Mientras Maggie leía, Miller se había vuelto hacia Sánchez para discutir los siguientes movimientos. Estaban de acuerdo en que no tenía sentido que el secretario de Estado interviniera mientras las partes negociadoras no estuvieran dispuestas a hablar. Más valía reservar su intervención para la fase final y…
– Es demasiada coincidencia -intervino Maggie, consciente de que estaba interrumpiendo a dos superiores.
– ¿Bet Alpha?
– Sí. Hasta el momento, los perjudicados de ambos bandos, desde el repentino empeoramiento de la situación, tienen algo que ver con todo esto -dijo señalando la foto del periódico-, con la arqueología, con ruinas, con el pasado.
Miller la miró con una sonrisa en los labios, como si Maggie le hiciera gracia.
– ¿Cree que estamos ante un problema de fantasmas? ¿Que los espíritus del pasado se aparecen en el presente? -Movió las dos manos como si se le pusieran los pelos de punta.
Maggie prefirió hacer caso omiso del comentario. -Todavía no sé de qué se trata, pero estoy segura de que explica la razón de que las negociaciones se hayan enfriado.
– Sea realista, señorita Costello. Todo en este jodido país…
– De repente cayó en la cuenta de dónde estaba y bajó la voz-. Todo en este país está relacionado con esto. -Cogió el periódico y mostró la página con la foto del museo quemado-. Aquí todo son piedras y templos. Esa es la maldita cuestión, que no explica nada. Nos enfrentamos a un problema político serio que requiere una solución política seria. Y lo que yo necesito es que usted demuestre que está a la altura de su reputación de cinco estrellas y arregle las cosas ya. ¿Me he expresado con claridad, señorita Costello?
Maggie se disponía a insistir en que no perdía el tiempo y que esa conexión existía, cuando sonó un zumbido. La BlackBerry de Miller anunciaba un nuevo mensaje.
– La policía israelí acaba de confirmar el nombre de la persona que fue asesinada anoche en el mercado.
– Apuesto a que era un comerciante de antigüedades, ¿a que sí, señor Miller?
Él acabó de leer el mensaje.
– Me temo que se equivoca, señorita Costello. Según parece, el fallecido era un comerciante de fruta y verdura. Nada de antigüedades. Un simple tendero. Se llamaba Afif Aweida.
Capitulo 30
Jerusalén, el jueves anterior
A Shimon Guttman le temblaba la mano cuando metió la llave en la cerradura. El trayecto de regreso a casa había transcurrido en la confusión mientras que su mente pasaba de la excitación al sobresalto. En todos los años que llevaba en Jerusalén, nunca había temido que le robaran, pero ese día miraba sin cesar por encima del hombro y observaba con ojos suspicaces a todo el mundo. Se imaginaba la tragedia: un desaprensivo lo abordaba en plena calle y le exigía que vaciara los bolsillos. No podía permitir que le ocurriera tal cosa. No ese día ni con aquello en la mano.
– ¡Estoy en casa! -avisó al entrar, rogando que no hubiera respuesta, rezando para estar solo. -¿Eres tú, Shimon? -Su esposa.
– Sí. Voy un momento a mi estudio. No tardo.
– ¿Ya has comido?
Shimon hizo caso omiso a la pregunta que le habían formulado, fue directo a su escritorio y cerró la puerta. Con el brazo apartó a un lado un montón de trastos-una cámara de vídeo, una grabadora digital y una pila de papeles- para despejar el escritorio. Lentamente, sacó la tablilla que Afif Aweida le había dado una hora antes. Durante la última parte del camino de regreso la había mantenido envuelta en un pañuelo para evitar que entrara en contacto con el sudor de su mano.
Mientras la desenvolvía y volvía a leer aquellas pocas palabras, sintió un estremecimiento de expectación. En el mercado solo le había dado tiempo de descifrar el comienzo de la inscripción. El resto seguía envuelto en el misterio. Para descifrar el texto completo tendría que examinarlo muy de cerca y recurrir a sus libros de consulta más antiguos. Le llevaría toda una noche de trabajo.
La idea le emocionó. No se había sentido así desde… ¿cuándo? ¿Desde su trabajo en. el yacimiento de Bet Alpha, donde había descubierto las casas adyacentes a la sinagoga que demostraban la existencia de un asentamiento judío del período bizantino? ¿Desde sus trabajos en Masada, siendo estudiante de Yigal Yadin? No, el júbilo que sentía era muy diferente. Lo que más se le parecía, aunque le avergonzaba reconocerlo, era el momento en que, siendo un tímido muchacho de dieciséis años, perdió la virginidad con Oma, la belleza de diecinueve años del kibutz. Igual que entonces, la emoción que lo embargaba era casi explosiva.
«Yo Abraham, hijo de Terach…»
Estaba impaciente por averiguar lo que decía, pero sentía un nudo en las tripas. ¿Y si estaba equivocado? ¿Qué pasaría si ese resultaba ser un caso de identidad errónea?
Intentó tranquilizarse. Se levantó, dio una vuelta por el despacho estirando los brazos y masajeándose las sienes y volvió a sentarse. Lo primero era confirmar que aquellas eran realmente las palabras de Abraham; su significado podía esperar. Respiró hondo y se puso manos a la obra.
El texto estaba escrito en babilonio antiguo. Eso encajaba: era el dialecto que se hablaba dieciocho siglos antes de Cristo, en la época en que se creía que había vivido Abraham. Volvió a examinar el texto. Su autor decía que el nombre de su padre era Terach e identificaba a sus hijos como Isaac e Ismael.
Cabía la posibilidad de que hubiera otros Abraham que fueran hijos de Terach, incluso que hubieran vivido en la misma época y lugar. Esos otros Abraham podrían haber tenido dos hijos. Pero ¿dos hijos que se llamaran precisamente Isaac e Ismael? Eso ya era demasiada coincidencia. «Tiene que tratarse de él.»
La puerta se abrió. Instintivamente, Shimon cubrió la tablilla con la mano.
– Hola, chamoudí. No esperaba que volvieras. ¿No se suponía que tenías que estar con Shapira? «Mierda. La reunión»
– Sí, se suponía. Ahora lo llamo.
– ¿Qué ocurre, Shimon? Estás sudando.
– Es que fuera hace calor, y he corrido.
– ¿Por qué?
– ¿A qué vienen tantas preguntas? -exclamó-. ¡Déjame solo, mujer! ¿No ves que estoy trabajando? -¿Qué tienes en la mesa?
– ¡Rachel!
Ella salió dando un portazo.
Intentó calmarse y volvió al texto. Siguió con la vista la línea donde el autor mencionaba Ur como su lugar de nacimiento, la ciudad de Mesopotamia donde Abraham había nacido. Vio el sello en el reverso de la tablilla, en el espacio entre el texto y la fecha, abajo de todo, y se repetía en otra esquina yen los bordes. No lo habían hecho con un cilindro, el tipo de sello utilizado por los reyes y los nobles y que consistía en un fragmento de piedra redondo y tallado que se hacía rodar sobre la blanda arcilla. Tampoco era la serie de incisiones en forma de media luna efectuadas en el barro por la uña del firmante. No. Se trataba de una marca mucho menos frecuente, Guttman la reconoció al instante y se emocionó profundamente.
Se trataba de una forma toscamente circular compuesta por una serie de líneas entrecruzadas. Shimon solo la había visto un par de veces, una de ellas en una fotografía. Era el resultado de presionar en la arcilla el nudo de los flecos de una prenda masculina, el tipo de prenda que llevaban los hombres de Mesopotamia en la época de Abraham. Aquellas prendas con flecos habían desaparecido a lo largo de la historia, salvo una excepción: la estola de oración de los judíos. Shimon solo tenía que salir a la calle y buscar a un judío ortodoxo, esperando el autobús o comprando el periódico, que llevara la misma prenda casi cuatro mil años después. Y allí estaba la misma marca, profundamente impresa por Abraham, el hijo de Terach.
Al margen de lo que dijera el mensaje, la importancia de aquella tablilla, de apenas unos diez centímetros de alto por ocho de ancho y uno y medio de grosor, no podía sobreestimarse. Sería la primera evidencia arqueológica significativa de la Biblia que se descubría. Estaba el Obelisco Negro de Salmanasar IIl, que se exhibía en el Museo Británico junto a las momias y los faraones. Una de las cinco escenas que aparecían en el obelisco mostraba al rey judío Jehu rindiendo pleitesía al monarca asirio. Jehu figuraba entre los personajes de la Biblia, y ese obelisco, hallado hacia el siglo XIX por Henry Layard, corroboraba su existencia.