Por fin apareció una pantalla dentro de la pantalla; primero negra, hasta que un par de segundos después se llenó con caracteres hebreos.
– «Mensaje para Uri» -tradujo Uri.
Luego, saliendo del fundido, apareció una imagen animada:
Shimon Guttman sentado ante el mismo escritorio donde Maggie se había instalado la otra noche. Parecía estar mirando la pantalla del ordenador. Maggie recordó la cámara de vídeo que había visto y los aparatos electrónicos que había en el despacho y dedujo que Guttman se había filmado a sí mismo.
Contempló aquel rostro, tan distinto de la persona que había visto en las imágenes de archivo de intemet. No había en él ni rastro de la arrogancia que mostraba en las fotos de los discursos. Al contrario, Guttman parecía aturdido y preocupado, como un hombre al que hubieran perseguido toda la noche y que apenas hubiera dormido. Estaba inclinado hacia delante, con el rostro demacrado y cansado.
«Uri yakiri.»
– «Mi querido Uri -empezó a traducir su hijo con un murmullo-, espero que nunca tengas que ver esto, espero que podré volver al despacho de Rosen la semana que viene para recuperar este sobre que le confío para que te entregue en caso de que yo desaparezca o, Dios no lo quiera, en el caso de que muera. Con un poco de suerte podré resolver este asunto yo solo y no hará falta que te arrastre a él.
»Pero si por alguna razón no lo consigo, no puedo permitir que este conocimiento muera conmigo. Mira, Uri, resulta que he visto algo tan valioso, tan antiguo e importante que de verdad creo que cambiará a cualquiera que lo vea. Me consta que tú y yo no estamos de acuerdo en casi nada, y sé que crees que tu padre es un exagerado. A pesar de todo, estoy convencido de que comprenderás que esto es distinto.
De repente Uri se inclinó bruscamente sobre el teclado y detuvo el reproductor. Luego se volvió hacia Maggie y, con una expresión donde se leía claramente «¡Seré idiota!», le dijo con los labios: «¡Micrófonos!».
Tenía razón. Rosen lo había llamado. Si Uri tenía el teléfono intervenido, los servicios de información israelíes, o quien fuera, había tenido tiempo de infiltrarse en el despacho del abogado y colocar micrófonos. Incluso podían haberlo hecho mientras la Bella Durmiente sesteaba encima de la mesa.
Uri se levantó y recorrió el despacho hasta que vio el televisor. Lo encendió, sintonizó un canal que emitía un programa de variedades estadounidense -con muchos aplausos y gritos-, subió el volumen y volvió al ordenador. Luego lo pensó mejor, volvió al televisor y le dio la vuelta, con la pantalla cara a la pared.
– Cámaras ocultas -le susurró a Maggie-. El lugar más típico para esconderlas es dentro de un televisor.
Rosen parecía más desconcertado que nunca.
Cuando Uri puso nuevamente en marcha el reproductor y siguió traduciendo lo hizo directamente al oído de Maggie. Sin querer, ella cerró los ojos y se dijo que era para concentrarse mejor en sus palabras.
– «En los últimos días he hecho un descubrimiento que sin duda constituye el hallazgo arqueológico más importante de mi carrera y de la de cualquiera, dicho sea de paso. Un descubrimiento que convertirá a su propietario en alguien famoso y en alguien muy, muy rico.»
Uri soltó un suspiro.
– «Ahora que dicho descubrimiento obra en mi poder, esas serían razones suficientes para que temiera por mi vida. Pero es que hay algo más y, como no puede ser de otra manera tratándose de tu padre, ese algo más tiene que ver con la política. No te sorprende, ¿verdad, Uri?»
Uri meneó la cabeza.
– No, padre. No me sorprende.
– «Vayamos al grano: lo que he visto es la última voluntad de Avraham Avinu. Sí, has oído bien: el testamento de Abraham, el gran patriarca. Sé que parece una locura, pero créeme si te digo que hasta yo he dudado de mi propia cordura. Sin embargo, aquí está…»
En ese momento Maggie abrió los ojos desmesuradamente.
Uri dejó de hablar. Los dos miraban boquiabiertos la pantalla del ordenador; David Rosen estaba tan estupefacto como ellos. Shimon Guttman, con la frente perlada de sudor, había sacado un objeto que se hallaba fuera del encuadre y lo sostenía ante la cámara. De color marrón y del tamaño aproximado de una vieja cinta de casete, resultaba difícil distinguirlo. Pero los ojos de Uri brillaron. Sabía exactamente qué era porque había crecido rodeado de objetos como ese.
– «No vaya mostrarte el texto de cerca» -siguió traduciendo-. Por si acaso esta grabación cae en manos equivocadas, no quiero que nadie más vea lo que pone. Sé que te puedo parecer paranoico, Uri, pero estoy convencido de que cierta gente estaría dispuesta a lo que fuera si llegara a sospechar de la existencia de esta tablilla.»
– En eso tiene razón -murmuró Maggie.
– «Sé que estarás haciéndote la pregunta obvia. ¿Cómo sé que no se trata de una falsificación? No te aburriré con detalles técnicos… la calidad y el origen de la arcilla, el estilo de la escritura cuneiforme, el sello y el lenguaje, todos ellos de la época de Abraham, pero te aseguro que cualquier experto en el tema estaría casi seguro de que es verdadera. Y digo "casi". Si yo estoy seguro al cien por cien es porque nadie ha intentado vendérmela, nadie ha intentado convencerme de que era auténtica. La encontré por un golpe de suerte en una tienda del mercado de Jerusalén. Mi hipótesis es que fue robada de Irak y sacada de allí de contrabando. Tal vez salió de unas excavaciones, tal vez incluso del Museo Nacional. Nunca lo sabremos, aunque cabría preguntarse si el Museo de Bagdad conocía su existencia. En cualquier caso, la hipótesis de Irak tiene sentido. Al fin y al cabo, ¿dónde había nacido Avraham Avinu, nuestro padre Abraham, sino en la ciudad mesopotámica de Ur? -La imagen de Guttman de la pantalla sonrió-. Y esa ciudad sigue en pie hoy en día. En Irak.
»Puedes fiarte de mi palabra. Este texto es real. En él aparece Abraham al final de sus días. Es un anciano que ha llegado a Hebrón. Según parece, sus dos hijos, Isaac e Ismael están cerca. Eso también cuadra: sabemos por la Torá que Isaac e Ismael enterraron a su padre, de modo que es posible que estuvieran a su lado cuando murió. También parece que hubo cierta disputa en tomo a la última voluntad de Abraham. Por los textos, que lo repiten una y otra vez, sabemos que Abraham legó la tierra de Israel a Isaac y sus descendientes, el pueblo judío. Sé bien que ni tú ni tus amigos de la izquierda soportáis este tipo de discurso, Uri, pero dedícame dos minutos y coge el Bereshit, el Génesis, capítulo quince, versículo veinticuatro, donde José dice a sus hermanos: "Vaya morir, pero Dios acudirá sin duda en vuestra ayuda y os sacará de esta tierra para llevaros a la tierra prometida en juramento a Abraham, Isaac y Jacob". O mira en el Shmot, en el Éxodo, capítulo treinta y tres, versículo primero, donde dice:
"Y el señor dijo a Moisés: 'dejad este lugar, tú y la gente que has sacado de Egipto, y dirígete a la tierra que prometí a Abraham, Isaac y Jacob diciéndoles: Yo se la daré a vuestros descendientes'''. O cuando Dios le dijo a Josué "Sed fuertes y valerosos porque vosotros conduciréis a los israelitas a la tierra que les prometí, y yo mismo estaré con vosotros". Esto, dicho sea de paso, pertenece al Dvarim, el Deuteronomio, capítulo treinta y uno, versículo veintitrés. Supongo que captas la idea: la tierra de Israel fue entregada al pueblo de Israel. No hay duda de eso.
»Pero, según parece, la cuestión de Jerusalén, al igual que hoy en día, no estaba tan clara entre los hijos de Abraham. Este texto -Guttman volvió a mostrar la tablilla ante la cámara- no lo detalla, pero deja bastante claro que Isaac e Ismael discutieron y que Abraham decidió zanjar la disputa antes de morir. Seguramente llamó a un escriba (esa gente ya existía hace treinta y siete siglos), para que fuera a Hebrón y diera fe de su testamento y de ese modo no hubiera lugar a confusiones.
»En este texto, el anciano Abraham solo se refiere al monte Moria. Todavía no existía allí el Jerusalén que conocemos en la actualidad. Él no refiere lo que ocurrió allí, pero todos nosotros lo sabemos, como lo sabían los que estaban junto al lecho de muerte. ¡Imagina la tensión en la familia! El monte Moria era el lugar donde Abraham llevó a su hijo Isaac para sacrificarlo. Y lo que Abraham zanja en este texto es la propiedad de ese lugar.