A los pocos minutos ardía la hoguera, y Pachka, con las piernas desnudas y cubierto tan sólo con un largo jersey que yo le había prestado mientras se secaba su ropa, bailoteaba sobre una tabla lamida por las llamas. Con sus rojos dedos desollados, amasaba una bola de arcilla con la que envolvía el pescado para meterlo en las brasas… En torno a nosotros, el blanco desierto del Volga invernal, los sauces de finas y heladas ramas, que formaban un transparente follaje a lo largo de la orilla, y, enterrada en la nieve, la barca medio destrozada cuya armazón alimentaba nuestra primitiva hoguera. El baile de las llamas parecía espesar el crepúsculo e intensificaba la efímera sensación de bienestar.
¿Por qué le conté precisamente aquel día esa historia y no otra? Sin duda hubo una razón, o hablamos de algo que me sugirió ese tema… Era un resumen, muy abreviado por lo demás, de un poema de Hugo que me había leído Charlotte hacía mucho tiempo y cuyo título ni recordaba… En alguna zona próxima a las barricadas destruidas, en el corazón de aquel París rebelde donde los adoquines poseían la extraordinaria capacidad de convertirse súbitamente en muros, los soldados fusilaban a los insurrectos. Una ejecución rutinaria, brutal, despiadada. Los hombres se alineaban de espaldas a la pared, contemplaban un instante los cañones de los fusiles que les apuntaban al pecho y alzaban los ojos hacia la ligera carrera de las nubes. Luego caían. Sus compañeros les relevaban frente a los soldados… Entre los condenados se hallaba un golfillo cuya edad hubiera debido inspirar clemencia. Por desgracia, no fue así. El oficial le ordenó que se pusiera en la fila de espera fatal; el niño tenía el mismo derecho a la muerte que los adultos. «¡A ti también vamos a fusilarte!», masculló el verdugo jefe. Pero un instante antes de dirigirse a la pared, el niño corrió hacia el oficial y le suplicó: «¡Déjeme que le lleve este reloj a mi madre! Vive a dos pasos de aquí, junto a la fuente. ¡Le juro que volveré!». Esta astucia infantil ablandó incluso los endurecidos corazones de la soldadesca. Todos soltaron una risotada, pues la astucia parecía realmente demasiado ingenua. El oficial, riéndose a carcajadas, profirió: «Anda, corre. ¡Lárgate, pequeño indeseable!». Y siguieron partiéndose de risa mientras cargaban los fusiles. De repente, enmudecieron. El niño reapareció y, acercándose a la pared, junto a los adultos, gritó: «¡Aquí estoy!».
Durante todo el relato, Pachka pareció apenas escucharme. Permaneció inmóvil, inclinado hacia el fuego.
Su rostro se ocultaba tras la visera de su grueso chascás de piel. Pero cuando llegué a la última escena -el niño regresa, pálido y serio, y se planta ante los soldados-, sí, cuando pronuncié su última frase: «¡Aquí estoy!», Pachka se estremeció, se puso en pie… Y luego ocurrió algo increíble. Saltó al otro lado de la barca y echó a andar descalzo por la nieve. Oí como un gemido ahogado que el viento húmedo dispersó rápidamente por la blanca llanura.
Dio unos pasos y se detuvo, enterrado hasta las piernas en un banco de nieve. Yo permanecí un momento inmóvil, contemplando estupefacto, desde la barca, a aquel mocetón vestido con un largo jersey que el viento hinchaba como un corto vestido de lana. Las orejeras del chascás ondeaban lentamente, agitadas por las frías ráfagas. Sus piernas desnudas hundidas en la nieve me fascinaban. Sin entender ya nada, salté y me llegué hasta él. Al oír el crujido de mis pasos, se volvió bruscamente. Tenía la cara crispada en una dolorosa mueca. Las llamas de la hoguera se reflejaban en sus ojos con inhabitual fluidez. Se apresuró a enjugarse aquellos reflejos con la mano. «¡Vaya con el humo!», rezongó parpadeando y, sin mirarme, regresó a la barca.
Allí, arrimando los pies helados a las brasas, me preguntó con colérica insistencia:
– ¿Y qué pasó luego? Matarían al crío, ¿no?
Pillado desprevenido y no hallando en mi memoria nada que esclareciese ese punto, balbucí titubeando:
– Eh… Pues es que no lo sé…
– ¿Cómo que no lo sabes? ¡Si me lo has contado todo!
– Ya, pero verás, en el poema…
– ¡A la mierda el poema! En la realidad, ¿lo mataron o no?
Su mirada, clavada en mí por encima de las llamas, brillaba con un fulgor un tanto enloquecido. Su voz era a un tiempo rada e implorante. Suspiré, como si quisiera pedirle perdón a Hugo, y con tono firme y rotundo declaré:
– No, no lo fusilaron. Un viejo sargento allí presente se acordó de su propio hijo, que se había quedado en el pueblo. Y gritó: «¡Quien le toque un pelo a ese crío se las verá conmigo!». Y el oficial tuvo que soltarlo…
Pachka inclinó la cabeza y procedió a sacar el pescado envuelto en arcilla, removiendo las brasas con una rama. En silencio, rompimos la corteza de tierra cocida que se desprendía pegada a las escamas y comimos aquella carne tierna y ardiente espolvoreándola con sal gruesa.
Tampoco hablamos cuando regresamos a la ciudad, al anochecer. Yo estaba aún impresionado por la magia que acababa de producirse. El milagro que me había demostrado la omnipotencia de la palabra poética. Adivinaba que ello no dependía de artificios verbales ni de una sabia combinación de palabras. ¡No! Porque las de Hugo habían sido anteriormente deformadas, tanto en el relato lejano de Charlotte como en mi resumen. Por lo tanto habían sido doblemente traicionadas… ¡Y, sin embargo, el eco de aquella historia, tan sencilla en el fondo, narrada a miles de kilómetros de donde naciera, había logrado arrancar lágrimas a un joven salvaje e impulsarle a correr desnudo por la nieve! Secretamente, me enorgullecía de haber hecho brillar una chispa de esa luz que irradiaba la patria de Charlotte.
Y comprendí también, aquella noche, que no eran anécdotas lo que debía buscar en mis lecturas. Ni palabras hermosamente dispuestas en una página. Era algo mucho más profundo y, al mismo tiempo, mucho más espontáneo: una penetrante armonía de lo visible que, tan pronto era revelada por el poeta, pasaba a ser eterna. Sin saber darle un nombre, la perseguía, libro tras libro. Más adelante, supe cómo se llamaba: el Estilo. Y jamás podría aceptar que llamasen de esa manera los inútiles ejercicios elaborados por los malabaristas de las palabras. Porque vería surgir ante mis ojos las piernas azuladas de Pachka plantadas en un banco de nieve, a orillas del Volga, y los acuosos reflejos de las llamas en sus ojos… ¡Sí, le emocionaba más el destino del joven insurrecto que su propia muerte, de la que se había librado por los pelos una hora antes!
Al separarse de mí en un cruce del suburbio donde vivía, Pachka me alargó mi ración de pescado: unos largos caparazones de arcilla. Luego, con tono arisco y evitando mi mirada, preguntó:
– ¿Y dónde puede encontrarse ese poema sobre los fusilados?
– Mañana te lo llevo a la escuela, creo que lo tengo copiado en casa…
Se lo dije de un tirón, disimulando mal mi alegría. Fue el día más feliz de mi adolescencia.
4
«¡Pero si Charlotte ya no tiene nada que enseñarme!»
La desconcertante reflexión cruzó por mi mente la mañana de mi llegada a Saranza… Salté del vagón en la pequeña estación; no se apeaba allí ningún otro viajero. Divisé a mi abuela en la otra punta del andén. Me vio, agitó levemente la mano y vino a mi encuentro. Fue en ese momento, mientras caminaba hacia ella, cuando me asaltó esa intuición: mi abuela no tenía ya nada que enseñarme sobre Francia, me lo había contado todo, y yo, merced a mis lecturas, había acumulado conocimientos más amplios quizá que los suyos… Al besarla, me avergonzó ese pensamiento, que a mí mismo me había pillado desprevenido. Veía en ello como una traición involuntaria.