Aquellos relatos me informaban de muchas cosas. Adivinaba de pronto por qué en las celebraciones de Nochevieja latía siempre una chispa de inquietud, cual solapada corriente de aire que provoca portazos en una casa vacía, a la hora del crepúsculo. A pesar de la alegría de mi padre, de los regalos, del ruido de los petardos y del centelleo del abeto, ese impalpable malestar estaba allí. Como si en medio de los brindis, el estampido de los corchos y las risas, se esperara que llegase alguien. Hasta diría que, sin confesárselo, nuestros padres acogían con cierto alivio la calma nevosa y cotidiana de los primeros días de enero. Sea como fuera, mi hermana y yo preferíamos ese momento de después de las fiestas a la propia fiesta…
Los días rusos de mi abuela, esos días que, llegado cierto momento, pasaban a ser sencillamente su vida y no una «etapa rusa» antes del regreso a Francia, poseían para mí cierta nota secreta que a los demás les pasaba inadvertida. Veía que Charlotte, a lo largo de esos años evocados ahora en nuestra fumosa cocina, había llevado siempre en su interior una especie de aura invisible. Yo me decía, entre maravillado y asombrado: «¡Esa mujer que esperaba durante meses y meses a que llegasen las famosas tres de la mañana, ante la ventana cubierta de hielo, era el mismo ser misterioso y tan próximo que había visto un día conchas de plata en un café de Neuilly!».
Cuando hablaban de Charlotte, nunca dejaban de contar lo que aquella mañana…
Fue su hijo quien se despertó en plena noche. Saltó de la cama plegable y, descalzo, con los brazos estirados, fue hacia la ventana. Al cruzar la habitación a oscuras, se dio con la cama de su hermana. Charlotte tampoco dormía. Estaba acostada, con los ojos abiertos en la oscuridad, intentando averiguar de dónde provenía ese rumor denso y monótono que parecía imprimir a las paredes sordas vibraciones. Sintió que aquel ruido lento y viscoso le hacía trepidar el cuerpo y la cabeza. Los niños, ya despiertos, se precipitaron a la ventana. Charlotte oyó el grito de sorpresa de su hija:
– ¡Anda, cuántas estrellas! Pero si se mueven…
Sin encender la luz, Charlotte fue a reunirse con ellos. Al pasar, vislumbró un reflejo metálico en la mesa: la pitillera de Fiódor. Tenía que regresar de Moscú por la mañana. Vio hileras de puntos luminosos que se deslizaban lentamente por el cielo nocturno.
– Aviones -dijo el muchacho con esa voz tranquila que nunca cambiaba de entonación-. Escuadrillas enteras…
– Pero ¿y adonde vuelan? -suspiró la niña, abriendo de par en par los ojos cargados de sueño.
Charlotte los cogió a ambos por los hombros.
– ¡Vamos, a la cama! Serán maniobras de nuestro ejército. Ya sabéis que la frontera está muy cerca. Maniobras o algún ejercicio de entrenamiento para una exhibición.
El hijo carraspeó y dijo muy quedo, como para sus adentros y siempre con esa tristeza tranquila tan insólita en un adolescente:
– O a lo mejor una guerra…
– No digas bobadas, Serguéi -le reprendió Charlotte-. A la cama enseguida. Mañana iremos a esperar a vuestro padre a la estación.
Encendió una lamparita de noche y consultó el reloj: «Las dos y media. O sea que ya es hoy…».
No les dio tiempo a dormirse. Las primeras bombas desgarraron la noche. Las escuadrillas que, desde hacía ya una hora, sobrevolaban la ciudad apuntaban a zonas mucho más lejanas, en el interior del país, donde el ataque parecía sacudir la tierra como un terremoto. Sólo a eso de las tres y media de la mañana empezaron a bombardear los alemanes la línea fronteriza, despejando el camino a su ejército de tierra. Y aquella adolescente soñolienta, mi madre, fascinada por extrañas constelaciones demasiado bien ordenadas, se hallaba, de hecho, en un fulgurante paréntesis entre la paz y la guerra.
Resultaba ya casi imposible abandonar la casa. La tierra oscilaba; las tejas, hilera tras hilera, resbalaban del tejado y se quebraban con un chasquido seco en los peldaños de la escalera exterior. El ruido de las explosiones ahogaba por completo gestos y palabras.
Charlotte consiguió por fin sacar a los niños fuera, y salió ella misma con una voluminosa maleta que a duras penas podía transportar. Las casas de enfrente no tenían ya cristales. El viento, que apenas empezaba a levantar, hacía ondear una cortina. En su ondular, el tejido claro destilaba toda la dulzura de las mañanas de paz.
La calle de la estación estaba sembrada de trozos de vidrio y ramas rotas. A veces, un árbol segado en dos obstruía el paso. En cierto momento tuvieron que dar un rodeo para evitar un enorme socavón producido por un obús. En aquel lugar se hacía más densa la multitud de fugitivos. Apartándose del agujero, la gente, cargada con bolsas, se empujaba, y de pronto se reconocían unos a otros. Intentaban hablarse, pero la onda expansiva perdida en medio de las casas surgía de súbito y, con su eco ensordecedor, les cerraba la boca. Agitaban los brazos con impotencia y reemprendían su carrera.
Cuando Charlotte divisó la estación, en el extremo de la calle, sintió físicamente que su ayer inmediato se precipitaba a un pasado sin retomo. Sólo quedaba en pie la fachada, y a través de las órbitas vacías de las ventanas se veía el cielo pálido de la mañana…
La noticia, repetida por cientos de labios, se elevó por encima del fragor de las bombas. Acababa de salir el último tren hacia el este, respetando con absurda precisión los horarios habituales. La multitud se topó con las ruinas de la estación, permaneció petrificada y, aterrorizada por el rugido de un avión, se dispersó por las calles adyacentes y bajo los árboles de una plaza.
Charlotte miró desorientada a su alrededor. A sus pies yacía tirado un letrero: ¡prohibido CRUZAR LAS vías! ¡peligro! Pero las vías, arrancadas por las explosiones, no eran sino aquellos raíles enloquecidos, erguidos en empinada curva y arrimados al soporte de hormigón de un viaducto. Apuntaban hacia el cielo, y sus traviesas semejaban una fantasmagórica escalera que llevaba derecho a las nubes. Oyó de repente la voz tranquila y como hastiada de su hijo:
– Allí va a salir un tren de mercancías.
A lo lejos, vio un convoy compuesto de pesados vagones oscuros; a su alrededor pululaban figurillas humanas. Charlotte asió la maleta y los niños cogieron sus bolsas.
Cuando llegaron ante el último vagón, arrancó el tren y se oyó un suspiro de temeroso júbilo que saludó su marcha. Entre las paredes correderas se hacinaba un montón de gente amedrentada. Charlotte, advirtiendo la lentitud desesperante de sus gestos, empujó a sus hijos hacia aquella abertura que se alejaba lentamente. Serguéi trepó y cogió la maleta. Su hermana tuvo ya que apretar el paso para asir la mano que le tendía el muchacho. Charlotte agarró a la niña por la cintura, la aupó y logró encaramarla al borde del vagón atestado. Luego hubo de correr y aferrarse al gran pestillo de hierro. Aquello apenas duró un segundo, pero tuvo tiempo de ver los rostros paralizados de los fugitivos, las lágrimas de su hija y, con sobrenatural nitidez, la madera llena de hendiduras de la pared del vagón…
Tropezó y cayó de rodillas. El resto sucedió tan rápido que le dio la impresión de no haber tocado la grava blanca del terraplén: dos manos le apretaron con fuerza las costillas, el cielo describió un brusco zigzag y se sintió catapultada al vagón. En un luminoso relámpago, entrevió la gorra de un ferroviario, la silueta de un hombre que, por una fracción de segundo, se perfiló a contraluz entre las paredes abiertas del vagón…
El convoy atravesó Minsk a eso del mediodía. El sol rojeaba por entre el espeso humo, como si fuera de otro planeta. Y en el aire remolineaban extrañas mariposas fúnebres: grandes copos de ceniza. Nadie podía entender cómo, en apenas unas horas, la guerra había podido convertir la ciudad en hileras de armazones renegridas.
El tren avanzaba lentamente, como a tientas, en medio del crepúsculo carbonizado, bajo un sol que no deslumbraba. Para entonces, se habían acostumbrado a esa marcha vacilante y al incesante rugir de los aviones en el cielo. E incluso a aquel estridente silbido sobre el vagón al que seguía una ráfaga de balas en el techo.