinero de un primo que tengo en Beirut. Con esta venta…
– Está bien, Afif. Lo comprendo y no quiero abusar de ti.
Me quedaré esta. Guttman cogió la tablilla que empezaba con «Yo Abraham, hijo de Terach…».
– ¿El inventario?
– Sí, ¿por qué no? No está mal.
Se levantó y se guardó la tablilla en el bolsillo de la chaqueta con la mayor naturalidad posible. Estrechó la mano de Afif y entonces se dio cuenta de lo sudorosa que tenía la suya. -¿Se encuentra bien, profesor? ¿Quiere un vaso de agua? Guttman insistió en que se encontraba bien, que simplemente tenía que llegar puntual a su siguiente cita. Se despidió y salió a paso vivo. Subió por los peldaños del mercado hacia la puerta de Jaffa con la mano en el bolsillo, aferrando la tablilla. Cuando por fin hubo salido del shouk y se hallaba al otro lado de los muros de la Ciudad Vieja, se detuvo para recobrar el aliento; jadeaba como un corredor que acabara de culminar la carrera de su vida. Se sentía al borde del desmayo.
E incluso entonces su mano se mantuvo aferrada al pedazo de arcilla que había conseguido que la cabeza le diera vueltas y el corazón se le desbocara, primero por la emoción y después por un temor reverencial. En ese momento Guttman sabía que tenía en su mano el mayor descubrimiento arqueológico jamás realizado. Tenía en su poder el testamento del gran patriarca, del hombre reverenciado como el padre de las tres grandes fes: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Tenía en su mano el testamento de Abraham.
Capitulo 28
Jerusalén, jueves, 00.46 h
Su primera parada fue en la comisaría central de policía de Tel Aviv, donde Uri y Maggie dejaron a un abatido Eyal para que denunciara la desaparición de su padre. El hijo de Kishon parecía convencido de que, fuera cual fuese la maldición que había acabado con Shimon y Rachel Guttman, esta había pasado a afectar a su familia como si de un virus contagioso se tratara.
Entretanto, mientras conducía, Uri siguió haciendo averiguaciones a través del móvil, preguntando en distintos directorios y recabando información sobre Afif Aweida. La compañía telefónica le dijo que había al menos dos docenas de abonados con ese nombre, pero la lista se reducía a nueve en la zona de Jerusalén. Uri tuvo que recurrir a sus dotes persuasivas para que la telefonista le leyera los datos de cada uno. Había un dentista, un abogado, seis que constaban como números residenciales y un Afif Aweida registrado como anticuario en la calle Suq elBazaar, en la Ciudad Vieja. Uri sonrió y se volvió hacia Maggie.
– . Eso está en el shouk, y ese es nuestro hombre.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
– Porque mi padre ya tenía dentista y abogado, y no se puede decir que sus amigos árabes se contaran por millares. Las antigüedades eran lo único que podían haberle empujado a tratar con un árabe.
Mientras se acercaban a Jerusalén, pasada la medianoche, Uri se preguntó si no deberían dirigirse al mercado de la Ciudad Vieja sin más demora, pero al final tuvo que admitir que sería inútil ya que todos los comercios estarían cerrados. A menos que tuvieran la dirección de su domicilio, y no solo la de su tienda, les sería imposible localizarlo.
Detuvo el coche entre los taxis aparcados ante el hotel Citadel y tiró ostentosamente del freno de mano para indicar que el viaje había terminado.
– Bueno, señorita Costello, fin del trayecto. Todos los pasajeros bajan aquí.
Maggie le dio las gracias y abrió la puerta, pero antes de salir, se volvió y preguntó:
– ¿Una última copa?
Enseguida se dio cuenta de que Uri no era un gran bebedor: daba vueltas a su vaso de whisky con agua como si fuera un líquido escaso y valioso que hubiera que admirar más que consumir. En cambio, ella, en comparación -apuró la copa de un trago rápido y pidió otra-, parecía claramente lo contrario.
– Bueno, ¿y qué me cuentas de lo tuyo con el cine? -le preguntó mientras se quitaba los zapatos por debajo de la mesa que habían escogido en el rincón y disfrutaba del cosquilleo de alivio que le subía por los pies.
– ¿A qué te refieres?
– A cómo es que has resultado ser bueno en ese trabajo.
Uri sonrió, se daba cuenta de que estaba devolviéndole su propia pregunta.
– No sabes si soy bueno.
– Yo diría que sí. Te comportas como alguien que tiene éxito en lo que hace.
– Vaya, es muy amable por tu parte. ¿Has visto The Truth About Boys?
– ¿Aquella película que seguía a cuatro adolescentes? La vi el año pasado. Me pareció estupenda. -Gracias.
– ¿Era tuya?
– Era mía.
– ¡Anda! Era increíble lo que aquellos chavales contaban ante la cámara. Eran tan sinceros que pensé que había una cámara oculta o algo así. ¿Cómo conseguiste que lo hicieran? -No había cámaras ocultas de ningún tipo, pero sí hay secreto. Y no se puede divulgar porque es comercialmente muy sensible.
– Yo soy buena guardando secretos.
– Lo único que has de hacer, y eso es realmente la clave de todo, es… No. No puedo contártelo. -La miró con aire burlón, fingiendo suspicacia-. ¿Cómo sé que puedo confiar en ti? -Sabes que puedes confiar en mí.
– El secreto está en escuchar. Lo único que tienes que hacer es escuchar.
– ¿y dónde lo aprendiste?
– Con mi padre.
– ¿De verdad? No me lo imaginaba como la clase de personas que escuchan.
– No lo era. Mi padre era de los que hablan. Y eso significaba que nosotros teníamos que escuchar. La verdad es que al final lo hacíamos muy bien. -Sonrió y tomó otro sorbo del líquido ambarino. A Maggie le gustó el brillo que le ponía en los ojos y la boca. Se dijo que Uri tenía una cara de esas que a uno le gusta mirar-. De todas maneras, tú solo contestaste a la mitad de mi pregunta. Me explicaste cómo llegaste a ser mediadora, pero no por qué.
– Tú me preguntaste «cómo fue».
– De acuerdo, entonces cuéntame el porqué.
Maggie lo observó recostarse en su asiento, relajarse por primera vez desde que se habían conocido. Era consciente de que aquel momento representaba una especie de respiro para él, un paréntesis en su duelo, la oportunidad de olvidarse durante un rato de la carga que llevaba soportando desde hacía cuatro días. Y también sabía que se trataba de un estado de ánimo pasajero que no podía durar. Aun así, no podía evitar disfrutar de aquel momento de intimidad entre ellos. No pasaría por alto su pregunta con una broma o cambiando de tema, como había aprendido a hacer con los incontables hombres que se le habían acercado en los bares de distintas capitales extranjeras. Esta vez pensaba ser sincera.
– El porqué suena tan sensiblero que nadie habla ya de ello.
– Me gusta lo sentimental.
Maggie lo miró fijamente, como si estuviera a punto de entregarle un objeto delicado.
– La primera vez que estuve en el extranjero trabajé de voluntaria en Sudán. En aquellos momentos, el país se hallaba en plena guerra civil. Un día, volvíamos en coche y vi una aldea que había sido completamente arrasada. Había cadáveres en la cuneta, miembros, todo lo que quieras imaginar. Pero lo peor eran los niños, vivos, deambulando sin rumbo entre los cadáveres. Como zombis. Habían visto escenas más atroces, cómo descuartizaban a sus padres y violaban a sus madres. Después de eso me dije que si podía hacer algo, lo que fuera, para evitar que una guerra se prolongara un día más, valdría la pena.
Uri no dijo nada, se limitó a seguir mirándola a los ojos. -Por eso -añadió Maggie- se me ha hecho tan difícil mantenerme alejada de todo durante este tiempo.