– ¡Ah, joyas! Entiendo. Sí, sí. Mi primo vender joyas.
– ¿y antigüedades?
– Sí, sí. Antigüedades. Él vender en el mercado.
– ¿Puedo verlo?
– Claro. Vivir cerca de aquí.
– Gracias, Sari. -Maggie sonrió.- -. ¿Cómo se llama?
– También Afif. Afif Aweida.
Capitulo 33
Jerusalén, jueves, 10.05 h
Mientras caminaban por las estrechas calles de la misma pálida piedra que el resto de Jerusalén, Maggie comprendió que ningún miembro de la familia sospechaba que el Afif Aweida que se disponían a enterrar había sido víctima de un caso de error de identidad. Si aquel era un asesinato al azar, no cabría la posibilidad de que los asesinos se hubieran equivocado de persona.
Pero no había sido un asesinato al azar. Maggie estaba segura de eso. Cogió el móvil para marcar el número de Uri y vio que había recibido un mensaje de texto mientras estaba en casa de los Aweida. Era de Edward. Seguramente lo había enviado en plena noche.
Tenemos que hablar de lo que hay que hacer con tus cosas.
E.
Sari Aweida vio la expresión del rostro de Maggie, el ceño fruncido, y dijo:
– No preocupes, Maggie. Ya muy cerca.
Borró el mensaje de Edward sin molestarse en responder y apretó la tecla verde para que apareciera el último número que había marcado.
– ¿Uri? Escucha, Afif Aweida está vivo. Me refiero a que hay otro Afif Aweida. Es un marchante de antigüedades. Tiene que ser él. Deben de haberse equivocado de hombre.
– Más despacio, Maggie. No te sigo.
– Vale. En estos momentos me dirijo a ver a Afif Aweida.
Estoy segura de que es el hombre que tu padre mencionó por teléfono a Baruch Kishon. Vende antigüedades. Es demasiada coincidencia. Te llamaré luego.
Como la mayoría de la gente que habla por el móvil mientras camina, Maggie avanzaba con la cabeza agachada. Cuando se irguió, no vio a Sari por ninguna parte. Caminaba tan de prisa que no se había dado cuenta de que la había dejado atrás. Maggie se detuvo y contempló el laberinto de callejuelas que la rodeaba, con sus vueltas y recodos cada pocos metros, y comprendió que Sari podía haberse metido por cualquiera de ellos.
Siguió adelante un poco más y se asomó a su izquierda, a un callejón tan estrecho que estaba oscuro a pesar de que era de día. Un cable para tender la ropa lo cruzaba de un lado a otro. A lo lejos vio a dos niños -chicos, supuso- que jugaban al fútbol con una lata vacía. Podría llegar hasta allí y preguntarle a su madre…
De repente notó que tiraban de ella hacia atrás con tanta violencia que creyó que le arrancaban la cabeza. Una mano enguantada le cubrió los ojos y otra, la boca, ahogando su grito, que le sonó como si fuera de otra persona.
A pesar de tener los ojos y la boca tapados, notó que la arrastraban hacia atrás y la empujaban contra una pared. Los cantos de piedra se le clavaron en la columna vertebral. La mano que le tapaba la boca descendió y le rodeó la garganta igual que un cepo. Se oyó soltar un grito ahogado.
La mano que le cubría los ojos se alzó durante un segundo, pero Maggie solo vio oscuridad. Entonces oyó una voz, justo delante de ella, un rostro cubierto por un pasamontañas negro. Le hablaba desde muy cerca, casi rozándola con los labios.
– Manténgase al margen. ¿Lo ha entendido?
– Yana…
La mano de la garganta apretó con más fuerza, hasta obligarla a jadear en busca de aire. La estaban estrangulando. -Manténgase al margen.
– ¿Al margen de qué? -consiguió decir.
La mano se apartó de la garganta. El encapuchado le agarró los hombros con ambas manos, la atrajo hacia sí y volvió a lanzarla con fuerza contra el muro.
El dolor la traspasó de arriba abajo, empezando por la cabeza. Se preguntó si se habría roto la columna. Quería doblarse por la mitad, pero el hombre seguía sujetándola como si fuera una muñeca que se desmadejaría si la soltaba.
De repente, Maggie oyó otra voz que le susurraba en el oído izquierdo. Por un instante la invadió la confusión. El pasamontañas negro seguía ante ella, a escasos centímetros de su cara. ¿Cómo podía ser que al mismo tiempo le hablara en el oído izquierdo? Entonces lo comprendió: un segundo hombre, invisible en las sombras, la sujetaba contra la pared desde un lado.
– Ya sabe a qué nos referimos, Maggie Costello.
La voz era extraña, indeterminada. Sonaba extranjera, pero Maggie era incapaz de decir de dónde. ¿De Oriente Próximo? ¿De Europa? ¿Y cuántos hombres había? ¿Había un tercero al que no había visto? La sorpresa del ataque y la oscuridad la habían desorientado por completo. Era como si se hubiera producido un cortocircuito en sus sentidos, y no estaba segura de dónde procedía el dolor.
Notó que una mano le apretaba el muslo. -¿Me oye, Maggie?
El corazón le latía desbocado, toda ella se retorcía en una inútil resistencia. Intentaba averiguar qué clase de voz era aquella -¿árabe?, ¿israelí?- cuando notó una sensación que hizo que le flaquearan las piernas. El aliento en su oído se había convertido en algo húmedo y caliente: una lengua hurgaba en su oreja. Dejó escapar un grito, pero la mano le selló la boca de nuevo. La otra mano, la que le aferraba el muslo, relajó la presión y se deslizó hacia arriba… hasta posarse con fuerza en su entrepiema.
Las lágrimas le inundaron los ojos. Intentó lanzar una patada, pero el primer hombre la tenía aprisionada y apenas pudo mover las piernas. La mano seguía apretando, la tenía cogida por la entrepiema como aferraría las pelotas de un hombre al que quisiera infligir el máximo dolor.
– ¿Le gusta esto, Maggie Costello? -La voz, con su esquivo acento, sonaba caliente y húmeda en su oído. Podría ser árabe, podría ser israelí, podría no ser ninguna de las dos cosas-. ¿No? ¿No le gusta? -Notó que la cara y la lengua se apartaban un poco-. Entonces, ¡no meta las narices! -El primer hombre le soltó los hombros y la tiró al suelo-. De lo contrario, volveremos por más.
Capitulo 34
Jerusalén, jueves, 11.05 h
La tradición mandaba que esa hora se reservara para el forum, la reunión informal de los asesores del gabinete que habían acompañado a Yariv desde que, tres décadas atrás, consideró la posibilidad de dedicarse a la política. Todos los jueves por la mañana, con la semana de trabajo a punto de finalizar, analizaban y resumían los acontecimientos, señalaban los errores, ideaban soluciones y planeaban los siguientes movimientos. Así lo habían hecho cuando Yariv fue nombrado ministro de Defensa; cuando lo designaron ministro de Exteriores; cuando hizo su travesía del desierto en la oposición. Incluso, a decir verdad, cuando todavía llevaba el uniforme de jefe del Estado Mayor. Esa era la tarea de los políticos, por mucho que fingieran otra cosa; no había que creer a quien dijera lo contrario.
La única diferencia era que se había producido un cambio en el personal. Los dos antiguos camaradas del ejército -uno ahora en publicidad, y el otro en el negocio de la importación- seguían acudiendo a las reuniones. También Ruth, su mujer, cuyo consejo Yariv apreciaba seriamente. El único cambio fue forzado: su hijo, Aluf, había sido un habitual en el forum hasta que lo mataron en el Líbano hacía tres años. Su lugar lo había ocupado Amir Tal, hecho aireado por la prensa, que no había dejado de describir al joven asesor como el hijo adoptivo del primer ministro.
Normalmente, las reuniones se celebraban en casa, y Ruth servía café y Strudel. Pero no ese día. Según dijo a Amir, la situación era demasiado seria para salir de la oficina; el forum lo formarían únicamente ellos dos.
Las conversaciones de Govemment House se habían efectivamente interrumpido, ambos bandos se limitaban a mantener una presencia testimonial. Ni los palestinos ni los israelíes deseaban que los estadounidenses los acusaran de tirar la toalla, por eso no se atrevían a levantarse de la mesa. Sin embargo, nadie trabajaba en serio, y eso significaba que la obra culminante de Yariv -el proceso de paz- estaba desmoronándose ante sus ojos. Recibía todo tipo de críticas de los sectores de la derecha -los colonos y su maldita cadena humana alrededor de la ciudad- y estaba dispuesto a asumirlas, pero solo si tenía algo que ofrecer a cambio. Se acordó del hombre que había ocupado aquella silla hacía pocos años y que había visto derrumbarse su mandato después de que el intento de Camp David quedara en nada.