Y de pronto se vio contestando a sus preguntas, contestando sin meditar (hablaron del pan, de los cupones de racionamiento, de la vida en Saranza), ofreciéndole té, sonriendo cuando él decía que había que «afilar todos los cuchillos de esta casa». Pero durante aquella primera conversación todavía vacilante, Charlotte estaba ausente. Era una ausencia profunda en la que sonaban palabras totalmente distintas a las que decía: «Ese hombre de pelo corto y como espolvoreado con yeso es mi marido. Hace cuatro años que no lo veo. Lo han enterrado dos veces, primero en la batalla de Moscú, luego en la de Ucrania. Está aquí, ha regresado. Debería llorar de alegría. Debería… Tiene todo el pelo gris…». Adivinaba que también él era bastante ajeno a aquella conversación sobre los cupones de racionamiento. Había regresado cuando los fuegos de la victoria llevaban tiempo apagados. La vida había recobrado su ritmo cotidiano. Fiódor regresaba demasiado tarde. Como un hombre distraído a quien han invitado a comer y se presenta a la hora de cenar, sorprendiendo a la dueña de la casa cuando está despidiendo a los últimos invitados. «Debo de parecerle muy vieja», pensó de repente Charlotte, pero ni siquiera esa idea logró romper la extraña falta de emoción que notaba en su corazón, esa indiferencia que la dejaba perpleja.
Sólo lloró cuando vio su cuerpo. Después de comer, calentó agua, trajo un barreño de cinc, la bañerita de niño, y lo instaló en medio de la habitación. Fiódor se acuclilló en aquel recipiente gris cuyo fondo cedía bajo los pies emitiendo un sonido vibrante. Y mientras derramaba un hilillo de agua caliente en el cuerpo de su marido, que se restregaba torpemente los hombros y la espalda, Charlotte se echó a llorar. Las lágrimas resbalaban por su rostro, de rasgos inmóviles, y caían mezclándose con el agua jabonosa del barreño.
Era el cuerpo de un hombre a quien no conocía. Un cuerpo surcado de costurones, de cicatrices -unas, profundas, de bordes carnosos, como enormes labios voraces; otras, de superficie lisa, reluciente, como el rastro de un caracol-. En uno de los omóplatos se abría una cavidad: Charlotte sabía que eso lo producía un tipo de metralla pequeña y en forma de zarpa. Las marcas sonrosadas de los puntos de sutura contorneaban un hombro y se perdían en el pecho…
Miró la habitación a través de las lágrimas, como si la viese por primera vez: una ventana a ras de suelo, el ramo de eneldo, procedente ya de otra época de su vida, un macuto de soldado sobre el taburete junto a la entrada, unas botazas cubiertas de polvo rojizo. Y a la luz de una bombilla desnuda y mortecina, en el centro de una habitación medio sepultada en la tierra, aquel cuerpo irreconocible, como triturado por los engranajes de una máquina. Sin darse cuenta, afluyeron a su cerebro palabras de asombro: «Yo, Charlotte Lemonnier, estoy aquí, en esta isba sepultada bajo la hierba de las estepas, con este hombre, este soldado con el cuerpo lacerado de heridas, el padre de mis hijos, el hombre a quien amo tanto… Yo, Charlotte Lemonnier…».
Una de las cejas de Fiódor ostentaba un largo tajo blanco que, haciéndose más fino, le cruzaba la frente y daba a su mirada un inmutable aire de asombro. Como si no consiguiera habituarse a aquella vida después de la guerra.
Vivió menos de un año… En invierno se mudaron al piso donde nosotros, de niños, iríamos a pasar las vacaciones cada verano. No les dio ni tiempo de comprar la nueva vajilla y los cubiertos. Fiódor cortaba el pan con el cuchillo que había traído del frente, confeccionado con una bayoneta…
Escuchando a los adultos, me imaginaba así a nuestro abuelo tras ese reencuentro asombrosamente breve: un soldado subía la escalera de la isba, sus ojos se fundían con los de su mujer, y apenas tenía tiempo de decir: «He vuelto, ya ves…». Luego caía y moría como consecuencia de sus heridas.
3
Aquel año, Francia fue la causa de que me encerrara en una profunda y estudiosa soledad. Al finalizar el verano regresé de Saranza cual joven explorador, con mil y un hallazgos en mi equipaje -desde el racimo de uvas de Proust hasta la trágica muerte del duque de Orleans-. En otoño, y sobre todo durante el invierno, me convertí en un maníaco de la erudición, en un archivista que rastreaba obsesivamente información sobre el país cuyo misterio apenas había empezado a desentrañar en mi excursión estival.
Leí cuanto de interesante había sobre Francia en la biblioteca de la escuela. Eché mano de los estantes más nutridos de la de nuestra ciudad. Quería contrastar los relatos impresionistas, a pinceladas, de Charlotte con un estudio sistemático, avanzando de un siglo a otro, de un Luis al siguiente, de un novelista a sus congéneres, discípulos y epígonos.
Esas largas jornadas transcurridas en los polvorientos laberintos atestados de libros respondían sin duda a una propensión monacal que todo el mundo experimenta a esa edad. Buscamos la evasión antes de ser absorbidos por los engranajes de la vida adulta, fabulamos en soledad las futuras aventuras amorosas. Esa espera, esa vida de recluso, no tarda en hacerse ingrata. De ahí el efervescente y tribal colectivismo de los adolescentes, tentativa febril de representar, antes de hora, todas las tramas de la sociedad adulta. Pocos, a los trece o catorce años, saben sustraerse a interpretar esos personajes, actos impuestos a los solitarios, a los contemplativos, con toda la crueldad e intolerancia de los niños de ayer.
Gracias a mis investigaciones sobre Francia pude preservar mi atenta soledad de adolescente.
La sociedad en miniatura que formaban mis compañeros me trataba tan pronto con una distraída condescendencia (yo era un «inmaduro», no fumaba y no contaba historias salaces en las que los órganos genitales, tanto masculinos como femeninos, pasaban a ser personajes de cuerpo entero), como con una agresividad colectiva cuya violencia me dejaba perplejo: no me consideraba en absoluto distinto a los demás ni creía merecer tanta hostilidad. Reconozco que no me extasiaban las películas que su minisociedad comentaba durante los recreos, ni era capaz de distinguir los equipos de fútbol de los que mis compañeros eran apasionados hinchas. Mi ignorancia les ofendía. La consideraban un desafío. Me atacaban con sus pullas, con sus puños. Durante ese invierno, comencé a vislumbrar una desconcertante verdad: llevar dentro aquel lejano pasado, dejar que mi alma viviese en la fabulosa Atlántida, no era un juego inocente. Sí, constituía un auténtico desafío, una provocación a los ojos de quienes vivían el presente. Un día, harto de sufrir vejaciones, fingí interesarme por el resultado del último partido de fútbol y, participando en la conversación, cité nombres de futbolistas aprendidos la víspera. Pero todos barruntaron la impostura. La discusión se interrumpió. La minisociedad se dispersó. Me gané unas miradas casi compasivas y aún me sentí más menospreciado.
Tras tan lamentable tentativa, me abismé con más ahínco en mis investigaciones y lecturas. No me bastaban ya los efímeros reflejos de la Atlántida en el curso del tiempo. Aspiraba a conocer su historia íntima. Errando por los recovecos de nuestra vieja biblioteca, intentaba dilucidar el porqué del extravagante matrimonio entre Enrique I y la princesa rusa Anna. Quería averiguar qué dote había mandado su padre, el célebre Yaroslav el Sabio. Y cómo éste enviaba desde Kíev manadas de caballos a su yerno francés, atacado por los belicosos normandos. Y cuál era el pasatiempo cotidiano de Anna Yaróslavna en los lóbregos castillos medievales, donde tanto lloraba la ausencia de los baños rusos… Ya no me bastaba el trágico relato que describía la muerte del duque de Orleans bajo las ventanas de la hermosa Isabel. No, decidí lanzarme en persecución de su asesino, Juan sin Miedo, fijar su linaje, comprobar sus hazañas guerreras, reconstruir su vestimenta y sus armas, localizar sus feudos… Averigüé con qué retraso llegaron las divisiones del mariscal Grouchy, esas horas de más, fatales para Napoleón en Waterloo…