Выбрать главу

Por supuesto, los fondos de la biblioteca, rehén de la ideología, eran muy desiguales: encontré sólo un libro sobre la época de Luis XIV, mientras que el estante vecino ofrecía veinte volúmenes dedicados a la Comuna de París y una docena al nacimiento del Partido Comunista francés. Pero, en mi afán de conocimiento, supe desbaratar esa manipulación histórica. Me volví hacia la literatura. Estaban allí los grandes clásicos franceses que -a excepción de unos cuantos proscritos célebres como Restif de la Bretonne, Sade o Gide- habían escapado, en conjunto, a la censura.

Mi juventud e inexperiencia me volvían fetichista: más que captar la fisonomía de una época histórica, la coleccionaba. Buscaba sobre todo anécdotas similares a las que los guías cuentan a los turistas ante los monumentos. Figuraba en mi colección el chaleco rojo que llevara Théophile Gautier en el estreno de Hemani, los bastones de Balzac, el narguile de George Sand y la escena de su traición en los brazos del médico que se suponía tenía que atender a Musset. Admiraba la elegancia con que la escritora ofrecía a su amante el tema de Lorenzaccio. No me cansaba de revivir las secuencias pobladas de imágenes que registraba -cierto que con gran desorden- mi memoria. Como aquella en que Víctor Hugo, patriarca canoso y melancólico, se encuentra bajo los árboles de un parque a Leconte de Lisie. «¿Sabe usted en qué estaba pensando?», inquirió el patriarca. Y ante el apuro de su interlocutor, declaró con énfasis: «Estaba pensando qué le diré a Dios cuando, tal vez muy pronto, me reúna con él en su reino…». A lo que Leconte de Lisie, irónico y respetuoso a un tiempo, replicó con convicción: «Pues le dirá usted: “Querido colega…”».

Curiosamente, fue un ser que no sabía nada de Francia, que no había leído nunca un solo autor francés, que no podía -de ello no me cabía la menor duda- localizar ese país en el mapamundi, sí, fue él quien, involuntariamente, me ayudó a salir de mi colección de anécdotas y a orientar mi investigación hacia un rumbo totalmente nuevo. Se trataba de aquel compañero, el mal alumno, que me dijo un día que si Lenin no había tenido hijos era porque no sabía hacer el amor…

La minisociedad de nuestra clase le profesaba tanto desprecio como a mí, pero por razones muy distintas. Le aborrecían porque les mostraba una imagen poco grata del adulto. Aunque era dos años mayor que nosotros y había alcanzado ya esa edad en que los alumnos saboreaban de antemano las libertades, mi amigo no la aprovechaba en absoluto. Pachka -todo el mundo lo llamaba así- llevaba la vida de esos mujiks extraños que conservan hasta la muerte cierto infantilismo, lo que contrasta en grado sumo con su aspecto agreste y viril. Huyen obstinadamente de la ciudad, de la sociedad, del bienestar, desaparecen en el bosque y, convertidos en cazadores o vagabundos, acaban allí sus días.

Pachka traía a la clase efluvios de pescado, de nieve y, en época de bonanza, de arcilla. Se pasaba días enteros chapoteando en las orillas del Volga. Y si iba a la escuela era por no disgustar a su madre. Siempre con retraso, sin reparar en las desdeñosas miradas de los futuros adultos, cruzaba la clase y se escurría tras el pupitre, al fondo de todo. A su paso, los alumnos olfateaban el aire con ostentación, y la maestra suspiraba alzando los brazos al cielo. Un olor a nieve y a tierra húmeda se difundía lentamente por la clase.

Nuestro estatus de parias entre la comunidad de nuestra clase acabó por unimos. Sin hacernos propiamente amigos, observamos nuestras dos soledades y vimos en ellas como una seña de identidad. A partir de entonces, acompañé con frecuencia a Pachka en sus expediciones de pesca por las orillas nevadas del Volga. Agujereaba el hielo con un potente berbiquí, lanzaba el sedal en el boquete y permanecía inmóvil ante aquella cavidad redonda que dejaba al descubierto el verdoso espesor del hielo. Yo me imaginaba al pez que, en el extremo de aquel estrecho túnel, a veces de un metro de largo, se acercaba prudentemente al cebo… Percas de atigrados lomos, lucios moteados, gobios con la cola de vivo color rojo, surgían del boquete y, tras desprenderlos del anzuelo, caían en la nieve. Daban algunos coletazos y luego sus cuerpos se paralizaban, helados por el gélido viento. Las espinas dorsales se cubrían de cristales, cual fabulosas diademas. Hablábamos poco. La gran quietud de las llanuras nevadas, el cielo plateado, el profundo sueño del gran río, tomaban inútiles las palabras.

A veces Pachka, buscando una zona más abundante en peces, se acercaba peligrosamente a las largas placas de hielo oscuro, húmedo, recorrido por los manantiales… Yo me volvía al oír un crujido y veía a mi compañero debatiéndose en el agua y clavando los dedos abiertos en la nieve granulosa. Corría hacia él y, a pocos metros de la brecha, me tumbaba boca abajo y le arrojaba la punta de mi bufanda. Por lo común, Pachka lograba componérselas antes de que yo interviniera. Como una marsopa, salía del agua, caía de bruces en la nieve y reptaba dejando una larga estela mojada. Pero a veces, sobre todo por complacerme, se asía a la bufanda y se dejaba salvar.

Tras ese chapuzón, nos encaminábamos hacia una de las armazones de las viejas barcas que se erguían, aquí y allá, en medio de los bancos de nieve. Encendíamos una gran hoguera en sus entrañas renegridas. Pachka se quitaba las botazas de fieltro y el pantalón enguatado y los tendía junto a las llamas. Luego, descalzo sobre una tabla, asaba el pescado.

Al amor de aquellas hogueras nos volvíamos más locuaces. Pachka me contaba las pescas extraordinarias (¡un pez tan grande que no cabía por el agujero abierto con el berbiquí!), los súbitos deshielos en los que las masas de hielo, precipitándose con ensordecedor estrépito, se llevaban por delante barcas, árboles y hasta isbas con gatos encaramados al tejado… Yo le hablaba de los torneos caballerescos (acababa de enterarme de que los guerreros de antaño, al despojarse del yelmo tras una justa, aparecían con la cara llena de óxido por la mezcla de hierro y sudor; no sé por qué, ese detalle me exaltaba más que el propio torneo…), sí, le hablaba de aquellos rasgos viriles subrayados por los hilillos rojizos, y del bizarro joven que soplaba tres veces en el cuerno pidiendo refuerzos. Sabía que Pachka, que recorría tanto en verano como en invierno las orillas del Volga, soñaba secretamente con las extensiones marinas. Me alegré de encontrar para él en mi colección francesa aquel aterrador combate entre un marino y un enorme pulpo. Y como sea que mi erudición se nutría sustancialmente de anécdotas, le referí una que guardaba mucha relación con su pasión y con nuestra vieja barca abandonada. Muchos años atrás, en las aguas de un proceloso mar, un barco de guerra inglés se cruza con un navío francés y, antes de entablar un combate sin cuartel, el capitán inglés se dirige a sus eternos enemigos, poniendo las manos en forma de bocina: «Vosotros los franceses combatís por dinero. ¡Nosotros, los súbditos de la reina, lo hacemos por el honor!». Entonces, desde el navío francés, una ráfaga de viento salado les lleva la jocosa exclamación del capitán: «¡Cada uno, sir, combate por lo que no tiene!».

Un día, Pachka estuvo a punto de ahogarse de verdad. Una gran placa de hielo -estábamos en plena bonanza- cedió bajo sus pies. Tan sólo emergían del agua su cabeza y un brazo, que buscaba un apoyo inexistente. Con un violento impulso, proyectó el pecho sobre el hielo, pero la superficie porosa se quebró bajo su peso. Tenía las botas llenas de agua y la corriente le arrastraba ya las piernas. Sin tiempo para quitarme la bufanda, me tumbé en la nieve, repté y le tendí una mano. En ese momento vi cruzar por sus ojos una breve chispa de terror… Creo que se las hubiera arreglado sin mí; estaba demasiado avezado, demasiado ligado a las fuerzas de la naturaleza para dejarse atrapar por ellas. Pero en esa ocasión aceptó mi mano sin esgrimir su habitual sonrisa.