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El nombre de Charlotte salía a relucir durante aquellas veladas de invierno tan a menudo como en otro tiempo. Sí, al igual que antes, la vida de mi abuela brindaba a nuestros invitados un tema de conversación que no hería el amor propio de los allí presentes.

Y además, la joven francesa ofrecía la ventaja de concentrar en su existencia los momentos cruciales de la historia de nuestro país. Había vivido en los tiempos del zar y sobrevivido a las purgas estalinistas, había superado la guerra y asistido a la caída de innumerables ídolos. Su vida, recortada en el siglo más sanguinario del imperio, cobraba una dimensión épica a los ojos de todos.

Ella, una francesa nacida en el confín del mundo, contemplaba con mirada perdida las arenas sinuosas tras la puerta abierta del vagón («Pero ¿qué diablos se le había perdido en ese maldito desierto?», exclamó un día el piloto de guerra amigo de mi padre). A su lado, inmóvil también, estaba su marido Fiódor. Las ráfagas de aire que se precipitaban en el vagón no traían el menor frescor pese a la gran velocidad del tren. Permanecieron largo rato en aquel vano de luz y de calor. El viento les pulía la frente como papel de lija. El sol desintegraba el paisaje en una miríada de destellos. Pero no se movían, como si desearan que un pasado ingrato se borrase con ese roce y esa quemazón. Acababan de abandonar Bujará.

Tras su regreso a Siberia, ella pasaba interminables horas ante una ventana negra, soplando de cuando en cuando en la espesa capa de escarcha para preservar un redondelillo fundido. A través de esa acuosa mirilla, veía una calle blanca en la oscuridad de la noche. A ratos un coche se deslizaba lentamente, se acercaba a la casa y, tras un momento de vacilación, seguía su camino. En el reloj sonaban las tres de la mañana y, a los pocos minutos, se oía el crujido penetrante de la nieve en la escalera. Cerraba los ojos un instante, y luego iba a abrir. Su marido regresaba siempre a esa hora… La gente desaparecía tanto en el trabajo como en plena noche, cuando se hallaba ya en su casa, no bien pasaba un coche negro por las calles nevadas. Charlotte estaba segura de que nada podía ocurrirle mientras ella le esperase ante la ventana, soplando en la escarcha. A las tres de la mañana, su marido se levantaba de su asiento, ordenaba los expedientes que tenía sobre el escritorio y se marchaba. Lo mismo hacían los demás funcionarios a lo largo y ancho del inmenso imperio. Sabían que, en el Kremlin, el amo del país concluía su jornada de trabajo a las tres. Sin pararse a meditarlo, todo el mundo se apresuraba a imitar su horario. Y no se les ocurría pensar que de Moscú a Siberia, separados por varios husos horarios, esas «tres de la mañana» no correspondían ya a nada. Ni que cuando Stalin se levantaba de la cama y llenaba la primera pipa del día, a esa misma hora, en una ciudad siberiana, al caer la noche, sus fieles súbditos luchaban contra el sueño, sentados en sus sillas, que se transformaban en instrumentos de tortura. Desde el Kremlin, el amo parecía imponer su medida al flujo del tiempo y aun al mismo sol. Cuando él se iba a la cama, todos los relojes del planeta marcaban las tres de la mañana. Por lo menos, todo el mundo lo veía así por aquel entonces.

Un día, Charlotte, agotada por tantas esperas nocturnas, se durmió unos minutos antes de la hora planetaria. Un instante después, despertó sobresaltada y oyó los pasos de su marido en el cuarto del niño. Al entrar, lo vio inclinado sobre la cama de su hijo, el rapaz de negros cabellos lisos que no se parecía a nadie en la familia…

No detuvieron a Fiódor en su despacho, en pleno día, ni tampoco interrumpieron su sueño aporreando autoritariamente la puerta. No, fue durante la cena de Nochevieja. Se había disfrazado con un abrigo rojo de Papá Noel, y su rostro, irreconocible tras la luenga barba, tenía fascinados a los niños: aquel crío de doce años y su hermana pequeña, mi madre. Charlotte estaba ajustando el voluminoso chascás en la cabeza de su marido cuando entraron en el piso. No necesitaron llamar; la puerta estaba abierta, se oía a los invitados.

Y la escena del arresto, que se había repetido ya millones de veces durante un solo decenio en la vida del país, tuvo aquella noche ese marco: el abeto navideño y los dos niños con sus caretas de cartón -él, de liebre; ella, de ardilla- Y en medio de la habitación, el Papá Noel, petrificado, adivinando perfectamente lo que iba a ocurrir y casi feliz de que los niños no advirtieran la palidez de sus mejillas tras la barba de algodón. Charlotte, con voz muy serena, indicó a la liebre y a la ardilla, que miraban a los intrusos sin quitarse las caretas:

– Vamos a la habitación de al lado, niños; allí encenderéis las bengalas.

Había hablado en francés. Los dos agentes intercambiaron una mirada de inteligencia…

A Fiódor le salvó lo que, en buena lógica, hubiera debido perderle: la nacionalidad de su mujer… Cuando, unos años atrás, la gente empezó a desaparecer, familia por familia, casa por casa, el juez pensó de inmediato en eso. Se daban en Charlotte dos grandes defectos casi siempre achacados a los «enemigos del pueblo»: los orígenes «burgueses» y los lazos con el extranjero. Casado con un «elemento burgués», por añadidura una francesa, se veía automáticamente acusado de ser un «espía a sueldo de los imperialistas franceses y británicos». La fórmula, con el tiempo, había pasado a ser habitual.

Sin embargo, esa misma evidencia frenó la bien rodada máquina de las represiones. Porque de ordinario, al falsear la instrucción, se veían obligados a demostrar que el acusado había ocultado hábilmente sus vínculos con el extranjero durante años. Y cuando éste era un siberiano que no hablaba más que su lengua materna, que jamás había abandonado su patria ni mantenido contactos con un representante del mundo capitalista, semejante demostración, aun totalmente falsificada, requería indudable pericia.

Pero Fiódor no ocultaba nada. El pasaporte de Charlotte indicaba bien a las claras su nacionalidad: francesa. Su lugar de nacimiento, Neuilly-sur-Seine, en su transcripción rusa, no hacía sino recalcar su condición de extranjera. Había viajado a Francia, sus primos «burgueses» seguían viviendo allí, sus hijos hablaban tanto francés como ruso… Todo estaba demasiado claro. Las falsas confesiones que se arrancaban por lo común bajo tortura, tras semanas de interrogatorios, habían sido efectuadas de manera voluntaria desde el principio. La máquina se quedó atascada. Fiódor fue encarcelado y, como cada vez resultaba más molesto, lo destinaron a una ciudad arrebatada a Polonia, en la otra punta del imperio.

Pasaron una semana juntos. Lo que duró el viaje a través del país y un largo y ajetreado día de mudanza. A la mañana siguiente, Fiódor marchaba a Moscú para volver a afiliarse al Partido, del que se habían apresurado a expulsarlo. «Es cosa de dos días», le dijo a Charlotte camino de la estación. Al regresar, Charlotte se dio cuenta de que se había olvidado la pitillera. «No es grave», pensó, «dentro de dos días…». Y muy pronto, pasados los dos días (Fiódor entraría en la habitación, vería la pitillera encima de la mesa y, dándose una palmadita en la frente, exclamaría: «¿Seré idiota? La he buscado por todas partes…»), sí, esa mañana de junio sería la primera en un largo fluir de días dichosos…

Se verían cuatro años después. Y Fiódor no recobraría jamás la pitillera, pues Charlotte la había intercambiado, en plena guerra, por una hogaza de pan negro.

Los adultos hablaban. La televisión, con sus noticiarios triunfales, sus informes de las últimas marcas de la industria nacional, sus conciertos del Bolshoi, era un apacible sonido de fondo. El vodka mitigaba la amargura del pasado. Y yo advertía que todos nuestros invitados, aun los que se habían incorporado hacía poco, amaban a aquella francesa que había aceptado sin chistar el destino del país ruso.