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Solo habían acudido cuatro a aquella reunión cuya existencia todos estaban de acuerdo en negar. Shapira y el hombre que tenía a su derecha eran los únicos que ocupaban cargos formales en el seno del movimiento colono. El hombre de la silla presidencial se había hecho famoso de otra manera: como fundador del Machteret, el movimiento clandestino judío que veinte años antes había llevado a cabo atentados terroristas contra políticos árabes. Había pasado un tiempo en la cárcel y en esos momentos se encontraba oficialmente retirado de la vida pública. La mayoría de los periodistas israelíes creían que vivía en el extranjero; sin embargo, allí estaba, en el corazón de Samaria, como Shapira y sus camaradas habrían llamado al lugar.

De todas maneras, si un equipo de la televisión irrumpiera allí -cosa bastante improbable teniendo en cuenta que un perímetro fuertemente armado protegía la zona-, lo que más le llamaría la atención no sería la presencia del fundador del Machteret, sino la figura que se sentaba a la mesa de picnic justo delante de Shapira: el ayudante personal del mismísimo Yossi Ben Ari, el ministro de Defensa del estado de Israel.

– Bien -empezó diciendo el fundador del Machteret-, como sabéis estamos aquí para hablar de la operación Bar Kochba.

A Shapira le gustaba aquel nombre. Había sido sugerencia suya bautizar aquella revuelta judía del siglo XXI en honor de quien había conducido su equivalente del siglo 11. (El hecho de que el alzamiento de Bar Kochba contra los romanos hubiera acabado en desastre y supuesto el exilio de los judíos de Palestina era algo que Shapira prefería pasar por alto.)

– La opción que seguimos prefiriendo es la desobediencia en masa en el seno del ejército -prosiguió el fundador-. Yariv no tendrá su plan de paz si las fuerzas armadas se niegan a hacerlo efectivo. Si da orden de desmantelar un asentamiento como este, como Tekoa, nuestra gente se negará a obedecer.

– Sí, pero debemos tener en cuenta el precedente de Gaza

– dijo el hombre de Ben-Ari.

– Precisamente. En Gaza esperábamos un rechazo masivo

a obedecer que no se produjo. Así pues, necesitamos un plan B. Y eso es lo que acabamos de ver: jóvenes muy entrenados y dispuestos a quitarse el uniforme y tomar las armas con tal de defender su patria.

Shapira no pudo evitar mirar al ayudante del ministro de Defensa. El hecho de que estuviera allí ya era suficientemente significativo, pero que escuchara sin protestar cómo un grupo de compatriotas planeaban tomar las armas contra el ejército, el mismo ejército al que su jefe mandaba, era extraordinario. Tener de su lado a aquel hombre -'y por derivación a su superior- era la mejor prueba de su fuerza y de la debilidad de Yariv.

– Repito, desplegaremos estas fuerzas únicamente cuando el acuerdo se haya firmado y el gobierno empiece a hacerlo efectivo.

– Pero entretanto… -dijo Shapira en su deseo de intervenir y dar lo mejor de sí mismo.

– Entretanto -el fundador lo fulminó con la mirada-, podemos dar algunos pasos para evitar que el tratado llegue a buen fin. De hecho, ya los estamos dando. Sin duda habrán oído que hemos reivindicado la autoría de nuestra última acción en el mercado de Jerusalén.

Los demás asintieron.

– Centraremos nuestras energías en estas iniciativas, que tienen como fin desestabilizar el gobierno antes de que pueda cometer un acto de rendición nacional. En los últimos días hemos organizado una pequeña unidad dedicada precisamente a esa tarea. Por el momento, caballeros, nuestro destino se halla en manos de esos hombres. Esta noche, cuando celebremos el servicio de la tarde, me gustaría que alzáramos una oración por la buena suerte y el éxito de los Defensores de Jerusalén Unido.

Capitulo 40

Jerusalén, jueves, 15.38 h

Para Maggie, la sensación fue casi física, como si cayera al vacío. No había discusión posible: llevaban consigo el aliento de la muerte. Cualquiera que se acercara lo bastante a Uri o a ella, cualquiera que hubiera estado cerca de Guttman, acababa muerto: la esposa de Shimon, envenenada con pastillas; Aweida, apuñalado en la calle; Kishon, despeñado por un precipicio en Suiza. Y por último ese hombre, David Rosen, el abogado a quien Guttman había confiado sus últimas palabras, desplomado sobre su escritorio antes de haber tenido ocasión de transmitirlas.

Uri se acercó con cautela; Maggie se dijo que seguramente estaba pensando lo mismo. Cuando estuvo lo bastante cerca para tocar a Rosen, su mano vaciló, como si no supiera qué debía examinar primero. Lentamente, la puso en el cuello y sus dedos le buscaron el pulso. Casi al segundo de haber tocado a Rosen, Uri retrocedió de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. En ese mismo instante, el cuerpo se movió, y Rosen se incorporó bruscamente. Miraba a Uri con la misma perplejidad con la que este lo miraba a él.

– Por Dios, Uri… ¿qué estás haciendo aquí?

Rosen era alto y delgado, llevaba unas gafas pasadas de moda y tenía el cabello plateado. Tenía la piel de los antebrazos, que asomaba bajo la camisa de manga corta, salpicada de manchas de la edad. Mientras el hombre recobraba la compostura, Maggie le vio unas ligeras marcas rojas en la cara, el resultado de haberse quedado dormido sobre una superficie dura; en aquel caso, un escritorio.

– ¡Usted me dijo que viniera!

– ¿De qué estás hablando? -Maggie vio que Rosen buscaba sus gafas a pesar de llevarlas puestas. Hablaba en inglés con un ligero acento británico-. Ah, sí, es verdad. Pero ¿eso no fue ayer? -No. Ha sido hoy. Lo que pasa es que se ha quedado dormido.

– Ah, claro. He llegado de Londres esta mañana. Un vuelo noctumo. Estoy agotado. Me habré quedado dormido.

Uri se volvió hacia Maggie y alzó los ojos al cielo como si dijera: «¿Y nuestro destino está en manos de este hombre?», -Sí, señor Rosen. Usted me llamó y me dijo que tenía una carta de mi padre.

– Sí, es cierto.-Empezó a toquetear los montones de papeles que abarrotaban el escritorio-. Si no recuerdo mal, la trajo en mano la semana pasada y… -De repente se interrumpió, se levantó y dijo-. -": Lo siento, Uri. No sé en qué estaba pensando. Por favor, ven aquí. -Uri se acercó y se agachó un poco, igual que un adolescente que recibe un beso de una abuela menuda. Rosen lo estrechó entre sus brazos mientras murmuraba lo que parecía una plegaria. Luego, en inglés, añadió-: Os deseo a ti y a tu hermana una larga vida, Uri.

Maggie lanzó una mirada a Uri.

– Disculpe, señor Rosen, quiero presentarle a Maggie Costello, de la embajada estadounidense. Me está ayudando un poco.

Maggie se dio cuenta de lo que Uri pretendía.

– ¿De la embajada de Estados Unidos? ¿A qué te refieres? No había funcionado.

– Es una diplomática. Está aquí por las conversaciones de paz.

– Ya entiendo, pero ¿en qué está ayudándote exactamente la señorita Costello?

«Rosen es viejo y está medio dormido -pensó Maggie-, pero no es idiota.»

Uri hizo lo que pudo para explicarse sin dar detalles concretos. Dijo que su madre había confiado en aquella mujer y que también él confiaba en ella. Maggie estaba ayudándole a resolver un problema que parecía aumentar exponencialmente. Pero los ojos de Uri decían algo más sencillo: «Yo confío en ella, de modo que usted también debería confiar en ella».

– Muy bien -dijo Rosen al fin-. Aquí está.

Y sin más ceremonias le entregó un sobre blanco.

Uri lo abrió lentamente, como si fuera una prueba en un juicio. Miró dentro con expresión de perplejidad y sacó una funda de plástico que contenía un disco. No había ninguna nota. -Un DVD. ¿Podemos utilizar su ordenador? -preguntó Uri.

Rosen puso en marcha el aparato. Uri se situó junto a él, lo apartó suavemente, cogió una silla y se sentó frente al teclado. No había tiempo para cortesías.

Insertó el disco y esperó con impaciencia mientras el programa de reproducción se cargaba. A Maggie la espera se le hizo interminable.