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Maggie se obligó a calmarse, a convencerse de que podría haber sido mucho peor, que podrían haberla matado, cuando vio que le tendían una mano.

Una mujer la miraba con cara de preocupación y desconcierto. Al cabo de un momento, las arrugas de su rostro se relajaron.

– Usted es la mujer estadounidense. La vi en casa de Aweida. -De nuevo se puso tensa-. ¿Qué hace aquí?

Maggie se vio obligada a levantarse, a sacudirse el polvo y a colocarse la coraza que había desarrollado en los últimos años. No dijo nada, solo dio un respingo cuando, al ponerse de pie, una punzada le atravesó la espalda como un relámpago, un destello que le llenó los ojos de lágrimas.

La mujer iba delante, la guiaba por el callejón hacia el cable de tender la ropa. Al final había un par de peldaños que daban a un patio de unos pocos metros cuadrados. Luego, una habitación con una cocina en un rincón, un televisor y un niño dibujando en una mesa. Tal vez era uno de los chicos a los que había visto jugar al fútbol. Quizá el niño había visto algo. O tal vez no era allí donde los chicos estaban jugando al fútbol, si no en el otro extremo del callejón. Estaba completamente desorientada.

Se sentó en un sofá mientras su rescatadora encendía un hornillo de gas para prepararle un poco de té con menta; sin embargo, lo único que Maggie anhelaba era una taza del Typhoo de su madre como solía tomarlo su padre: con tres terrones de azúcar. Se miró las manos, que le temblaban, y se dio cuenta de lo lejos que se hallaba de casa. Habían pasado casi veinte años y seguía estando en el mismo sitio: en medio de ninguna parte, rodeada por gente dispuesta a ejercer la más implacable violencia.

– Bienvenida a mi casa.

Era una voz masculina, y Maggie se sobresaltó. Alzó la vista y se encontró con un hombre con un gastado traje azul, de cara larga y delgada, y un pelo denso, negro y muy corto que empezaba a encanecer.

La mujer se dio la vuelta, y los dos empezaron a hablar en árabe. Ella le explicaba lo ocurrido, señalaba a Maggie y gesticulaba constantemente.

– Ahora está usted a salvo -dijo él con una breve sonrisa que la inquietó.

Le dio la espalda y Maggie suspiró de alivio. No quería ver a aquel hombre. Sin embargo, no se había marchado, solo había ido a por un cenicero.

– Así que es usted estadounidense…

– Soy irlandesa -repuso en voz baja y con tono distante.

– ¿Ah, sí? Nos gustan mucho los irlandeses, pero usted trabaja para Estados Unidos, ¿me equivoco?

Exhibía una forzada sonrisa que hacía que Maggie evitara mirarlo. Cuando la mujer llevó el té, Maggie agradeció la distracción, la oportunidad de concentrarse en el vaso y la cucharilla para evitar hablar con aquel individuo.

– ¿y qué hacía usted por aquí?

– ¡Nabil!

Maggie supuso que la esposa estaba diciendo a su marido que la dejara en paz. Mientras los dos hablaban, se metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Tenía un mensaje de Uri: «¿Dónde estás?»,

Se disponía a responder cuando su anfitrión se inclinó sobre ella, como si quisiera quitarle el aparato.

– No necesita llamar a nadie. Nosotros nos ocuparemos de usted. ¿Qué necesita? Cualquier cosa que necesite, solo tiene que pedirla.

Maggie sintió de repente la urgente necesidad de marcharse, de salir de aquel laberinto de oscuras callejuelas y ver la luz del sol. Deseaba quitarse la ropa que llevaba y meterse bajo la ducha el tiempo necesario para limpiarse de…

– Por favor, explíquemelo: si trabaja para el gobierno de Estados Unidos, ¿cómo es que está aquí sola? ¿Dónde está su escolta? -La sonrisa era tan amplia como antes, dejaba al descubierto todos los dientes-. ¿De verdad que no hay nadie aquí para protegerla?

Maggie notó que las manos, hasta entonces tan frías e inertes como el resto de su cuerpo, empezaban a sudarle. Instintivamente miró hacia la puerta por donde había llegado. Estaba cerrada.

La mujer llevó un poco más de té y a continuación se dirigió a la habitación contigua con sus hijos. Maggie se quedó sola con aquel individuo. Quería llamar a Davis al consulado, o a Uri, o a Liz, en Londres, a quien fuera; pero temía la reacción del desconocido. ¿Le arrebataría el teléfono? ¿Se lanzaría contra ella? ¿Quién era?

Con toda la naturalidad de la que fue capaz, se levantó, se estiró y, como si estuviera intentando librarse educadamente de una cita para tomar el té con una tía abuela muy pesada, declaró que tenía que marcharse, -Pero ¿adónde va a ir?

Maggie no sabía dónde se encontraba ni cómo salir de allí. -Mi hotel está en Jerusalén Occidental.

– ¿y por qué no se aloja en Jerusalén Oriental? Es bonito.

Tiene el hotel American Colony. Todos los europeos se hospedan ahí. ¿Por qué nunca hay ningún estadounidense? Ustedes solo quieren ver a los israelíes.

Maggie estaba demasiado cansada para soportar aquello, un conflicto tan enconado que hasta la elección de un hotel podía provocar un incidente diplomático.

– No, no -empezó a decir-, no es eso.

Mientras hablaba, se dirigió a la puerta del pasillo. Apoyó la mano en el picaporte y lo giró, pero no se abrió. Cerrado.

Notó entonces al hombre a su espalda, inclinándose y tendiendo la mano para coger el tirador. Su proximidad la hizo estremecer, le recordó el oscuro callejón y el húmedo aliento. Deseó poder quitárselo de encima.

Pero antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, él abrió la puerta que daba al pequeño patio. Maggie salió con el hombre pisándole los talones.

– Por favor, se lo vuelvo a preguntar: ¿qué hacía usted aquí?

– Fui a casa de Afif Aweida.

– Sí, y luego ¿adónde se dirigía?

– Quería ir a ver a su primo, al otro Afif Aweida.

– Bien, yo la llevaré.

– No, no hace falta. Lo único que quiero es volver a mi hotel.

Pero el hombre no la escuchaba. La cogió por el codo y se internó con ella por el laberinto de callejuelas de la Ciudad Vieja. «¿Me habré vuelto loca?», se preguntó Maggie por segunda vez en… ¿cuánto tiempo? ¿una hora? ¿dos?, mientras seguía al desconocido por aquella extraña ciudad. Sin embargo, en esos momentos no sentía ni rastro de la despreocupación anterior. Su corazón latía desbocado, miraba a izquierda y derecha, se giraba constantemente, pero sobre todo no quitaba ojo al individuo que la guiaba. ¿Era una trampa? ¿La había conducido Sari Aweida hasta sus agresores? ¿Haría lo mismo aquel hombre?

Pensó en la posibilidad de echar a correr, pero ¿adónde? En aquel laberinto de callejuelas se perdería sin remedio. A medida que se aproximaban al mercado, las calles cada vez estaban más llenas de gente. Vio a un grupo de mujeres algo más jóvenes que ella; parecían turistas. Podía correr hasta ellas, pero luego ¿qué?

Nabilla conducía por un camino que giraba y serpenteaba entre los puestos de los comerciantes, rebosantes de bongos de piel de cabra, gruesas alfombras y recuerdos tallados en madera. Había parejas de ancianos que paseaban tranquilamente; incluso un grupo de turistas japoneses. Según parecía, los informes que había leído en el avión estaban en lo cierto: la actividad de aquel mercado, que en los años de la Intifada había cesado casi por completo, se recuperaba a medida que los turistas volvían a pasear por la Ciudad Vieja. El mérito correspondía a las conversaciones en Govemment House: la simple perspectiva de la paz era suficiente para que la gente volviera, ya fueran cristianos deseosos de recorrer la vía Dolorosa, musulmanes que iban a rezar a la Cúpula de la Roca o judíos impacientes por deslizar una nota con unas palabras dirigidas a Dios en las grietas del Muro de las Lamentaciones.