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Desde luego era un personaje peculiar en el paisaje diplomático de Washington. Para empezar, era un verdadero diplomático de carrera, no un generoso mecenas del partido en el poder al que recompensaban con una jugosa embajada. Como profesional de la diplomacia, y no como político designado a dedo, había llegado tan lejos como era posible: nunca alcanzaría el cargo de secretario de Estado. El hecho de que hubiera ascendido hasta el puesto de vicesecretario ya era algo fuera de lo normal.

Más relevante resultaba, al menos para Maggie, que fuera uno de los pocos hispanos que podían encontrarse entre los altos cargos del gobierno. Juntos formaban una pareja poco habituaclass="underline" el tipo corpulento como un oso, originario de Nuevo México, y la joven alta y delgada de Dublín. Sin embargo, a los ojos de los estirados funcionarios del departamento de Estado, varones y blancos, eran intrusos. Al menos tenían eso en común.

– Lo único bueno es que no estamos en Camp David o en otro sitio -dijo Sánchez-. De ser así, las partes se habrían largado hace tiempo. En estos momentos Govemment House está prácticamente vacío.

Maggie se obligó a despertar y bebió un buen sorbo de café. -No me lo digas. Los dos bandos han llamado a sus negociadores para «consultas». -Exacto.

– ¿y dices que todo empezó con los asesinatos?

– Sí. Primero fue Guttman, luego Nur. Y qué decir de la incursión de Jenín en el kibutz anoche… -Disculpa, ¿la incursión de Jenín?

– En efecto. Parece que se ha tratado de una célula palestina de Jenín. Cruzaron al otro lado e irrumpieron en Bet Alpha.

– ¿Los israelíes están seguros de eso?

– Eso parece. Los terroristas dejaron una pintada en la pared:

«No habrá descanso para Bet Alpha hasta que lo haya en Jenín». -¿y para los israelíes es motivo suficiente para interrumpir las negociaciones?

– Bueno, todavía no han ido tan lejos.

– Solo han llamado «a consultas» a sus negociadores.

– Exacto. Pero lo que los tiene asustados de verdad es que creían haber cortado los ataques desde Jenín. Sobre todo desde que construyeron el muro…

– Supongo que te refieres a la «barrera de seguridad»

– Maggie sonreía.

– Llámala como quieras. El caso es que hasta el momento ha mantenido a raya los ataques desde Cisjordania. La derecha quiere cargarse a Yariv, lo acusan de haber estado tan ocupado haciendo la pelota a los palestinos que ha dejado al país en una posición de debilidad, y que por eso ahora negocia bajo presión.

– ¿y sabe Yariv cómo consiguieron cruzar?

– Esa es la cuestión, Maggie. Hasta nuestra gente de Inteligencia está perpleja. Los israelíes dicen que han revisado el muro de arriba abajo…, perdón, la barrera, y que no han encontrado nada.

– Entonces, ¿cómo lo hicieron? Sánchez bajó el tono de voz.

– A los israelíes les preocupa que esto pueda representar una especie de progresión, que quizá los palestinos hayan dado un paso más en materia de sofisticación. Como un aviso.

– ¿y los israelíes han respondido?

– Solo con un comunicado. A menos que cuentes el asesinato de anoche.

– ¿Qué asesinato?

– ¿No recibiste el mensaje de la CIA?

«Seguro que lo enviaron a las seis de la mañana», pensó Maggie. Cuando los otros integrantes del equipo del departamento de Estado ya estaban despiertos y listos para ponerse manos a la obra, ella seguía durmiendo después de haberse tomado unas copas con…

– Anoche apuñalaron a alguien en Jerusalén Oriental. En el mercado. Un comerciante.

Maggie palideció.

– ¿Un comerciante? ¿Qué clase de comerciante?

– Ni idea. Pero escúchame, Maggie: sé que has intentado hablar con los colonos y con al-Shafi para intentar averiguar qué está ocurriendo, pero tenemos que ponemos serios con esto porque parece que los chicos malos de ambos bandos están decididos a hacer descarrilar las negociaciones. Vale, ¡chis!

Maggie se dio la vuelta y vio la razón de que Sánchez hubiera cerrado el pico. Bruce Miller dejaba el bufet del desayuno y se dirigía hacia su mesa. «Mierda.» Quería acabar de oír lo que Sánchez quería decirle, pero sabía que se comportaría impecablemente delante del hombre del presidente. El vicesecretario de Estado se levantó un poco al llegar Miller, como si quisiera reflejar físicamente cuáles eran sus posiciones en la jerarquía de Washington.

– Hola, Bruce. Estaba poniendo rápidamente al día a Maggie Costello.

Ella le ofreció la mano, y él se la estrechó, y la retuvo más de lo necesario. La saludó con un ligero gesto de la cabeza, al estilo de los caballeros sureños.

– El placer es todo mío -dijo.

Maggie se dio cuenta de que aquel pequeño número había permitido a Miller darle un buen repaso y que sus ojos habían recorrido su cuerpo de arriba abajo.

– Bueno -dijo al fin, aparentemente satisfecho con los resultados de su examen-, ¿qué tenemos hasta ahora?

Ella procedió a explicarle por qué creía que había una conexión entre los asesinatos de Guttman y Nur y le contó que estaba utilizando las relaciones que había establecido en ambos bandos para descubrir en qué consistía ese vínculo. (Notó los destello en los ojos de Miller cuando ella dijo «relaciones».) No se sintió capaz de mencionar el anagrama de Nur y se Iimitó a comentar que estaba convencida de que, fuera cual fuese dicha conexión, explicaría las amenazas que se cernían sobre el proceso de paz.

– ¿A qué clase de conexión se refiere, señorita Costello?

– Arqueología.

– ¿Cómo ha dicho?

– Tanto Guttman como Nur eran arqueólogos. Creo que incluso habían trabajado juntos. Guttman le contó a su esposa que había visto algo que lo cambiaría todo. Dos días más tarde, murió, y luego también ella.

– La policía dijo que se suicidó, que no consiguió sobreponerse a la muerte de su esposo.

– Sé lo que dijo la policía, señor Miller, pero el hijo de los Guttman está convencido de lo contrario. Y yo le creo. -¿Trabaja usted muy estrechamente con él, señorita Costello?

Maggie notó que se ruborizaba. «Lo mismo que me ocurrió la última vez», pensó mientras se maldecía. Ella, que era capaz de la mayor discreción durante las negociaciones, que sabía guardar los secretos de cada bando sin desvelar la más pequeña pista, siempre acababa cediendo cuando el asunto no era la desmilitarización de una zona o el acceso a determinados puertos sino ella misma. Entonces se desmoronaba y lo revelaba todo. Eso era precisamente lo que le había ocurrido en el pasado. Y le había costado tan caro que creía que había aprendido a controlarse, pero no. Allí estaba de nuevo, intentando contener el rubor.

– Uri Guttman ha demostrado ser una valiosa fuente.

– ¿Arqueología, dice? -Bruce Miller se estaba colocando la servilleta en el cuello de la camisa-. ¿Significa eso que lo de anoche fue una casualidad o qué?

– ¿Lo de anoche?

– La incursión en Bet Alpha.

– ¿Se refiere al kibutz?

– Sí, es un kibutz, pero también la sede de uno de los grandes tesoros arqueológicos de Israel. Eche un vistazo. -Le entregó la edición en inglés de Haaretz-. Página tres.

La mitad de la página estaba ocupada por una fotografía de un cielo noctumo convertido en anaranjado por el resplandor de un edificio ardiendo. El pie de foto lo identificaba como el centro de visitantes del Museo Bet Alpha que «todo apunta que fue el objetivo de una incursión palestina».

En un recuadro interior había una foto más pequeña donde aparecía un precioso mosaico dividido en tres paneles y cuya sección central mostraba el dibujo de una rueda. El pie de foto explicaba que se trataba del suelo de mosaico de la sinagoga más antigua de Israel y que databa del período Bizantino del siglo v o VI. «Preservado durante 1500 años, los expertos dudan de que pueda restaurarse.»