No sin cierta presunción, se dijo que la mayoría de los periodistas habrían ido directamente a cualquiera de los almacenes fuertemente blindados que servían de lugar de venta para aquellos antiguos objetos. Sin embargo, él sabía que Guttman no pretendía vender su tablilla. Lo que le interesaba era su impacto político. Eso sí se lo había dicho por teléfono.
y lo único que podía significar era que el profesor pensaba ir a Ginebra no para que le valoraran la tablilla, sino para que la autenticaran. Guttman no podría presentarla ante el mundo -«¡He aquí la prueba de que Abraham legó Jerusalén a los judíos!»- a menos que tuviera la plena certeza de que era verdadera. Había demasiado en juego para correr el riesgo de equivocarse. Así pues, Kishon había introducido en Google las palabras «cuneiforme», «Ginebra» y. «experto» y había conseguido un nombre: el profesor Olivier Schultheis.
Estaría allí en unos diez minutos. No se había molestado en llamar por adelantado porque no quería dar la oportunidad de que le dijeran que no. Mejor sería presentarse personalmente y, si era necesario, meter el pie en el quicio de la puerta.
Además, aquellas impecables autopistas formaban parte del placer del viaje. Nada que ver con el congestionado frenesí de la autopista Jerusalén- Tel Aviv. Pero ¿qué era eso? ¿Un coche en su carril, detrás de él, haciéndole luces?
Kishon se apartó al carril más lento del centro, pero el conductor del BMW negro cambió de carril con él y se pegó a su parachoques. Kishon volvió a poner el intermitente y se metió en el de la derecha. Sin embargo, el BMW no se despegó. Kishon tocó el claxon, apremiando al conductor a que lo adelantara, pero consiguió el efecto contrario: al instante notó que el BMW establecía contacto con su parachoques.
Pegó otro bocinazo. «Apártate.» El BMW lo golpeó por detrás. Kishon miró por el retrovisor y luego volvió la vista al frente. Si quería escapar de aquel psicópata, tendría que salir en el siguiente desvío.
Era una pequeña carretera de montaña, y Kishon tuvo que tomar la curva bruscamente y frenar, pero se las apañó. Con gran alivio, se vio en una estrecha y serpenteante carretera de un solo carril. Seguiría por allí un poco más y después volvería a la autopista.
Pero entonces la vio: la negra forma se agrandaba en el retrovisor y lanzaba ráfagas con los faros. El BMW volvía a la carga. Kishon intentó mantener la calma. Tal vez no fuera un coche que se dedicaba a perseguirlo, quizá fuera un vehículo oficial que intentaba que se detuviera. ¿Había hecho algo mal? ¿Tenía alguna luz fundida? Se detendría.
Pero no había arcén, solo gravilla y piedras a un lado de la carretera y un precipicio de montaña. No obstante, aminoró la marcha, pero el BMW no pareció entender el mensaje.
Kishon apretó el claxon, un largo y prolongado aullido. El BMW aceleró y lo golpeó con fuerza. El cuello le dio un latigazo. Kishon perdió momentáneamente el control del volante. Oyó que los neumáticos pisaban la grava del borde de la carretera. Mientras volvía al asfalto, el BMW lo embistió de nuevo y, bruscamente, se situó junto a él.
Miró a su izquierda, pero los vidrios del BMW eran negros.
Entonces fue embestido de costado. Desde la ventanilla vio claramente la caída en vertical. Un poco más adelante, la carretera giraba en una horquilla. Kishon se dio cuenta de que necesitaría espacio para tomar una curva tan cerrada, pero el BMW no parecía dispuesto a retroceder ni a adelantarlo. Intentó detenerse, pero el BMW lo embistió de nuevo.
Su única posibilidad era acelerar y librarse de él. Lo intentó al acercarse a la curva, apretó el acelerador justo antes del giro. Pero cogió demasiada velocidad, y el BMW lo empujó con más fuerza que nunca. La suficiente para que los neumáticos derechos rozaran el vacío. Giró el volante desesperadamente para devolver el coche a la carretera, pero notó que las ruedas no agarraban: giraban en el aire.
Sintió la ingravidez mientras su coche caía casi grácilmente por el borde del precipicio durante cinco, seis o puede que hasta siete segundos antes de golpear contra los primeros peñascos. El impacto le partió la columna y casi le arrancó la cabeza. Cuando la policía de tráfico descubrió el coche siniestrado, dos horas más tarde, dedicó toda la noche a rastrear la zona a la luz de los focos, hasta que por fin encontró los últimos fragmentos de carne y huesos de Baruch Kishon y se dio por satisfecha.
Capitulo 37
Jerusalén, jueves, 13.49 h
Maggie hizo lo posible para que no se le notara lo que le había ocurrido. Pasó ante los guardias de seguridad de la puerta del hotel -dos jóvenes que preguntaban a todos los huéspedes si llevaban algún arma y cacheaban a los que les parecían sospechosos- con aire decidido y tan erguida como pudo. Con el tiempo había aprendido que, de todos los elementos del lenguaje corporal, la manera de andar solía ser el más elocuente. Los negociadores mediocres siempre ponían énfasis en las demostraciones de masculinidad: un firme apretón de manos, un mirar a los ojos fijamente… Pero olvidaban que la primera batalla se ganaba en el momento en que las partes entraban en la habitación. Había que hacerlo victoriosamente, confiando plenamente en las propias posibilidades, controlando el espacio. Los que entraban arrastrando los pies o con aire vacilante perdían la iniciativa y pasaban el resto del tiempo a la defensiva.
Maggie intentó insuflar ese conocimiento a sus doloridos músculos y huesos cuando cruzó la puerta automática del hotel y vio a Uri dando vueltas por el vestíbulo como un tigre enjaulado. No quería que pudiera intuir lo que le había ocurrido en el mercado. Nunca había entendido a las chicas del colegio que no habían dicho una palabra acerca del padre Riordan, a pesar de lo que les había hecho. Pero en ese momento las comprendía.
Por fortuna, Uri no le preguntó cómo se encontraba, sino únicamente qué había averiguado. Ella le habló del verdadero Afif Aweida, el marchante de antigüedades que traficaba con objetos robados y que seguía con vida mientras su primo, el verdulero que se llamaba igual, había sido asesinado. Cuando se lo contó, Uri sonrió con amargura.
– ¿De qué te ríes?
– Me estoy acordando de algo que pasó hace tiempo. No a mí, a unos colegas míos. -¿Qué?
– Un error grave de identidad. Ocurrió durante la segunda guerra del Líbano, hace unos pocos años. Las fuerzas especiales israelíes capturaron a un tipo que se suponía que era el jefe de Hizbullah. Fue todo un éxito para los servicios de inteligencia. Lo malo es que en realidad era un simple tendero de Beirut. El mismo nombre, pero el hombre equivocado.
– ¿Crees que los servicios de inteligencia israelíes mataron a Aweida?
– No he dicho eso. Solo digo que esos errores ocurren. Podría haberlo cometido cualquiera.
Caminaban por la calle Shlomzion Ha'Malka hacia el coche de Uri. A Maggie le habría gustado subir a su habitación y asearse un poco, pero él le había dicho que no había tiempo que perder. Mientras subían al coche, le contó lo que creía que había ocurrido: que Shimon Guttman había estado en la tienda de Aweida, había descifrado varias tablillas de arcilla y había dado con una de gran importancia política, una cuyo texto podía tener grandes consecuencias en la marcha de las negociaciones de paz; luego, había llamado a Baruch Kishon, su colega de toda la vida en el campo de la acción política, para hablar con él del mejor modo de dar a conocer su descubrimiento, y después se había lanzado a hacer llegar la información al primer ministro.
– Para que mi padre estuviera tan alterado tenía que haber descubierto algo que demostraba que los judíos llevaban en esta tierra desde siempre, algún documento en hebreo de miles de años atrás.