– Masa al-kahir… -empezó a decir.
– Masa a-nur -respondieron la media docena de individuos allí reunidos.
– Somos afortunados por disponer de una información que tendrá grandes consecuencias en nuestra lucha. Un arqueólogo judío, famoso activista sionista, asegura que compró a un marchante árabe de Jerusalén una tablilla que recoge la última voluntad de Ibrahim. -Hizo una pausa para que sus palabras calaran en la audiencia-. Sí, de Ibrahim Jalilullah, Abraham, el amigo de Alá.
En el rostro de los hombres se dibujó una sonrisa de escepticismo y se oyó algún que otro bufido burlón.
– Esa fue también mi reacción, hermanos, pero todo parece indicar, y os ruego que no salga de aquí una palabra de esto, que la tablilla puede ser auténtica. Está claro que ese hombre asegurará que el texto apoya las pretensiones sionistas sobre Jerusalén.
– Todos sabemos lo que dirá la cúpula de Hamas: que esa tablilla ha sido robada en Irak y…
Se oyeron disparos en el exterior. En Rafah, pasada la medianoche eso no era algo demasiado infrecuente, pero los seis hombres, incluido Salim, comprobaron inmediatamente su teléfono móvil por si habían recibido el aviso de un ataque inminente. Tras unos segundos de tenso silencio, Salim prosiguió:
– Sabemos qué dirán nuestros líderes: o que se trata del robo sionista de un legado árabe, perpetrado casi con toda seguridad en Irak, o que se trata de una falsificación que solo los medios de comunicación sionistas se niegan a ver. Sabemos qué dirán porque es lo mismo que diríamos nosotros.
Los reunidos asintieron. Salim era más joven que la mayoría de ellos, pero lo respetaban. Durante la segunda Intifada había desempeñado un importante papel en las brigadas Ezzedin alQassam, el ala militar de Hamas. Era un artificiero especialista en la fabricación de bombas, uno de los pocos que habían conseguido escapar a los tiradores de élite del ejército de Israel. Eso le proporcionaba una doble credibilidad: había matado israelíes y no lo habían capturado.
– Pero nada de eso importará. La derecha israelí no cederá un palmo de Haram al-Sharif si puede presentar un texto en el que se afirme que Ibrahim se lo dio a ellos. Las conversaciones de paz habrán terminado.
– ¿y qué pasa si resulta que esa tablilla dice que Haram nos pertenece?
– Ya lo he pensado. Creo que no nos equivocaríamos al suponer que, si un erudito sionista hubiera desenterrado semejante fuente, la habría vuelto a enterrar a toda prisa.
El hombre que había hecho la pregunta sonrió y asintió. -Así pues -continuó Salim-, nos encontramos en la siguiente situación: estoy seguro de que algunos palestinos harán todo lo posible para evitar que ese documento salga a la luz porque pensarán lo obvio: que si se conoce la última voluntad de Ibrahim, las reclamaciones palestinas sobre Jerusalén perderán fuerza. Esa gente matará y se dejará matar con tal de evitar que ese texto antiguo sea revelado. Lo más probable es que ya se hayan puesto manos a la obra.
»Pero también hay otro punto de vista, y es que si esa tablilla sale a la luz y da a los sionistas lo que quieren, no estarán dispuestos a firmar los acuerdos que se han estado discutiendo en Govemment House. ¿Por qué iban a compartir Jerusalén si resulta que Ibrahim se lo dio en testamento?
– Interrumpirán las conversaciones inmediatamente -intervino uno de los hombres de confianza de Salim.
– Lo harán, y con ello concluirá esta farsa que es el proceso de paz. Ya no se hablará más de la necesidad de reconocer al ente sionista. Se acabarán las tonterías de establecer treguas con el enemigo. Podremos volver a la verdadera lucha, la que el Profeta, la paz sea con él, ha determinado que ganaremos.
– Así pues -dijo otro-, crees que nos interesa que ese testamento se haga público, ¿no?
– Si queremos poner fin a la traición que se está cometiendo con nuestro pueblo, sí, lo creo. De todas maneras, no tenemos que decidirlo ahora.
– ¿A qué te refieres?
– A que solo podremos decidir qué hacemos con esa tablilla cuando obre en nuestro poder. Hasta ese momento debemos dedicar todas nuestras energías a encontrarla y apoderamos de ella. Ese es nuestro sagrado deber. Sea lo que fuere lo que haya que hacer para conseguirla, debemos hacerlo. ¿Estamos de acuerdo?
Los hombres se miraron. Luego, a coro, respondieron: -¡Alá es grande!
Capitulo 42
Jerusalén, jueves, 18.23 h
Regresaron al hotel en silencio. Uri había vuelto a poner música rap a todo volumen para saturar cualquier micrófono con el que pudieran escucharlos, pero a Maggie le parecía insoportable. Prefirió no hablar a tener que aguantar aquel ruido.
En cualquier caso, le dolía la cabeza. Había tomado algunas notas mientras escuchaba la grabación de Guttman y les echó un vistazo.
… en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis.
¿Qué sentido había en eso si el padre de Uri no tenía un hermano? Había demasiadas preguntas en el aire. Deseó sentarse en algún sitio tranquilo donde pudieran hablar sin tener que gritar con la música a tope o mirando constantemente por encima del hombro. Si los espiaban, casi con toda seguridad también los seguían.
Cuando llegaron al hotel, Maggie llevó a Uri directamente al bar. Pidió un par de whiskies y casi lo obligó a tomarse el suyo antes de pedir otra ronda. Dobles. La temprana penumbra del anochecer que bañaba el bar le resultó relajante.
– Bueno, Uri, ¿qué me dices de ese hermano?
– No existe.
– ¿Estás seguro? ¿No pudo tu abuelo haberse casado anteriormente y haberlo mantenido como un secreto de familia?
Uri la miró por encima del vaso, y sus ojos reflejaron el licor ambarino mientras sonreía ligeramente.
– Después de todo esto, después de lo de Nur y del testamento de Abraham, no me sorprendería que mi padre tuviera un hermano secreto. Creo que ya nada me sorprendería.
– O sea, que puede ser.
Uri parecía cansado.
– Sí, supongo que puede ser. Si puedes guardar un secreto, imagino que puedes guardar varios.
Maggie, sin pensarlo, puso su mano en la de él. Estaba cálida.
La dejó ahí unos segundos, hasta que se dio cuenta de que sería mejor retirarla.
– Bien. De momento dejemos a un lado la cuestión del hermano -dijo-. Ya volveremos después a eso. -Maggie vio en el extremo de la barra a un judío ortodoxo que comía cacahuetes mientras leía el Jerusalem Post, como si esperara a alguien. No recordaba haberlo visto allí al entrar-. Vamos -dijo de repente en voz alta-. Necesito sentarme en una silla cómoda.
Se bajó del taburete e hizo un gesto a Uri para que la siguiera. Cuando llegó a una mesa a cierta distancia de la barra y de espaldas al devorador de cacahuetes, dejó su vaso y se sentó para tener una amplia perspectiva. Si ese hombre quería observarlos o leer sus labios tendría que darse la vuelta y ponerse en evidencia. Miró alrededor. En el bar no había nadie más, aparte de ellos.
Llamó a un camarero y pidió algo de comer. Esperaron un momento y entonces, sin haberlo planeado, obedeciendo a un impulso, le contó a Uri lo que le había sucedido aquella mañana. Fue breve, se ciñó a los hechos e hizo lo posible por no mostrar autocompasión. Evitó los detalles anatómicos, pero vio que aun así la expresión de Uri pasó del espanto al enfado. -¡Qué hijos de puta! -exclamó al tiempo que se levantaba.
– ¡Siéntate, Uri! -Lo agarró de la muñeca y tiró de él-.
Escucha, yo también estoy furiosa, pero solo daremos con esa gente si mantenemos la calma. Si perdemos la cabeza, ganarán. -Lo miró a los ojos-. Ganarán los que mataron a tu madre.
Lentamente, Uri tomó asiento, justo cuando el camarero se acercaba con un par de sándwiches. Maggie agradeció el breve respiro,
– Escucha -dijo cuando estuvo segura de que Uri no volvería a saltar-, ¿sabes qué no logro entender? Por qué nos siguen pero no dan el golpe, por qué no nos borran del mapa. A todos los demás los han matado.