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Por otra parte, hacía ya meses que me embargaba esa extraña angustia: la de haber aprendido demasiado… Era como ese hombre ahorrador convencido de que el caudal de sus ahorros le permitirá muy pronto llevar una vida totalmente diferente, le abrirá prodigiosos horizontes, cambiará su visión de las cosas, hasta su modo de caminar o de abordar a las mujeres. El caudal no cesa de crecer, pero la metamorfosis radical se va demorando. Lo mismo ocurría con mi suma de conocimientos. No es que desease sacar algún provecho de ella. El interés que inspiraban mis relatos a Pachka me colmaba ya con creces. Esperaba más bien un misterioso resorte, semejante al del mecanismo de una caja de música, un clic que anuncia el arranque del minueto que bailarán las figuritas en su estrado. Aspiraba a que aquel amasijo de datos, nombres, acontecimientos y personajes se fundiese en una materia vital nunca vista, cristalizase en un mundo profundamente nuevo. Quería que la Francia injertada en mi corazón, estudiada, explorada, aprendida, me convirtiese en otro.

Mas el único cambio que experimenté en el inicio de aquel verano fue la ausencia de mi hermana, que se había marchado a estudiar a Moscú. Me daba miedo confesarme que tal vez esa marcha imposibilitase nuestras veladas en el balcón.

La primera noche, como para ver confirmados mis temores, empecé a preguntarle a mi abuela sobre la Francia de su juventud. Contestaba gustosa, juzgando sincera mi curiosidad. Mientras hablaba, Charlotte seguía zurciendo el cuello de encajes de una blusa. Manejaba la aguja con esa chispa de elegancia artística que se observa siempre en una mujer que al tiempo que trabaja sigue conversando con un invitado a quien cree interesado por su relato.

Yo la escuchaba, acodado en la barandilla del balcón. Mis preguntas maquinales arrancaban, como en eco, escenas del pasado mil veces contempladas en mi infancia, imágenes familiares, seres conocidos: el esquilador de perros en los muelles del Sena, el cortejo imperial recorriendo los Campos Elíseos, la Bella Otero, el presidente fundiéndose con su amante en un beso fatal… De pronto, me daba cuenta de que Charlotte nos había repetido todas aquellas historias cada verano, cediendo a nuestro deseo de volver a escuchar el cuento favorito. Sí, exactamente, no eran sino cuentos que encandilaban nuestra niñez y que, como ocurre con todo auténtico cuento, no nos cansaban nunca.

Yo había cumplido ya catorce años, y era consciente de que la época de los cuentos ya no volvería. Había aprendido demasiado para dejarme embelesar por su abigarrada zarabanda. Curiosamente, en vez de alegrarme de tan evidente señal de madurez, aquella noche eché mucho de menos mi cándida confianza de antaño. Porque mis nuevos conocimientos, contrariamente a lo que de ellos esperaba, parecían oscurecer mis imágenes francesas. Tan pronto como quería regresar a la Atlántida de nuestra infancia, intervenía una voz docta, y veía las páginas de los libros, las fechas en letra negrita. Y la voz empezaba a comentar, a comparar, a citar. Me sentía como aquejado por una extraña ceguera…

Llegado un momento, nuestra conversación se interrumpió. Había escuchado tan distraídamente que las últimas palabras de Charlotte -debía de haberme hecho una pregunta- se me pasaron por alto. Escruté, avergonzado, su rostro alzado hacia mí. Todavía resonaba en mis oídos la música de la frase que acababa de pronunciar mi abuela. Por la entonación reconstruí su sentido. Sí, era la entonación que adopta el narrador cuando dice: «No, que ésta ya la habéis oído. No quiero aburriros con mis chocheces…», y confía, secretamente, en que sus oyentes le animen afirmando que ignoran su historia o que la han olvidado… Sacudí levemente la cabeza, con aire dubitativo.

– No, creo que no. ¿Estás segura de que me la has contado?

Vi que el rostro de mi abuela se iluminaba con una sonrisa. Reanudó el relato. Yo la escuchaba, ahora atentamente. Y por enésima vez surgió ante mis ojos la angosta calleja de un París medieval, una fría noche de otoño, y, en la pared, el escudo oscuro que uniera para siempre tres destinos y tres nombres de otrora: Luis de Orleans, Juan sin Miedo e Isabel de Baviera…

No sé por qué la interrumpí en aquel instante. Seguramente quería demostrarle mi erudición. Pero lo que me cegó, sobre todo, fue esta revelación: una anciana, en un balcón suspendido sobre la estepa sin fin, repite una vez más una historia que se sabe de memoria, la repite con la mecánica precisión de un disco, fiel a ese relato más o menos legendario que se refiere a un país tan sólo existente en su memoria… Nuestra conversación en el silencio de la noche me pareció de súbito estrafalaria, la voz de Charlotte me recordó la de un autómata. Capté al vuelo el nombre del personaje que acababa de evocar y empecé a hablar. De Juan sin Miedo y sus vergonzosas conchabanzas con los ingleses. De París, donde los carniceros, convertidos en «revolucionarios», imponían su ley y degollaban a los enemigos de Borgoña o supuestamente tales. Y del rey loco. Y de los patíbulos en las plazas parisienses. Y de los lobos rondando por los suburbios de la ciudad asolada por la guerra civil. Y de la inimaginable traición cometida por Isabel de Baviera, que se unió a Juan sin Miedo y renegó del delfín afirmando que no era hijo del rey. Sí, la hermosa Isabel de nuestra infancia…

De repente me faltó aire y me atraganté con mis propias palabras; tenía demasiado que decir.

Tras un momento de silencio, mi abuela cabeceó suavemente y dijo con total sinceridad:

– ¡Me encanta que conozcas tan bien la historia!

No obstante, me pareció columbrar en su voz, llena de convicción, el eco de un pensamiento inconfesado: «Está bien conocer la historia. Pero cuando yo hablaba de Isabel y de L’Allée des Arbalétriers, de aquella noche de otoño, me estaba refiriendo a otra cosa muy distinta…».

Se inclinó sobre la labor, dando pequeñas puntadas, precisas y regulares. Crucé el piso y bajé a la calle. Sonó un pitido de locomotora en lontananza. Su sonoridad, amortiguada por el aire cálido del atardecer, tenía algo de un suspiro, de una queja.

Entre el edificio donde vivía Charlotte y la estepa, se alzaba una especie de bosquecillo muy frondoso, casi impenetrable: masas de moreras silvestres, ganchudas ramas de avellano, trincheras abandonadas llenas de ortigas. Además, aunque en nuestros juegos traspasásemos aquellas barreras naturales, otras, fabricadas por el hombre, obstruían el paso: las enmarañadas ringleras de alambradas de púas, los amasijos oxidados de obstáculos anticarro… Llamaban a aquel lugar «la Stalinka», por el nombre de la línea de defensa levantada allí durante la guerra. Se temía que los alemanes llegasen hasta aquel punto. Pero los detuvieron el Volga y sobre todo Stalingrado… La línea fue desmantelada y los restos del material de guerra quedaron abandonados en aquel bosque, que había heredado su nombre. «La Stalinka», decían los habitantes de Saranza, y su ciudad parecía integrarse así en las grandes gestas de la Historia.

Se afirmaba que el interior del bosque estaba minado. Eso disuadía incluso a los más intrépidos a aventurarse en aquella tierra de nadie replegada sobre sus tesoros oxidados.

Tras las espesuras de la Stalinka pasaba un tren de vía estrecha; parecía un ferrocarril en miniatura, con su pequeña locomotora impregnada de hollín, sus vagonetas, también pequeñas, y -como en una ilusión óptica- el maquinista vestido con una camiseta manchada de grasa: un falso gigante asomándose por la ventanilla. Cada vez, antes de cruzar uno de los caminos que se perdían hacia el horizonte, la locomotora lanzaba un pitido entre tierno y quejumbroso. Aquella señal, repetida por su eco, semejaba el grito sonoro de un cuclillo. «La Kukuchka», decíamos guiñándonos el ojo cuando aparecía el convoy avanzando por sus estrechos raíles cuajados de dientes de león y de manzanillas…

Fue la voz que me guio aquella noche. Contorneé las malezas que se alzaban en la linde de la Stalinka y vi la última vagoneta, que se deslizaba perdiéndose en la tibia penumbra del crepúsculo. Con ser tan diminuto, el convoy difundía el inimitable olor ligeramente picante de los ferrocarriles, un olor que traía a la mente esos largos viajes emprendidos tras una feliz y súbita decisión. A lo lejos, por entre la azulada bruma del atardecer, oí planear un melancólico «cu-cu-cú». Apoyé el pie en el raíl, que vibraba suavemente bajo el tren desaparecido. La estepa silenciosa parecía esperar de mí un gesto, un paso.