Nuestros invitados hablaban de ellos con una mezcla de desenvoltura, burla y amargura. Ese «samovar» irónico y cruel significaba que la guerra quedaba lejos, olvidada por los unos, carente de interés para los otros, para nosotros, los jóvenes nacidos una decena de años después de la Victoria de nuestros mayores. Y con ánimo de no parecer patéticos, pensaba yo, evocaban el pasado con ese desparpajo un tanto chabacano, sin creer ni en Dios ni en el diablo, según un dicho ruso. Mucho más tarde, ese tono desenfadado me revelaría su auténtico secreto: un «samovar» era un alma aprisionada en un pedazo de carne desarticulado, un cerebro desgajado del cuerpo, una mirada sin fuerza enviscada en la pasta esponjosa de la vida. A esa alma martirizada llamaban los hombres «samovar».
Contar la vida de Charlotte era también para ellos una manera de no exponer sus propias llagas y sufrimientos. Máxime cuando el hospital en el que había trabajado, al reunir a cientos de soldados llegados de todos los frentes, condensaba innumerables destinos y acumulaba un sinfín de historias personales.
Como aquel soldado, por ejemplo, que me impresionaba siempre con su pierna rellena de… madera. Un casco de metralla, al incrustársele en la rodilla, había triturado una cuchara de madera que llevaba metida en la larga caña de la bota. La herida no revestía gravedad, pero había que extirpar todos los fragmentos. «Todas aquellas astillas», al decir de Charlotte.
Otro herido se quejaba, día tras día, afirmando que, bajo la escayola, la pierna le picaba «como si le arrancaran las tripas». Se retorcía y rascaba el caparazón blanco como si sus uñas pudieran penetrar hasta la llaga. «Quítenmelo», suplicaba. «Me está consumiendo. ¡O me lo quitan o lo rompo yo con un cuchillo!» El médico jefe, que tenía que manejar el escalpelo doce horas diarias, no quería ni oír hablar de ello, convencido de que era un quejica. «Los samovares, en cambio, no se quejan nunca», pensaba para sí el médico. Fue Charlotte la que le convenció de que practicara una pequeña incisión en el yeso. También fue ella la que, con unas pinzas, extrajo unos gusanos de la carne sanguinolenta y lavó la llaga.
Al oír eso, me rebelaba con todo mi ser. Esa imagen de carne putrefacta me daba escalofríos. Sentía en la piel el roce físico de la muerte. Y, con los ojos abiertos como platos, observaba a los adultos, para quienes estos episodios, todos ellos similares a sus ojos, resultaban divertidos: trozos de madera en la llaga, gusanos…
Luego estaba aquella herida que no quería cerrarse. Y eso que cicatrizaba bien; el soldado, sereno y serio, permanecía en la cama, a diferencia de los demás que, apenas operados, empezaban a renquear por los pasillos. El médico se inclinaba sobre esa pierna y meneaba la cabeza. Bajo los apósitos, la llaga, cubierta la víspera con un fino barniz de piel, sangraba de nuevo, sus bordes oscuros recordaban un encaje roto. «¡Qué raro!», se extrañaba el médico; pero no podía dedicarle más tiempo. «¡Póngale un apósito!», le decía a la enfermera de guardia, escurriéndose entre las camas apretujadas unas contra otras… La noche siguiente, Charlotte, de modo involuntario, sorprendió al herido. Todas las enfermeras calzaban zapatos cuyos tacones dejaban oír un presuroso repiqueteo por los pasillos. Charlotte, con sus botines de fieltro, era la única que caminaba sin hacer ruido. El soldado no la había oído entrar. Charlotte penetró en la sala oscura y se detuvo junto a la puerta. La figura del soldado sentado en la cama se recortaba nítidamente en los cristales iluminados por la nieve. Le bastaron unos segundos para adivinarlo: el soldado se estaba frotando la llaga con una esponja. Vio sobre la almohada las vendas deshechas que acababa de quitarse… Por la mañana, habló con el médico jefe. Este, que no había dormido en toda la noche, la miraba como a través de una bruma, sin entender. Luego, reaccionando, gritó con voz ronca:
– ¿Que qué vamos a hacer con él? Ahora mismo les llamo y que se lo lleven. Eso es automutilación…
– Le abrirán un consejo de guerra…
– ¿Y qué? Se lo ha merecido, ¿no? Mientras los demás revientan en las trincheras… ¡Es un desertor!
Reinó un instante de silencio. El médico se sentó y empezó a masajearse el rostro con las manos manchadas de tintura de yodo.
– ¿Y si le ponemos un yeso? -inquirió Charlotte.
El rostro del médico apareció tras las palmas esgrimiendo una mueca de ira. Cuando ya entreabría la boca, mudó de parecer. Sus ojos enrojecidos se animaron y sonrió.
– Y dale con el yeso. A uno hay que rompérselo porque le pica y quiere rascárselo, y al otro ponérselo porque se rasca. ¡Nunca dejarás de sorprenderme, Charlota Norbertovna!
A la hora de la visita, examinó la llaga y con toda naturalidad le dijo a la enfermera:
– Habrá que ponerle un yeso. Sólo una capa. Lo hará Charlota antes de marcharse.
Tomó la esperanza cuando, un año y medio después de la primera notificación de fallecimiento, recibió otra. Fiódor no podía haber muerto dos veces -pensó-, luego quizás estaba vivo. Esa doble muerte pasaba a ser una promesa de vida. Charlotte, sin decirle nada a nadie, comenzó de nuevo a esperar.
Fiódor regresó, no del Oeste, ni a comienzos de verano, como la mayoría de los soldados, sino de Extremo Oriente, en septiembre, tras la derrota del Japón…
Saranza, una ciudad lindante con el frente, se había convertido en un lugar apacible, y tomaba a su sueño de las estepas, al otro lado del Volga. Allí vivía Charlotte sola: su hijo (mi tío Serguéi) había ingresado en una escuela militar, su hija (mi madre) residía en la población vecina, al igual que todos los alumnos que querían proseguir estudios.
Una tibia tarde de septiembre, Charlotte salió de la casa y echó a andar por la calle desierta. Antes de que se pusiera el sol, quería recoger, en las lindes de la estepa, unos tallos de eneldo silvestre para las salazones. Lo vio al regresar… Charlotte llevaba un ramo de largas plantas rematadas por umbelas amarillas. Su vestido y su cuerpo estaban impregnados de la limpidez de los campos silenciosos, de la luz fluida del crepúsculo. Sus dedos conservaban la intensa fragancia del eneldo y de las hierbas secas. Sabía ya que esa vida, con todo el dolor que entrañaba, podía vivirse, que había que atravesarla lentamente pasando de esa puesta de sol al olor penetrante de los tallos, de la paz infinita de la llanura al piar de un pájaro perdido en el cielo, sí, transitando de ese cielo a su profundo reflejo, que sentía en su pecho como una presencia atenta y viva. Sí, observar hasta la tibieza del polvo en ese caminillo que llevaba a Saranza…
Alzó la mirada y lo vio. Caminaba a su encuentro; estaba todavía lejos, en el extremo de la calle. Si Charlotte lo hubiera recibido en el umbral de la habitación, si hubiera abierto la puerta y él hubiera entrado, como llevaba imaginando tanto tiempo, como hacían todos los soldados cuando volvían de la guerra, en la vida o en las películas, sin duda habría lanzado un grito, se habría arrojado hacia él aferrándose a su talabarte, habría llorado…
Pero apareció muy lejos, dejándose reconocer poco a poco, dando tiempo a que su mujer se habituase a aquella calle, irreconocible por la presencia de un hombre cuya sonrisa indecisa ya advertía. No corrieron, no intercambiaron palabra alguna ni se besaron. Les daba la impresión de haber caminado el uno hacia el otro durante una eternidad. La calle estaba vacía; la luz del atardecer, reflejada por las doradas copas de los árboles, era de una transparencia irreal. Charlotte, deteniéndose frente a él, agitó suavemente el ramo. El movió la cabeza, como diciendo: «Sí, sí, entiendo». No llevaba talabarte, sólo un cinturón con la hebilla de bronce deslustrada. Sus botas estaban rojas de polvo.
Charlotte vivía en la planta baja de una vieja casa de madera. Año tras año, desde hacía un siglo, el suelo se elevaba imperceptiblemente y la casa iba hundiéndose, a tal punto que la ventana de su habitación rebasaba apenas el nivel de la acera… Entraron en silencio. Fiódor dejó la bolsa sobre un taburete y quiso hablar, pero no dijo nada, tan sólo carraspeó, llevándose los dedos a los labios. Charlotte se dispuso a preparar algo de comer.