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Uri tenía razón. Debían actuar como si los estuvieran espiando. Cuando se detuvieron en un semáforo, él se inclinó hacia ella para hablarle al oído y que no pudieran grabar su voz. -El ordenador, también.

Además de oír su voz, Maggie pudo notarla, percibir el aliento de Uri acariciándole el oído; el olor de su cuello.

– Seguro que han visto todo lo que hemos visto -añadió él-. A partir de ahora, hablemos con naturalidad. -Bajó el volumen de la música-. ¿No te gusta el rap? En Israel se ha puesto muy de moda.

Maggie se sentía demasiado aturdida para seguir la comedia.

Si habían espiado su sesión en el ordenador de casa de Guttman, entonces, fueran quienes fuesen los que lo habían hecho, sabían todo lo que ellos sabían, incluyendo la verdad acerca de Ahmed Nur. Y algo esa mañana los había sobresaltado, los había alterado lo suficiente para que decidieran asustarla. Al haber ido a ver a Aweida se había acercado demasiado.

Uri detuvo el coche, y ambos bajaron. Una vez fuera, Maggie empezó a hablar, pero él se llevó un dedo a los labios, indicándole silencio.

– Sí -dijo, fingiendo una conversación intrascendente-, esta es la música que todo el mundo escucha últimamente, sobre todo en Tel Aviv.

Con un gesto le indicó que lo siguiera. Maggie lo observó.

Llevaba barba de varios días y el pelo despeinado, con mechones que le caían por la cara. No se le ocurrió nada que decir, ni de música ni de cualquier otra cosa. Se limitó a mirarlo con la más absoluta perplejidad.

Uri se le acercó y le susurró al oído. -La ropa también.

Ella se palpó los bolsillos en busca de un micrófono invisible mientras Uri sonreía como diciendo: «No te molestes, no lo encontrarás».

Caminaron hacia lo que parecía un bloque de apartamentos y no de oficinas, que era lo que ella esperaba. ¿Acaso iban a ver al abogado de Guttman a su casa?

Uri llamó al interfono. -¿Orli?

Maggie oyó una voz de mujer a través del altavoz. -Mí zeh?

– Uri. Aní lo levad -dijo. Vengo acompañado.

La puerta se abrió y dos pisos más arriba encontraron la puerta de un apartamento abierta. En el umbral, y con aire de sorpresa, había una mujer a la que Maggie juzgó cinco años más joven que ella y guapísima. Pelo largo castaño, grandes ojos oscuros, una esbelta figura que ni los holgados vaqueros lograban afear… Maggie deseó que fuera la hermana de Uri y temió que en realidad se tratara de su novia.

Al instante los dos se fundieron en un abrazo que hizo que Maggie deseara que se la tragara la tierra. ¿Eran parientes? ¿Lo consolaba ella por su reciente pérdida? Unos segundos más tarde estaban los tres dentro del apartamento y Maggie seguía a un lado sin que la hubieran presentado.

Sin que nadie se lo indicara y sin pedir permiso, Uri fue hacia el aparato de música, puso un disco y subió el volumen. Mientras sonaba Radiohead, explicó a Orli lo que había ocurrido y sus sospechas. Luego, para sorpresa de Maggie, señaló lo que ella supuso que sería el dormitorio y la apremió para que lo siguiera. Una vez los tres dentro, y con la música sonando, Uri presentó a las dos mujeres y ambas intercambiaron una media sonrisa educada. Acto seguido, se volvió hacia Maggie y le explicó entre susurros que, primero, Orli era una antigua novia y, segundo, que Maggie tenía que desnudarse.

Luego, en tono normal continuó:

– Orli estudió diseño de moda en Londres. Pensé que te gustaría echar un vistazo a las últimas prendas que ha creado. -Hizo el gesto de escuchar y señaló hacia todas partes. El micrófono podía estar en cualquier sitio: la camisa, los zapatos, el pantalón…

A continuación, Uri abrió una cómoda y empezó a sacar ropa de hombre. ¿Era suya y la guardaba allí a pesar de su insistencia en que la preciosa Orli solo era una ex? ¿O pertenecían al nuevo novio de la joven?

Fuera como fuese, Orli se llevó a Maggie ante su armario vestidor y la examinó de arriba abajo con la despiadada mirada que las mujeres reservan para sus congéneres. Al final resultó que, aunque Maggie no estaba tan delgada como Orli, no había tanta diferencia, podría vestirse con su ropa.

Orli sacó una falda larga y suelta. «Con eso no hay error posible», se dijo Maggie.

– ¿y estos? -preguntó señalando un elegante pantalón gris junto con una camisa y un cárdigan a juego.

Orli se los entregó a regañadientes. Tentando la suerte, Maggie indicó también un par de bonitas botas que había en el fondo del armario. Ya que iba a llevar la ropa de otra mujer, por lo menos que la llevara a gusto, pensó.

Orli dejó las prendas encima de la cama, dio media vuelta y salió. Maggie no la culpó. Si Edward se hubiera presentado un día en casa con otra mujer, le dijera que debía desvestirse y, a continuación, le pidiera a ella que le dejara su ropa, no le habría hecho mucha gracia. Edward. Hacía cuatro días que no hablaba con él.

Unos minutos después se despidieron, Uri prolongó su abrazo con Orli un par de segundos más de lo estrictamente necesario. Luego él y Maggie bajaron por la escalera no solo vestidos con ropa nueva, sino después de haberse desprendido de cualquier cosa que hubiera podido ocultar un micrófono: zapatos, bolso, bolígrafo y todo lo demás.

– Te sorprendería dónde se puede ocultar un micro o incluso una cámara en la actualidad -le dijo él mientras iban hacia el coche-. En un bote de laca para el pelo, en una gorra de béisbol, en unas gafas de sol, en el tacón de un zapato, en una solapa… En cualquier parte.

Ella lo miró.

– Es lo que hicimos para rodar documentales para la televisión. Ya sabes, investigación con cámaras ocultas.

– Claro, Uri -contestó Maggie, convencida de que todo aquello lo había aprendido llevando el uniforme del ejército y no en las salas de montaje de la televisión israelí.

Una vez en el coche, Uri puso de nuevo la música y avanzaron en silencio hasta que Maggie lo rompió.

– ¿Qué relación tienes con Orli? -Esperó sonar lo menos forzada posible, como si no le importara. -Ya te lo he dicho. Es una ex novia.

– ¿Cómo de ex?

– Pues ex. Dejamos de vemos hace más de un año.

– Creí que hace un año estabas en Nueva York.

– Sí. Orli estaba conmigo. Pero ¿qué es esto, un interrogatorio?

– No. Pero hace cinco minutos estábamos en el apartamento de una chica a la que no había visto en mi vida y me ordenabas que me vistiera con su ropa. Creo que tengo derecho a saber quién es.

– Vale, se trata de tus derechos, ¿no es eso? -Uri la miró con el rabillo del ojo y una sonrisa.

Maggie, sabiendo lo que pensaba, prefirió no decir más y se puso a mirar por la ventanilla. Estuvo así al menos quince segundos.

– ¿Por qué te dejó?

– ¿Cómo sabes que me dejó ella a mí y no al revés?

– ¿Fue al revés?

– No.

– ¿Qué pasó?

– Me dijo que estaba harta de dar vueltas por Nueva York esperando a que yo me decidiera a comprometerme. Así que, se volvió a Israel.

– ¿Y se ha acabado? Me refiero a lo vuestro.

– Por Dios, Maggie, ¿qué es esto? Hasta la semana pasada, hacía más de un año que no hablaba con ella. Cuando se enteró de lo de mi padre me llamó y me dijo que si necesitaba cualquier cosa la llamara. Y como necesitábamos algo, la llamé. ¡Por favor!

Maggie se disponía a disculparse, a ser buena chica y a perdonar a Uri por tener una ex novia tan guapa, pero no tuvo ocasión. Su móvil empezó a sonar y en la pantalla apareció el número del consulado. Hizo un gesto a Uri para que se detuviera para que ella pudiera salir del coche y hablar lejos de los micrófonos que pudiera haber en él. Desde luego, cabía la posibilidad de que también le hubieran pinchado el móvil, pero ¿qué podía hacer? No iba a tirarlo. Tenía que estar localizable. Fue hasta una esquina y contestó.